Oscar Tenreiro / 16 de Noviembre 2009
Las imágenes de la arquitectura del pasado y de las arquitecturas actuales (plural que alude en nuestro tiempo a la diversidad de autores, desdibujada o irrelevante en los siglos anteriores) son un instrumento esencial de la enseñanza de la arquitectura. Sirve entre otras cosas para «mostrar» lo que consideramos válido, buscando orientar al estudiante en términos que pudiéramos llamar morales («toda educación es una educación moral»). Y lo visual irá en medida importante marcando nuestro crecimiento en la disciplina.
Esa importancia viene a ser también nuestra mayor tentación. La imagen termina suplantando otros valores de la arquitectura que trascienden lo visual, que son, podría decirse, el origen de la reciendumbre y consistencia de una obra. Y se han opacado en tiempos como los actuales donde reina la imagen, o mejor dicho la figura. A esa tentación todos hemos pagado tributo en algún momento. Y ella se ha convertido progresivamente en una pesada carga que viene afectando, empobreciendo, el desarrollo de la arquitectura. Va haciendo más difícil para todos distinguir y respetar lo valioso y permanente entre la hojarasca que desaparecerá.
Y no es lo únicamente visual lo que sostiene la permanencia de una arquitectura, es su capacidad para convertirse en expresión de una realidad cultural, es su pertinencia dentro del conjunto de aspiraciones de una sociedad, su carácter de producto de un modo de ver y de vivir que resiste a la uniformización impuesta por las modas y el deseo de novedades. Nociones todas indefinibles, relativas, acaso desdeñables, pero que nos hacen buscar hacia el arquitecto como hombre, como ser humano consciente de una responsabilidad más universal que supera la oportunidad puntual del edificio.
Más allá de la fotografía.
Todas estas cosas se me hacen presentes en este re-examen de Alvar Aalto motivado por un viaje tardío. Porque no sólo es evidente que el legado aaltiano va más allá del impacto de las imágenes de sus edificios en la búsqueda de objetos a ser imitados que caracteriza nuestra disciplina. Sino que la complejidad de su persona como hombre de pensamiento ha sido dejada de lado.
Eso me resultó claro cuando en el primer momento de la conversación que tuve con Juhani Pallasmaa, ante mi comentario introductorio sobre la escasez del legado escrito del maestro finlandés, me respondió que Aalto había escrito bastante y que hablar de su cortedad expresiva no era sino un lugar común. Me recomendó de seguidas el libro «Alvar Aalto in his own words» de Göran Schildt (1.997) y me obsequió fotocopias de dos trabajos suyos que me han abierto un panorama que deseo compartir.
Compartir la comprobación, inesperada para mi anterior visión de esta figura esencial, de cómo en el hombre joven que se iniciaba como arquitecto resonaban ya con toda claridad inquietudes sobre la proyección de la arquitectura en el espacio social, intrínsecas a lo que pudiéramos llamar el ideario de la modernidad. Su adopción temprana del lenguaje racionalista, particularmente en el caso del sanatorio de Paimio en 1928, no era la afiliación a un «estilo» como se acostumbra decir ahora en clave de revista anglosajona, sino el manejo de un lenguaje que para él y muchos como él en ese momento histórico, se presentaba vinculado a un cuerpo de ideas. Escribía con pasión y persistió en ello durante décadas cuando ya se había alejado del lenguaje racionalista, acerca de temas como la racionalización de la construcción, la normalización industrial, la vivienda para las mayorías y el destino de las ciudades, con convicción y un enorme deseo de realización.
Madurez y Decepción.
Pero ese cuerpo de convicciones fue madurando. Durante la guerra civil finlandesa de comienzos de 1.918 entre rojos y blancos, Aalto, de veinte años, se había alineado con estos últimos, vistos como el bando «conservador». En realidad los blancos sustentaban una visión social-demócrata que a pesar de que buscaba conectarse con la monarquía alemana que perdería la Primera Guerra, rechazaba los deseos anexionistas soviéticos favorecidos por los «rojos» y vinieron a constituir en los años siguientes la izquierda política en el escenario de la moderna república finlandesa. Luego sus preferencias políticas las orientó hacia una izquierda radical la esperanza despertada por la Revolución Rusa, para transformarse después en rechazo, que si podía verse causado por el imperialismo soviético en relación a Finlandia, manifestado en la invasión que intentó a fines de 1939, también partía de una apreciación crítica de lo que había ocurrido con ese «socialismo real». A partir de ese momento, seguramente como consecuencia de las experiencias de la Segunda Guerra y ya intensamente sumado a la tarea de construir en su país, Aalto fue adoptando una postura de equilibrio que lo llevó a ser aceptado por la intelligentsia finlandesa más allá de cualquier sujeción política. Lo demostró el encargo que recibió en 1954 para construir lo que originalmente fue la sede el Partido Comunista de Finlandia, hoy Casa de la Cultura, hermosa sala de conciertos y reuniones que ha sido una de sus obras de mayor resonancia.
Eso, a pesar de que en 1939, a raíz de la invasión a su país por el régimen comunista soviético, había escrito este texto, fresco y actual para nosotros los venezolanos:
«La guerra en Finlandia no es una lucha entre socialismo y capitalismo, sino una guerra en la cual el agresor representa un imperialismo que ha traicionado completamente al socialismo y arrastrado su nombre por el lodo, además de haber mostrado una total falta de capacidad de organización…Es así que la lucha se da entre un mal sistema cuya máscara es «la visión socialista del mundo» y una profunda y genuina mentalidad social¨.