Oscar Tenreiro / 20 de Abril 2009
1. Entre ingenieros y arquitectos ha existido siempre algo así como una enemistad. Los caracterizan modos de ver la tarea de construir frecuentemente opuestos. El ingeniero suele tener una visión más restringida de lo que significa construir un edificio. Presta menos atención a la dimensión estética de la construcción, a la responsabilidad frente a la ciudad, a las opciones que se abren en el proceso de organizar los elementos de un proyecto y especialmente a los contenidos culturales que pueden convertir a un edificio en patrimonio de una sociedad.
Eso no es verdad para todo ingeniero y para todo arquitecto. Hay muchos arquitectos, la mayoría, que poco interés tienen en ese resbaladizo tema del contenido cultural; y también hay ingenieros, pocos, que asumen su responsabilidad de constructores desde una perspectiva de compromiso cultural.
Pero son dos profesiones que se relacionan y apoyan mutuamente y en ese nivel sus puntos de vista son complementarios. El ingeniero Estonio-Americano Augusto Komendant (1906-1992) decía que su papel como colaborador del gran arquitecto Luis Kahn (1901-1974) era “darle peso” a las ideas de Kahn, que de otro modo podían ser simplemente hipótesis “lanzadas al viento”.
2. Creo haberle oído una vez al colega Alfredo Cilento en una charla, que la diferencia arranca en la formación de unos y otros. El estudiante de arquitectura dedica muchas horas; y luego de terminar sus estudios muchos años, a manejar la organización del edificio, los problemas de la relación interior-exterior, a eso que se llama de modo algo hermético “las cualidades espaciales” derivadas de la relación entre las distintas estancias, a obtener destrezas en el uso de los materiales, a discutir lo hecho por otros arquitectos hoy y a través de la historia, a estudiar la ciudad, y a indagar sobre el papel del arte en la conformación de un lenguaje arquitectónico. Y recibe también una formación técnica básica
Mientras que el estudiante de ingeniería durante sus estudios y muchos años después se dedica a consideraciones esencialmente técnicas, matemáticas, normativas, de eficiencia expresada en números, de rendimientos y de todo lo que pudiera considerarse medible. Y desgraciadamente (aunque eso se comienza a corregir hoy en el mundo) tiene una mínima preparación sobre temas vinculados a la arquitectura. Se desarrollan así dos perspectivas, una basada en la experiencia, en la observación, en la práctica de la prueba y error, en el conocimiento de “modos de hacer” propios y de otros que se convierten en bagaje personal y en una visión más inclusiva derivada de la atmòsfera en la que se mueve su disciplina. Frente a otra no menos basada en la experiencia y la observación que busca la exactitud repetible, el desechar en lo posible el error apoyándose en el legado técnico-tecnológico, y un sentido práctico que prefiere dejar de lado los caminos complejos y privilegiar lo más directo. Que generalmente es lo expeditivo, lo que evita complicaciones.
Cuando un profesional de la ingeniería o de la arquitectura tiene una formación completa, ambas perspectivas se hacen presentes en él. Surge así una especie de ideal que es el “maestro constructor”. Un papel que en general corresponde al arquitecto porque la perspectiva más amplia, la de un modo de ver la construcción que es por definición incluyente, la hace más apto para ese papel. Pero que también puede darse en el ingeniero como lo demostró por ejemplo Pier Luigi Nervi (1891-1979). Perspectivas que pueden resultar muchas veces, ya lo dijimos, contradictorias, opuestas, siendo sin embargo complementarias. Y lo peor que puede ocurrir es que se imponga una de ellas, dominando a la otra, imponiendo una visión unilateral.
3. Esa visión unilateral, presente en todas partes, ha tenido en Venezuela una presencia hegemónica porque el ingeniero se ha desempeñado aquí con muy pocos contrapesos. La he llamado en otra oportunidad “visión ingenieril” porque es una desviación. Si bien es verdad que esa visión ingenieril predominó en tiempos de la Cuarta, hemos asistido durante nuestra caricatura de revolución a su exacerbación. Lo demuestra el mínimo grado de atención a los problemas de calidad de vida en nuestras grandes ciudades, y la bien escasa producción en diez años e inmensos recursos, de arquitectura institucional de cualquier nivel (escuelas, sedes institucionales, cárceles, hospitales). El populismo propagandístico de hoy no habla de calidad, de modelos generalizables sino de cifras. Y de lemas de ¨redención social” para consumo de ingenuos.
No pretendo sostener que esa “visión ingenieril” sea el principal aliado del populismo demagógico porque dejaría de lado el peso decisivo del componente cultural, pero lo que sí sostengo es que le proporciona un apoyo fundamental que, como afecta a todas las mentalidades, ha sido uno de los mayores obstáculos para que en Venezuela se entienda lo que significa vivir con los tiempos. Y lo peor es que en la oposición política que propone un cambio este tema no pareciera tener importancia.
Porque así como se ha generalizado una visión de la democracia más completa, más compleja, se ha entendido que el progreso económico y social no se mide con estadísticas sino en términos de calidad; y entre ellos de modo central la calidad de la vida urbana. Y para ello es esencial darle lugar a una visión de la arquitectura vinculada al mejoramiento de la ciudad, a una visión de la ciudad que acepte el papel instrumental de la arquitectura. Y si, tal como se ha dicho muchas veces, el principal problema de Venezuela es el problema urbano, estamos obligados a derrotar la “visión ingenieril”.