ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 13 Diciembre 07

La vida continúa. Nada de lo que nos inquieta impide el fluir continuo de la vida a nuestro alrededor y más allá de nosotros. Aquí, pese a todo, se respira mucha actividad, se hacen centros comerciales, viviendas ofrecidas en dólares, se decoran oficinas o restaurantes, hay celebraciones, se abrigan expectativas. El petróleo no sólo permite locuras políticas sino la circulación de dinero y de consumo.

Y afuera, en el resto del mundo todos los días se abren nuevos edificios y la arquitectura de éxito prospera. Los países opulentos llaman a las figuras del día y se anuncian novedades.

Uno se entera de lo nuevo, lee reseñas, indaga; y se pregunta qué enseñanza puede derivarse de tanto éxito. De qué manera esa arquitectura bien construida y bien celebrada puede incidir en nuestras construcciones mentales. Es un tema viejo y tuvo mucha aceptación entre unas izquierdas que se inquietaban por el tema de la identidad cultural: qué es lo que nos caracteriza y por qué debemos rechazar ciertas influencias. La gente de los Seminarios de Arquitectura Latinoamericana (SAL) llegó a inventar términos para proponer lo que debía hacerse y no hacerse en estos mundos. Críticos que actuaban como savonarolas de la arquitectura administraban sus “nihil obstat” y producían estudios y hasta libros sobre los buenos, tratando de ignorar a los malos. Yo mismo dediqué un largo escrito al tema, para luego caer en cuenta que, parafraseando a un gran filósofo, había construido una escalera que, al llegar arriba, debía desechar porque ya no me servía.

Por el lado nuestro, en ese mismo ambiente de izquierdas, el asunto pasó de lo más militante a fines de los sesenta y parte de los setenta, hasta una especie de apaciguamiento condescendiente que permitió a los que hablaban de prefabricación como respuesta universal, en los sesenta, a escribir loas al Museo Guggenheim de Frank Gehry en los noventa. Una buena muestra de oportunismo, porque Gehry estaba de moda.

Todas estas idas y venidas de los críticos han terminado por desacreditarlos si pensamos en el prestigio que tuvieron en los ochenta. Y si en el caso venezolano asociamos a ello, en el campo político, la afiliación de los cuestionadores de antaño a la farsa del nacional-socialismo que hoy sufrimos, terminamos reafirmando lo que ya sospechábamos: que la crítica ejercida sin probidad y con un desdén encubierto hacia la disciplina es una forma de hipocresía.

Hay dando vueltas por el mundo unas cuantas decenas de nombres de arquitectos exitosos, que producen edificios destinados a ser referencias, al menos en el mundo de las imágenes. Para hacernos una idea de donde estamos en relación a ellos y dejarles esas reflexiones a los estudiantes vale la pena que diferenciemos el éxito del prestigio. Hay muchos exitosos que están lejos de ser prestigiosos y muchos prestigiosos que nunca alcanzaron el éxito. El lunes partió, aquí, uno de estos últimos.

Y cuando examinamos las arquitecturas exitosas, nos damos cuenta de cuan poco de verdad hay en ellas. Ya lo escribí hace unos años con motivo del ya mencionado Guggenheim de Bilbao, pero ahora creo que se han sumado muchos ejemplos de ese camino pantanoso que transita alguna arquitectura de éxito.

Cuando Gottfried Böhm, aplicado y discreto arquitecto alemán, recibió uno de los primeros premios Pritzker; y ocho años después se lo otorgaron a Christian de Portzamparc, oscuro y mediocre arquitecto francés, ya tuve motivos para dudar de los criterios que se aplican para celebrar la arquitectura. Pero cuando se le dió el mismo premio a Richard Rogers, mi perplejidad sólo se aplacó al leer un buen artículo de William Curtis en El País de Madrid en el que cuestionaba el valor de este arquitecto, lanzado a la fama más bien por haber sido socio de Renzo Piano que por haber construido algún edificio memorable.

Cualquiera podría decirme que si el Pritzker premió el kitsch de Hans Hollein en el 85, también premió la discreción del australiano Glenn Murcutt en el 2002 o la reciendumbre de Paulo Mendes Da Rocha el año pasado. Es decir, que el Pritzker tiene como línea de conducta la diversidad. Eso puede ser un rasgo de mucho interés si uno no tuviera la sospecha de que más bien de lo que se trata es de darle a cada quien un pequeño espacio de éxito, siempre que se trate de alguien celebrado

Mucho más recientemente he podido ver unas imágenes del Museo de Akron, Ohio, Estados Unidos, de la firma austriaca Coop Himmelblau, un alarde formal externo, a base de vestiduras, unido a pobreza de refrigerador en las salas de exposición. Una obra de éxito que hace pensar que ya las cosas están en el punto señalado por Hegel en la introducción a su obra La Arquitectura: “todo arte tiene su período de florecimiento, de extensión en tanto que arte, y este período va precedido de un período de preparación y seguido por un período de decadencia”.

Sí, me parece que es posible hablar de una decadencia, o por lo menos de la decadencia de una arquitectura cuyo principal objetivo es buscar el “efecto” que desencadenará el estupor publicitario.

Podríamos entonces buscar el ejemplo a seguir entre nosotros, superando el asedio de la falsedad. Buscar entre quienes han hecho de su deseo de construir una pasión difícil y han querido señalar hacia lo esencial intentando superar esa asfixia que a veces produce el aparente triunfo de lo mediano en este medio tan mezquino.

De esto hablábamos, entre muchas otras cosas, sin faltar por supuesto la preocupación por la opereta semitrágica que hemos vivido los venezolanos, mi hermano Jesús, Ana, mi esposa Nubia y yo, los sábados por la tarde. El fue uno de esos ejemplos. Ya no estará en su sillón junto a la ventana Sur el próximo sábado y me siento triste. Pero como la vida fluye igual dejé intacto lo que tenía escrito. Y aguardaré.

Museo de Akron, Ohio, de Coop Himmelblau (2007) y Abadía de Güigüe de Jesús Tenreiro Degwitz (1985): El ejemplo a seguir está entre nosotros.