Oscar Tenreiro / 20 Diciembre 2007
El jueves pasado hablaba del ejemplo. Dejamos un ejemplo en la memoria de los demás y en nuestras obras. Pero la memoria es siempre frágil; Ilumina y oculta cosas, los recuerdos se desvanecen, la presencia del otro va haciéndose tenue con la ausencia. Por eso es tan hermosa la idea de la resurrección de la carne, de que nos encontraremos todos, en persona, al final de los tiempos. En esa creencia hay una poderosa esperanza en la vigencia de nuestro ser personal.
Y las obras son imperfectas. Reflejan lo que somos sólo parcialmente. Lo que hacemos, como simples seres humanos o como artistas, es sólo una vaga muestra de lo que somos. Pero esas obras pueden hablar por nosotros, o de nosotros. Y en el caso de los grandes artistas la palabra es fuerte e intemporal.
Los hijos, la descendencia, sea de sangre o espiritual, son como nuestra obra, aunque no lo sepamos. Y en ellos sobrevivimos. Para Borges la inmortalidad podía ser la evocación que hacía su madre de uno de sus hermanos al verlo inclinar la cabeza de un cierto modo mientras leía. Yo vi más de una vez a mi padre en los gestos del hermano que recién partió.
La obra puede hablar del arquitecto. Puede hablar de su reciedumbre, de sus nostalgias, de sus búsquedas, de su vínculo con un paisaje y un lugar, de su modo de ver el mundo. La obra de arquitectura nos recibe a todos y nos habla de la permanente conjunción de la obra humana con la naturaleza o con la ciudad como espacio que nos pertenece. La obra se muestra sin intermediarios, directamente. En cualquier rincón de ella, en una perspectiva, en un modo de captar la luz, en su estructura, en algún detalle aunque sea imperfecto, se encierra un modesto mensaje, algún tipo de enseñanza. Por eso la docencia de la arquitectura no puede prescindir de los ejemplos. Y le decía a los más jóvenes el jueves pasado que aquí, entre nosotros, tienen uno para reflexionar y aprender de él: la Abadía Benedictina de Güigüe, hecha realidad gracias al hermano ausente y Ana, su mujer, con la invalorable ayuda de una comunidad religiosa que fue consciente del mensaje que la arquitectura religiosa ha pronunciado a través de los siglos y que con frecuencia es olvidado por un mundo eclesiástico demasiado práctico, demasiado estrecho.
Fueron motivo de conversación el día anterior a la crisis de salud del ausente, dos modos de ver el mundo: el Stata Center de Frank Gehry, construido hace dos años escasos en el campus de MIT en Boston y Taliesin West, de Frank Lloyd Wright, construido hace setenta años en el desierto de Arizona.
De Gehry hemos visto el museo de Bilbao y este edificio, pero ya sabemos casi todo sobre él, tan constantes son las reseñas siempre elogiosas o reservadas pero admirativas sobre su obra. Ya me había sorprendido que Fernando Távora gran arquitecto portugués de Oporto hace poco fallecido, mientras recorríamos lo de Bilbao, fuese tan escueto en sus observaciones: el talento, en este caso muy evidente, termina imponiendo su presencia sobre el juicio “instantáneo”. Y aunque Távora como arquitecto representaba lo opuesto de Gehry, prefería vivir su opinión en la intimidad recordando sólo que había cenado con el canadiense-americano hacía unas tres semanas y que era de lo más simpático.
Después vi el documental de Sydney Pollack en televisión. Me admiraba de ciertas imágenes y a la vez me molestaba la arrogancia, escondida por una aparente sencillez, de un arquitecto que se sienta frente a un modelo del edificio junto al inevitable ayudante japonés que, tijera en mano, se dedica a doblar cartoncillos de una manera o de otra hasta lograr la aprobación del jefe: ya está, así es como lo quiero. Ya se encargarán los miembros de una inmensa oficina, los anónimos ingenieros de la empresa de consulting y los generosos presupuestos, de ver como se construye el cartoncillo. Es la misma sensación que da Bilbao con su trabajosa estructura vestida con hojuelas de titanio, esplendorosa y sugestiva como cualquier reina de algún baile.
Wright, quien sin duda fue arrogante, era sin embargo lo necesariamente humilde como para entregar parte de su vida a la enseñanza. Los dos Taliesin, el de Wisconsin (1910-25) y el de Arizona son un tributo a la juventud y funcionaron y funcionan como escuelas para arquitectos. Construidos en tiempos de mucho optimismo, nublado por muchas dificultades, son testimonios del impulso personal y colectivo de construir dejando en el proceso la huella del ser humano en los materiales naturales. Las obras de Wright, sobre todo aquellas anteriores a la Segunda Guerra, hacen del “saber construir” la clave de su embrujo, de su capacidad para, como mencionaba al principio, hablar de un lugar del mundo y un modo de ver las cosas.
El Stata Center, con sus diagonales, fachadas torcidas, bizarros gestos que recuerdan por analogía a algunas imágenes de los árboles hablantes de Alicia en el País de Las Maravillas es un preciso reflejo de un modo de ver la arquitectura (ya lo dije alguna vez) asociado sobre todo al “efecto”, a una búsqueda de lo inédito trabajosa y absurda con no pocos momentos cursis y estridentes. La sensación que dan estas arquitecturas es la de agotamiento. la de buscar salir a flote a base de asombro porque ya los materiales y su mensaje primordial no son suficientes para elevar los espíritus.
Estar en Taliesin y su desierto es como regresar al origen del deseo de construir. Es recordar al que lo concibió celebrando a la vez la capacidad de acogida que sus espacios brindan y con ello ir hacia los otros. Se construyó con las manos, no con dinero sobrante. La luz es maestra en los espacios de trabajo, en los de reunión como en el extraordinario pequeño auditorio soterrado. Valió la pena el largo viaje, muchas veces postergado. Fue una peregrinación.
Aquí podemos peregrinar hacia la ribera Sur del lago de Valencia. Allí nos espera un modo de ver el mundo, una arquitectura que es nuestra. Y también un arquitecto.