Oscar Tenreiro / 25 de Julio 2008
Sir Norman Foster (1935) más que un arquitecto de singular talento es una especie de símbolo de la arquitectura del presente. Ha logrado un vínculo entre buen diseño, racionalidad constructiva y uso de las nuevas tecnologías que no tiene precedentes en la historia de la arquitectura. Ya su oficina, o mejor dicho sus oficinas, porque ellas está regadas por todo el mundo, son en realidad centros de “consulting” capaces de responder a los más diversos y complejos encargos, cuyo número y dimensión asombran. En estos días veía fotos del nuevo Terminal Aéreo de Beijing; según parece “el edificio más grande del mundo” con sus 4 kilómetros de largo. Y no terminaba de salir de una sensación de estupor o perplejidad, cuando pensaba que semejante inmensidad pudiera estar bajo el estricto control de una oficina de arquitectura y, en última instancia, de un arquitecto. Parece el dorado destino de los arquitectos del star system, pero a la vez la muestra de que la optimización del diseño concebido como una síntesis de intereses dentro de los cuales tiene la mayor importancia el mejor resultado formal y no simplemente la aplicación lineal de las técnicas, son elementos que están en la raíz de la buena arquitectura y la buena construcción. El ejemplo de Foster demuestra que la excelencia en el diseño tiene primacía; y si en esa dirección colaboran disciplinas que también se inspiran en el mismo principio, el resultado es el mejor. Ya hace años me impresionó la nitidez, la correctísima ejecución y la simple hermosura del Metro de Bilbao, diseñado y gerenciado por su oficina; construido con materiales que garantizarán décadas de intenso uso sin deterioro porque se logró imponer el principio de duración digna a lo largo de la larguísima vida que un servicio como ese tiene en la ciudad. Una concepción de nueva generación que dejó atrás la que hasta ese momento venía orientando la construcción de este tipo de servicios.
Foster es un continuador de la tradición moderna en el sentido de que su arquitectura no pretende imponer la arbitrariedad formal por sobre los demás elementos a considerar en el Proyecto. En todos sus edificios la estructura, su lógica interna, termina siendo la palabra decisiva en cuanto a la “forma” del edificio. Si en ellos hay despliegues técnicos de alta tecnología ellos están contenidos por la disciplina constructiva escogida, con lo cual su arquitectura, si bien podría ser vista desde una perspectiva light como “familia” de otras arquitecturas de la moda, termina imponiendo lo que pudiéramos llamar una “moral” del diseño que la destaca.
Como un paréntesis, puede tener interés para los más jóvenes decirles que este tema, el de la técnica tutelada por una concepción del diseño, o mejor, por una dirección arquitectónica, era atacado por el marxismo de los tempranos sesenta en nuestro país con el argumento de que la correcta aplicación de la técnica, por sí sola, daría “por añadidura” una buena arquitectura. Se hablaba, para abonar la tesis, de la prefabricación, que necesariamente debía producir los mejores resultados. Sólo dos décadas después, la terrible consecuencia de la generalización de una prefabricación de pobrísimos resultados arquitectónicos y urbanos, en los países comunistas o en Francia, derrotó por sí sola esa tesis. No sé si los portavoces de esa posición, muchos de ellos partidarios hoy del autoritarismo que nos gobierna, siguen sosteniendo lo mismo; pero no está demás recordar de qué manera la ideología aplicada dogmáticamente puede alimentar las posiciones más retrógradas. Ya Aldo Rossi lo dijo hace treinta años.
Y volviendo a Foster es importante destacar que, cuando hablamos de tecnología en su obra nos estamos refiriendo a una tecnología específica de los países opulentos, esa tecnología de la globalización y del dinero suficiente y acaso sobrante que permite hacer concurrir en una obra toda la experiencia constructiva universal. Con lo que queda dicho que de Foster se puede asimilar esa “moral” a la que aludía, pero que pretender convertirse en un “fostercito” en situaciones como las que vivimos aquí o en países similares, no pasa de ser una tontería típicamente tercermundista. Podemos comprar un avionsote para que nuestro Caudillo se pasee por el mundo, pero no podemos mantener decentemente un centro de salud. Vale la pena que lo tengamos en cuenta.
En viaje reciente tuve la oportunidad de visitar varias obras de Foster, de épocas diferentes. Dos de ellas, muy cercanas en el tiempo, están estrictamente vinculadas a la ingeniería: el puente peatonal Del Milenio en Londres y el Viaducto de Millau en el sur de Francia.
El puente peatonal utiliza el principio de suspensión llamado “cinta de esfuerzos” o stress-ribbon, propuesto inicialmente por el ingeniero alemán Finstenwalder a comienzos de los sesenta del siglo pasado y nunca realizado en gran escala. El principio evita las típicas altas torres para fijar cables, tendiendo éstos individualmente a lo largo de la calzada y anclándolos en ambos extremos del puente. De allí, en este caso, se suspende el “tablero¨del puente. Se logra así una línea con perfil casi horizontal, quieta en el perfil urbano, una “cinta peatonal” en el eje de la catedral de San Pablo, que permite cruzar el Támesis para llegar fácilmente hasta la nueva Galería Tate. El anclaje de los cables en tierra está resuelto de manera impecable; y si uno pudiese objetar el diseño de los apoyos en el río, no cabe duda que el puente es un éxito del diseño y la ingeniería actuales…bajo la coordinación central de una oficina de arquitectura que sabe lo que quiere lograr y no cede a la tentación del efecto. Toda una lección para Calatrava por un lado; y para Zaha Hadid con su rimbombante y pretencioso puente peatonal de la Feria de Zaragoza por el otro.
Pero la admiración por esa labor de optimización del diseño se transforma en celebración en el viaducto de Millau, cerca de la ciudad de Albi en el sur de Francia. A él nos referiremos la semana que viene.