ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 30 Noviembre 2009

No hay época de la vida en la que estemos más inclinados a la imitación que en la adolescencia. Y en toda actividad creativa hay períodos más o menos largos de adolescencia, dependiendo de cada quién. Períodos en los que la imitación predomina mientras con las experiencias personales identificamos mejor nuestro modo de expresarnos.

Nuestra disciplina, la arquitectura, como muchas actividades humanas, tiene estrecha relación con la imitación. Deriva, se conecta, se desarrolla a partir (use usted la forma verbal que le parezca más idónea) de la imitación.

El principio del Taller dirigido por un maestro (o varios de ellos) ocupa un lugar central en la formación de los arquitectos. Es un instrumento para el aprendizaje de casi todos los oficios y predomina en el de la pintura y la escultura, que es de donde lo tomaron las escuelas de arquitectura. Y se basa de un modo u otro en la imitación. Del profesor, de lenguajes conocidos a través de publicaciones o sugerencias de los maestros, de los compañeros más aprovechados. Y con frecuencia entre estudiantes de arquitectura el más talentoso imitador es tenido por el más prometedor. Y a veces éste se lo cree, para su mal.

Se menciona poco que todos hemos imitado alguna vez, en esto o en aquello. Y lo seguimos haciendo, aunque sea a nosotros mismos.

¿Y es que hay algo que no sea de algún modo repetición? puede preguntarse. Luigi Snozzi un buen arquitecto suizo, nos recordaba en su visita a Caracas en 1993, que para su primera exposición había hecho escribir en cada una de las contrahuellas de la escalera que llevaba a la sala: wiederholen (repetir en alemán) para subrayar que su arquitectura estaba basada en la repetición.

Imitar era pecado.

La modernidad arquitectónica de comienzos del siglo veinte desechaba la idea de la imitación en nombre del mito de lo enteramente nuevo, de la invención. La fe en la racionalidad técnica como partera neutral de lo que rompería con el pasado dio paso a un cierto desencanto cuando los numerosos intentos por establecer principios técnicos generalizables (muchos aún válidos), que fluyeron de experiencias pioneras en distintos puntos de la geografía cultural de entonces, produjeron poca reflexión y mucha imitación. Quedó en evidencia lo que ya decía la historia: todo movimiento que propone bases renovadoras, cuando logra establecerse, cuando consolida sus medios expresivos, abre paso a una nueva uniformidad, es atrapada por el pecado que combatió. Renació, en brazos de la imitación, la idea de «estilo» que se había atacado con acritud. Y así el esquematismo estético de lo «moderno» como ideología, fue abandonado por los más lúcidos para desarrollar con libertad una obra personal. Es lo que hizo el Corbusier desde los tempranos años treinta, es lo que hizo Alvar Aalto cuando abandonó su «racionalismo» inicial.

Pero inevitablemente, cada intento pionero seguiría abriendo espacio a la imitación. Lo que terminó por dejar claro (no necesariamente en el discurso sino como revelación de la naturaleza de la disciplina) que la innovación es descubrir en lo ya hecho apoyándose en la intuición, en la observación, en la repetición. Y que la imitación es una herramienta como otras. Llevar eso a la conciencia fue tarea de la crítica mal llamada post moderna. Jorge Luis Borges reinvindicó la idea con ironía cuando le dijo a nuestro Napoléon Bravo en una entrevista radiofónica en los ochenta, algo que he hecho notar muchas veces: que «los imitadores son siempre mejores que el original». El imitador ni corre los riegos del descubridor ni vive sus inseguridades. Puede ser más hábil, más seductor. Como lo demostró el estadounidense Richard Meier (1934), aplicado y talentoso imitador de la época blanca de Le Corbusier. Refinada imitación que, asumida sin complejos, devino en lenguaje personal.

El poder seductor de una obra.

Todos los maestros de la arquitectura han sido imitados. De allí han surgido también obras dignas de recordarse en las que la simple imitación ha sido sustituida por una búsqueda más profunda en torno al origen de las decisiones que dieron forma a la obra que se imita. Eso ha sido llamado en tono a veces despreciativo como «eclecticismo», tomar de otros. Un sesgo negativo que en clave ideológica pretendía asignar mayor valor a una racionalidad «técnica» desconociendo que toda arquitectura es de algún modo ecléctica. Y su mayor o menor valor depende de que ese eclecticismo haya sido asimilado a un lenguaje personal con mayor o menor acierto.

Y por supuesto, ya lo he dicho antes, Alvar Aalto ha sido y sigue siendo imitado. Su ruptura con el ángulo recto en la organización de sus edificios y en la conformación de sus conjuntos urbanos pasa hoy más o menos desapercibida. En su tiempo fue sobre todo liberadora. Un salto de genio que requirió convicción y maestría.

En la Universidad Tecnológica de Helsinki, el techo del Auditorio con planta en abanico es una sección tronco-cónica de fuerte pendiente interrumpida por las tomas de luz cenitales; y los cierres laterales se yerguen desnudos como enormes paramentos triangulares de ladrillo que rematan la curva de la pared de fondo. No sólo el hermoso volumen que preside el conjunto, sino el modo como éste se coloca a modo de rótula entre los edificios ha sido imitado una y otra vez. Simplemente haber construido ese fragmento bastaba para abrirle espacio a Aalto en la historia de la arquitectura, porque a partir de él se abrieron muchas experiencias.

La Sala de Lectura de la biblioteca de la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge, del británico James Stirling (1927-1992) debe mucho a este «descubrimiento» de Aalto. El pionero se hizo instrumento para el nacimiento de «otra» arquitectura.

El exterior del Auditorio de la Universidad Tecnológica de Helsinki, de Alvar Aalto. Concurso de 1949.