Oscar Tenreiro / 1 Febrero 2010
Discurrir con el propósito de estimular la discusión termina enfrentando al obstáculo típico de la Venezuela actual: el absurdo político que vivimos nos disminuye y vulnera.
La semana pasada, a propósito de una cierta arquitectura de éxito, me expresé de modo muy directo, emití “juicios de valor” y, lo más fuerte tal vez, aunque con ello no hice sino repetir una conducta histórica, puse en duda el valor de “la crítica” para nuestra disciplina, fuera del ámbito académico, donde como decía, encuentra alimento. Pero lo hice porque estoy convencido que el debate sobre arquitectura exige hoy hablar de modo más preciso, comprometiéndose con lo que considera válido, sobre esa especie de vendaval de “originalidades” en que se ha convertido el mercadeo global de la arquitectura.
Entre arquitectos, ese impulso aparece al pasar de un cafecito a unas cuantas copas y los participantes se sienten en confianza, pero no se va más allá por temor a ser visto como atrasado. Y como en el ámbito docente se ha generalizado la idea, basada en criterios pedagógicos muy discutibles, de que el profesor debe hacer equilibrio entre todo lo que se lleva, termina predominando lo “políticamente correcto”. Dos actitudes que aunadas al silencio selectivo de la crítica, han terminado por poner a los jóvenes que aspiran a la arquitectura, en un limbo desde el que ven lo que circula como si se tratase de escoger la que más nos gusta entre las lindas de la fiesta, para seguirla y ensayar un romance.
Uno se harta además de tantas buenas maneras. Y más aún en tierras tropicales donde tendemos a ser más directos. Tengo presente además (todas las distancias tomadas en cuenta) a algunos ilustres del pasado, como el filósofo del grueso bigote que osó criticar duramente al exitosísimo Wagner desde lo más profundo de la Germania eterna. Sin argumentos filosóficos sino “anecdóticos” como los llamarían hoy en el mundo académico.
Fuera de los Circuitos.
Hablo desde fuera de los circuitos donde se marcan las pautas del debate sobre arquitectura y eso me da más libertad. Libertad para decir por ejemplo que la crítica padece, lo he citado muchas veces, el mal de la que la acusó el mismo filósofo del bigote, Nietzsche: ve el arte (la arquitectura) desde cerca sin llegar a tocarla nunca. En ese “ver” sin pasión, sin compromiso, conectado a un discurso que pretende elevarse a alturas filosóficas, se afirman carreras académicas y se han echado las bases que pudiéramos llamar intelectuales para el estado de cosas actual en el que cada exitoso tiene garantizada unas líneas de reconocimiento para proseguir su carrera en busca de contratos.
Giambattista Vico (1668-1744) habló mucho tiempo atrás de lo que llamó “la confabulación de los doctos¨, una especie de acuerdo entre altos personeros de la Intelligentsia para confundir lo cierto (il certo en italiano), con lo verdadero (il vero), una denuncia que le permitía dejar más claros sus puntos de vista sobre lo que él llamaba la marcha general de las cosas, el transcurrir de los procesos históricos. Hace un tiempo me cautivó esa distinción porque describía muy bien lo que ocurrió en el mundo de la crítica con el bullicio postmoderno: esquivar lo verdadero a costa de afirmar lo que se hace. Lo que es, lo digo con mis palabras, opaca a lo que debería ser. Y la crítica pareciera precisamente, ocuparse sólo de lo que es, ocultando detrás de diversos juegos de lenguaje sus preferencias, si las tiene, sobre lo que debería ser.
Y vuelvo a insistir en que la crisis económica actual marca un punto de inflexión que la crítica no puede ignorar. Está obligada a decir que las cosas han ido por un camino equivocado en la concepción y construcción de “una cierta arquitectura” copartícipe de la misma irresponsabilidad de los banqueros de Wall Street. Esa arquitectura es un correlato de los excesos del mundo financiero.
Interrupción necesaria.
Pero debo interrumpir aquí. Anoche vi al Gran Personaje Venezolano aparecer en televisión llamando a la represión policial despiadada contra la protesta estudiantil. La arrogancia de su lenguaje agresivo y retador, tan alejada de cualquier ideal político, no pueden producir simpatía a menos de que ese ideal se reduzca a encontrar y a ungir como Caudillo a un encantador de multitudes. Y se participe de la idea de que todo el que se oponga a lo que El dispone, a lo que ha hecho o dicho, merece lo peor. Cedo al impulso de decir algo sobre toda esta escena perversa y antihistórica.
En primer lugar ¿no produce dudas sobre el espesor cultural de una sociedad, que sea manipulada por un personaje así? ¿No tiene eso consecuencias sobre nuestra capacidad para trasmitir un cuerpo de ideas? Las tiene y muy definitivas. Siempre digo a mis estudiantes que España y Portugal irrumpen con fuerza en el mundo del debate actual, desde el momento en que se integran al espacio democrático. Eso es irrefutable en el campo de la arquitectura porque fueron las autonomías democráticas en todos los niveles lo que permitió crear los nichos para que arquitectos valiosos pudieran construir y se abrieran oportunidades. Y más aún, para que el pensamiento sobre la arquitectura y la ciudad haya podido expresarse.
Mientras no entremos de lleno en un proceso de perfeccionamiento de la democracia nuestra voz en el debate sobre arquitectura estará asociada siempre a una sospecha que apunta en muchas direcciones. Una de ellas es que vivimos en un momento de crítico estancamiento, consecuencia de décadas de deterioro de lo público en todas sus manifestaciones, entre las cuales destaca la cuestión urbana.
Y ese estancamiento apaga el debate, lo silencia, le resta jerarquía y pertinencia. Todo lo que digamos en un contexto así carece de repercusión. Y si no tenemos repercusión aquí no la tendremos más allá de nosotros.
Pero apuesto de todos modos a que, como decía Ludwig Wittgenstein, mi pensar estimule en otros su pensar.