Oscar Tenreiro / 31 Octubre 2010
No hace mucho leí una entrevista a Pierre Boulez (1925), ese gran músico, Director y Compositor, que en la década de los sesenta y setenta fue una especie de «enfant terrible» del mundo musical francés como pionero y promotor de las nuevas corrientes musicales. Fundador del IRCAM, el instituto promotor de la música contemporánea que funciona en una sede anexa al muy conocido Centro Pompidou en París, su trayecto de ruptura con lo establecido fue evolucionando hasta llevarlo de regreso tanto al disfrute y cultivo de la música tradicional como director, como a romper con el serialismo de Schoemberg (1.874-1951), del cual fue cultor y propagandista en esas décadas de juventud. Oí hablar de él mucho tiempo atrás a través de ese insaciable oidor de música que fue Jesús Tenreiro. Corría 1959-60 y la anécdota del momento era que Perán Erminy, quien había sido conferencista en nuestra Facultad sobre temas de arte, recién llegado de París, era curruña de Boulez, lo que, por supuesto nos llenaba de curiosidad (nunca supe si eso era verdad).
Hay muchísimas cosas que podrían decirse de este hombre clave en el mundo musical desde hace ya tanto tiempo, pero me llamó poderosamente la atención la entrevista que hace poco salió publicada en El País de Madrid. En ella, el entrevistador, buen conocedor de la obra de Boulez, le pregunta sobre esa actitud de «matar al padre», es decir, romper con las influencias inmediatas, que caracterizó la juventud de Boulez. Y Boulez le contestó de un modo extraordinariamente sugerente, más o menos así: «sí, hay que matar al padre, pero hay que llevarse todo lo que tiene en los bolsillos».
Es un modo muy inteligente de tratar ese impulso por romper con lo que te conforma para avanzar hacia una posición personal. Implica una cierta violencia, pero a la vez respeto por lo que podríamos llamar el patrimonio de quien marcó tu vida. Llevarse lo que tiene en los bolsillos significa reflexión, rigor, estudio de lo que «el padre» creó, estudió, exploró.
Estar harto
Hace algún tiempo una estudiante de arquitectura venezolana escribió a una página web, a raíz del debate sobre la propuesta de Renzo Piano para construir cerca de la iglesia de Ronchamp, que ella prefería lo nuevo, que estaba harta de Le Corbusier, etc. etc.
Lo primero que uno puede decir sobre una actitud así, es que surge de la ignorancia apoyada en una sobredosis de audacia, ajena a la reflexión. Porque los maestros son eso, maestros, y no se trata de borrarlos del mapa en nombre de una apuesta a la novedad. Y eso es tanto más válido si hablamos de arquitectura, una disciplina que exige madurez, que se desarrolla en la experiencia de vida, en la superación de lo simplemente epidérmico. Y se hace necesario recordar que ciertas actividades humanas en el mundo del arte, y entre ellas de modo muy señalado la música, tiene fundamentos que descansan con raíces muy firmes en la tradición y en la historia, hasta el punto de que no parece concebible un músico completo que no haya transitado por lo que lo precedió en el tiempo, con el agravante, muy característico y casi exclusivo de ese mundo, de que «tener éxito» para un compositor generalmente es algo que ocurre cuando ya ha dejado atrás la vida. Con excepciones, desde luego, pero no muchas. Otra cosa, claro, es el éxito como Director, porque nadie dirige una orquesta desde la tumba. Pero, en lo personal, siempre he sospechado que hay mucho de falso en el éxito de un Director, mucho de «personalidad» mediática, de calzar en el marketing, de coreográfico, de «enganche» con el público. Y menos de capacidad para manejar la capacidad expresiva de una orquesta, asunto que sólo pueden apreciar oídos muy educados. Y no, no estoy necesariamente hablando de recientes estrellatos.
Novedad.
Pero en arquitectura no es siempre fácil saber donde está lo «nuevo». Desde luego, lo nuevo en arquitectura no es la forma. Porque la forma nunca puede estar desvinculada de un principio estructural que la sustente. Y eso no se improvisa, surge de procesos económicos y sociales, no sólo de preferencias. A menos que se trate de un simple ropaje. Y sabemos que los ropajes pertenecen a modas, a gustos coyunturales, muy localizados en el tiempo. Bastante luchó el Movimiento Moderno por convertir ese principio en conocimiento, en asunto trasmisible, para que sea olvidado en nombre del afán de novedad. Y el conocimiento es lo que queda. Puede olvidarse pero no se cancela. A menos que cultivemos la ignorancia, al estilo de la joven estudiante de arquitectura.
Y alguno, muchos hoy, se empeñan en buscar la novedad desde una perspectiva voluntarista, es decir, no como algo que surge de la experiencia (lo cual es lo mismo que decir cultura, aun siendo cultura personal), sino de un empeño en ser distinto. Lo nuevo sería lo distinto. Pero ser distinto no es hacer algo nuevo sino perseguir el asombro de los demás, empeñándose (es eso lo voluntarista) en sorprender. ¿A quien? al consumidor masivo, al objeto de la moda que se ajusta en sintonía con las preferencias mayoritarias. Lo novedoso es un asunto de marketing, no de originalidad. Porque lo nuevo no es lo original. Lo original puede ser lo que, pasando relativamente desapercibido, es el resultado de un modo único de hacer las cosas.
Y para aclarar esto mejor, conviene ir hacia los maestros, hurgar en sus bolsillos. Por ejemplo uno de los más grandes, Antonio Gaudí (1852-1926) escribió: «La originalidad consiste en volver al origen. De modo que es original aquel que, con sus medios, vuelve a la simplicidad de las primeras soluciones.» Es eso, dicho de una manera diferente y dentro de un tiempo histórico también diferente, lo que buscó por décadas el Movimiento Moderno en Arquitectura. Y es conocimiento, no moda.