Oscar Tenreiro / 9 de Marzo 2009
Escribí la semana pasada sobre un viaje que marcó mi vida, cuyo destino inicial fue ese país de un lejanísimo Sur que siempre he pensado que forma con el nuestro una díada, análoga a la del Yin y el Yang: Chile.
Cuando mi compañero de viaje, Gonzalo Castellanos Monagas y yo nos despertamos el 20 de Septiembre luego de dormir en un hotel caro porque nadie del Congreso de Estudiantes nos esperaba en el aeropuerto; antes de ir a la Facultad de Arquitectura frente al Aeropuerto de Cerrillos, dimos unas vueltas por la ciudad que apenas se desperezaba de las celebraciones de la Independencia. A mis dieciocho años era la primera vez que paseaba por una ciudad europea. Hacía frío además y todo era gris en el centro de Santiago, lugar que mi compañero y yo no cesaríamos de elogiar en lo sucesivo gracias a su atractiva vitalidad aún en tiempos de mucha escasez, a su dignidad de ciudad digna y de haber sido el resultado de muchos años de vida urbana que contrastaba con la precariedad de nuestro mundo tropical siempre dispuesto a iniciar algo prometedor, ajeno a cualquier tradición distinta de la de comenzar. Así escribió después Gonzalo: “Santiago no es una ciudad en formación como Caracas, ya no se abarrota sino que se expande gradualmente; es una ciudad estabilizada y como tal ofrece todas las seguridades y todas las rémoras que la estabilización provoca. Es una ciudad que se formó bajo la influencia de Europa y repitió los errores y ventajas de las ciudades europeas; así como Caracas repite hoy los errores de las ciudades americanas”.
Ya instalados en un Hotel de nombre ilustre (Cervantes) pero de servicios mínimos, empezamos a sentirnos seducidos. Gonzalo me hacía notar en el trayecto en autobús del hotel al Congreso a las familias invadiendo los parques de la ciudad, (el cerro Santa Lucía o el San Cristóbal o el enorme Parque Cousiños) sin dejar de pensar que en Caracas no existía nada igual o parecido (todavía faltaba el Parque del Este) y que pasear con la familia por las calles no era posible en esta ciudad de aceras rotas y tanquillas amenazantes.
Pero aparte de la lección sobre vida urbana que Santiago habría de darle a estos dos jóvenes, habría muchas otras. Chile era entonces un país “pobre”, que como tantos de los nuestros aún no se percataba que su verdadera riqueza era su gente; y se debatía en las típicas oposiciones dualistas y perversas del juego político de esos años. Había mucha escasez, muchas limitaciones, compensadas sin embargo con un don de hospitalidad, de apertura generosa hacia lo distinto, nunca exenta de una cierta conciencia de superioridad cultural o acaso moral. Esa modestia pecuniaria, ese disponer de sólo algunas cosas de las que el consumo ofrecía, compensado en la conciencia de cada quien por un orgullo íntimo sobre lo que ese lugar del mundo había sido y deseaba ser a lo largo de un historia donde la violencia había sido sobre todo verbal, atenuada, era la distinción del chileno de entonces. Había en la gente una especie de moral colectiva, de timbre de orgullo, no fanfarrón como el nuestro (o como la del chileno “rico” de ahora), que allanaba el camino hacia el encuentro personal, hacia la conversación, hacia el deseo de conocer al otro.
No fue sólo por lo que me pareció desenfado, ausencia de gazmoñería y por ello mismo encanto de “la mujer chilena”, interpretado muy bien por las muchachas estudiantes que nos saludaban con un besito que en esos tiempos no era costumbre venezolana, sino una “personalidad” especial, atractiva, lo que me cautivó. Y muchas cosas anecdóticas pero de buen vivir experimentadas a retazos, como la invitación permanente a tomar “las once”, el té inglés chilenizado de las cuatro de la tarde, las preguntas genuinamente interesadas sobre nuestro origen, sobre el trópico idealizado o menospreciado (¿hay universidades allá? me preguntó una vez una señora). Y sobre todo la constante referencia a motivos superiores, religiosos, políticos, de filosofía personal, culturales en suma, en la conversación con cualquiera, hasta en la de los de humilde origen, talante que siempre he echado de menos aquí donde nadie quiere descubrirle al otro intimidad “espiritual” alguna.
En los años siguientes Chile ocupó en mí mucho espacio. Y sé que lo ocupó también en Gonzalo y en tantos venezolanos que allí vivieron. Como Beltrán Alfaro, estudiante de arquitectura pecoso y galán, hijo del educador Jesús Alfaro, exiliado allá con su familia, que se extrañaba de la tela gruesa de mi heredado “terno” y habría de ser gran amigo. Entendí, creo, la chilenidad de Andrés Bello, o mucho más tarde de Picón Salas. O, en nuestro tiempo, el cariño profesado por Fernando Acuña, psiquiatra, que fue de visita y se quedó años, o el de Adolfo Aristeguieta, médico y profesor. Y muchos otros que encontraron allá lo que buscaban aquí sin éxito. Regresé dos años después, viví allá otro año y nació en la Clínica Santa Ana mi primogénito, hoy médico.
Partí con Delia mi esposa, chilena y venezolana, un Noviembre, mi futuro médico tenía un mes. Al regresar treinta años después, ya sobre la frontera chilena veía desde el avión salares y desiertos andinos rodeando feraces valles que eran como analogías de mis memorias. Pero encontré un país cambiado y no estaba a la mano ese ser acogedor y cálido. Había pasado la inexplicable dictadura de ellos dispensadora de heridas y la modernización modificó hábitos, estiró los semblantes, ahuyentó el tiempo libre y opacó las ganas de conversar. No pude menos que volver a la analogía del Yin y el Yang. También nosotros tenemos una dictadura inexplicable con otras ropas. Y seguimos sin ganas de conversar de verdad.