Oscar Tenreiro / 1 Marzo 2010
Hace pocos días se presentó en la sede del Diario El Nacional un nuevo volumen de la serie de “Biografías” que ese diario viene publicando, dedicado a Carlos Raúl Villanueva. El texto es del arquitecto Juan José Pérez Rancel, profesor de Historia de la Arquitectura en nuestra Facultad, quien en la misma serie ya había publicado la de Agustín Codazzi, hombre clave para el estudio de nuestra geografía y tema de un excelente libro de gran formato, profusamente ilustrado, que el mismo Pérez Rancel publicó hace unos años.
Y la figura de Villanueva siempre atrae interés. Su obra maestra, el conjunto Plaza Cubierta, Aula Magna, Biblioteca y Rectorado, con el espacio abierto que lo limita hacia el Este, es uno de los eventos arquitectónicos más logrados de la arquitectura moderna universal.
El binomio Aula Magna-Plaza Cubierta, incorpora a la nueva arquitectura un concepto novedoso, el de abrir la sala de manera directa hacia un espacio público protegido, sin la transición del vestíbulo (el Lobby, coloquialmente), que en toda sala de sus características parecía imprescindible. Cuestión que en los primeros años de su inauguración fue incluso objetada. Ese espacio público es además un ámbito de sombra que funciona como una reinterpretación del agora tradicional, sitio accesible a todos, de intercambio o reposo, de cruce de circulaciones, beneficiario del clima de Caracas y lugar que me ha parecido siempre metáfora de la democracia porque abre a todos, invita a disfrutar se podría decir, un lugar único como lo es el interior del Aula Magna. Que me sigue emocionando como hace mucho tiempo cuando, con motivo del Congreso Panamericano de Arquitectos de 1955, siendo aspirante a estudiar arquitectura, pude entrar a una de las sesiones generales que allí transcurrían.
Vivir una escultura.
Viví al entrar por primera vez a la sala, esa especie de explosión de alegría que son las nubes de Calder colgando desde el blanco techo luciendo su policromía discreta y a la vez arriesgada y modelando una acústica que mereció un texto admirativo en su libro “Music Acoustics and Architecture (1962) por parte del consultor acústico Leo Beranek, quien era miembro de la firma de fama internacional Bolt, Beranek y Newman, que trabajó con Villanueva.
Extraemos de ese texto estos párrafos: “…los diseñadores del Aula Magna …hicieron contacto con Alexander Calder…en una inusual colaboración de escultor y arquitecto, con los ingenieros y el consultor acústico. El resultado es hermoso, tanto en forma como en color, un excitante conjunto de “stabiles” suspendidos del cielo raso y separados de las paredes laterales. No hay fotografía que pueda hacerle justicia. Uno debe estar dentro de la sala, dentro de la escultura, para sentir su ritmo y color. Estuve con el arquitecto cuando este entró por primera vez a la Sala, luego que se le había aplicado el color a los ¨stabiles¨. Extendió los brazos en “V” por encima de su cabeza y gritó la palabra: “formidable”…”
Beranek se refiere además a los comentarios de Leonard Bernstein luego de su gira por América Latina con la Filarmónica de Nueva York en 1957: “Esta sala es la mejor en la que dirigí en Suramérica.” Con ello y el tono admirativo poco común en un hombre de la técnica, Beranek expresa muy bien la singularidad del Aula Magna como resultado de un diálogo entre arte y técnica, concepto escurridizo que ha orientado las búsquedas del arte a lo largo del último siglo.
Y la dimensión de artista de Villanueva, queda subrayada con la referencia que Beranek hace a que los paneles acústicos recomendados por su firma eran de forma rectangular y Villanueva los transformó hasta hacerlos parte de una escultura que se recorre. En compañìa de un artista como Calder que había demostrado dominar el tema de la escala en la ciudad, selección que demuestra una aguda intuición.
La chispa del artista.
En ese salto de la recomendación seca y restrictiva hacia lo nuevo, hacia lo que puede conmover, está la chispa del artista que, en palabras del mismo Villanueva, a veces el arquitecto puede ser. Y Villanueva lo fue. Dejando en ese punto de nuestra ciudad una obra de arte que nos pertenece a todos, que está a nuestro alcance. Junto a toda la Ciudad Universitaria, que pese a sus desigualdades se ha convertido en herencia singular para todos nosotros consagrada por su declaratoria como Patrimonio de la Humanidad.
Y uno se lamenta de que en tiempos de inundación de dólares no se le haya ocurrido a ningún personero de la cultura oficial crear un generoso fideicomiso destinado a restaurar en tarea paciente y efectiva a la Ciudad Universitaria. Es lo menos que se hubiera podido pedir si no reinara entre nosotros la mezquindad ejercida como política de Estado hasta convertir en enemiga a una comunidad universitaria que rechaza el control de las conciencias, negándole como respuesta recursos que aceleran un deterioro muy doloroso para quienes sabemos que ese recinto conoció mejores tiempos.
Esa mezquindad ha llegado a expresarse en términos de odio a la institución desde los medios oficiales, impulso originario de las violentísimas agresiones de bandas armadas “toleradas” (disparos a las oficinas, incendios, bombas lacrimógenas, irrupciones con fusiles de asalto, violencia destructiva) que obligaron a convocar una Asamblea General en nuestra Facultad al día siguiente de la presentación del libro sobre Villanueva. Más de dos decenas de agresiones en el último año, documentadas con videos, fotos, declaraciones y denuncias formales que no han recibido respuesta de ningún tipo por parte de las autoridades.
Son las contradicciones del subdesarrollo que mencionábamos la semana pasada: lo mejor y lo peor se entrecruza y a veces lo peor impone su ley.