Oscar Tenreiro / 20 de febrero 2011
Mucho más allá de su valor como obra de arquitectura, el tamaño de la Ciudad de la Cultura será la garantía, no sólo de su supervivencia sino de la posibilidad de convertirse en «sitio de interés turístico». Por eso la llamé Valle de Los Caídos secular. Porque las colosales dimensiones de este Memorial de reputación tan discutida terminan siendo una de las razones por las cuales se visita, tal como yo lo hice años atrás pese a todas mis previas resistencias, cediendo a la curiosidad que siempre inspira lo desmesurado.
Y hay otro motivo que no se da en el caso del monumento franquista, el que su arquitecto es persona cuyo nombre se ha diseminado por el mundo de la arquitectura de éxito. Arquitecto de fama, suficientemente elogiado y hecho notar por críticos, comentaristas y gentes de la arquitectura de todas partes. Elogios que si uno piensa que se olvidarán en poco tiempo, han hecho suficiente ruido como para crear el impacto que busca toda empresa publicitaria actual. Por esas dos importantes razones, uno puede decir lo que sea y nunca alcanzará a disminuir la eficacia del marketing de la Ciudad de la Cultura, cuyas imágenes recorrerán el mundo atrayendo visitantes y encajando, que duda cabe, en las suposiciones de rentabilidad que habrán empujado la operación. En resumen, tamaño y publicidad son los soportes de esta obra. Dos atributos que terminan imponiéndose por sobre el deseo de hilar más fino. La Ciudad de la Cultura es como Avatar, esa película más bien mediocre que costó tanto e hizo tanta gala de tecnología, que aunque a uno no le interese, termina viéndola. En consecuencia a Galicia, menos mal, se le aliviará el peso financiero de haberla construido y poco importarán las opiniones más selectivas o exigentes.
Ese es el lado más antipático de la disciplina que uno ha abrazado. Los tiempos de educación y formación son de búsqueda de destrezas que durante los primeros años están asociados a la idea de «la justa medida». Pero poco a poco, cuando el aprendiz se hace más seguro de sí mismo, la vanidad y sus asociadas, entre ellas el deseo de asombrar, va atrapando y seduciendo como consecuencia inevitable del papel instrumental que la arquitectura tiene como expresión de Poder.
El deseo de construir para evocar lo que se piensa como glorioso o simplemente meritorio ha estado siempre asociado a una monumentalidad consecuencia del tamaño (distinción esta última que vale hacer porque puede haber monumentalidad en lo pequeño). Querer ser grande, impresionar, aplastar en cierto modo, se busca como necesario atributo de lo que se quiere trascendente. Los ejemplos son tan abundantes como ineficaces las consecuencias de esa visión, por más ilustres que hayan sido sus cultores.
Coartada
El tamaño será la coartada de Peter Eisenman y de los que impulsaron la construcción de la Ciudad de la Cultura para ocultar lo que ella es: una torpe equivocación. Los enormes planos alabeados cubiertos de piedra, como evento visual singular, siempre impresionarán. El simple hecho de construirlos desparramándolos en un paisaje cargado de posibles reminiscencias, aunque no tuvieran nada debajo, ya los convierte en escultura con vocación de permanencia. Su contemplación será gratificante, sobre todo si uno se olvida de lo demás y decide no darle importancia a las desproporcionadas fachadas cruzadas de grafismos irrelevantes.
Que ese sea el mérito de la «idea» que premió el jurado del concurso original, es aceptable, pero lo que es inaceptable es que hayan olvidado que para lograrla había que extender esos mantos unificadores a toda costa y costo cubriendo espacios cavernosos sin luz natural, más cavernosos aún porque los plafones internos deben tapar el desordenado y profuso entramado estructural. Que las alturas y las pendientes hayan hecho los techos imposibles de caminar (algo sugerido en los esquemas originales), y que para completar, las supuestas evocaciones de las calles estrechas y vivas de Santiago, gracias a las grietas entre los mantos, sean en realidad pasadizos rodeados de paredes ciegas y de anodinos muros-cortinas, hacia donde nada se orienta y pocas cosas viven. Eso, para decirlo en castizo, no tiene perdón de Dios, es ceguera e incapacidad de juicio aunque los responsables anden por allí yendo de ingeniosos.
Y termino con una sugerencia respaldado por mis decilitros de sangre gallega mestiza. Falta por construir todo un sector del conjunto, el que contendría el Teatro de Opera y la sección de Nuevas Tecnologías. Podría convocarse un Concurso para construir allí el mismo programa, con la esperanza de que ese ejercicio de hibridación produzca un resultado que consiga incorporar valores ausentes o ignorados por lo ya construido. Eso es sacrilegio para quienes han hecho ídolos de arquitectos que no lo merecen, pero interesantísimos ejemplos de ese ejercicio los hay por toda la historia y por supuesto en la de España. Guardo como imagen de esas luchas entre arquitecturas que se corrigen unas a otras, instalada detrás de mi sitio de trabajo, una postal de la Catedral de Ronda que me ayuda a entender y casi aceptar los procesos forzados de hibridación que vivimos en esta parte del mundo.
Ya hace años se jugó con la idea (lo hizo el arquitecto chileno Rodrigo Pérez de Arce) para el Capitolio de Chandigarh de Le Corbusier. Y nadie se escandalizó, hubo elogios al ingenio porque se trataba de «corregir» a un grande como tema de moda ¿Por qué no hacerlo ahora en serio? Y si no hay concurso porque sus consecuencias serían peligrosas para el fuero de los arquitectos, puede ser un buen ejercicio en las Facultades de Arquitectura. Ayudará a derrumbar falsos prestigios y será un ejercicio iluminador para los más jóvenes.