ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Por Oscar Tenreiro

Villanueva dice, continuando su escrito sobre el arquitecto: “…Todas las expresiones artísticas se realizan dentro de estructuras que les imponen condiciones que establecen las oportunidades y las premisas para su manifestación. Es más: la realización artística cobra vida precisamente del soporte natural, necesario, indefectible.
La altura expresiva está en relación directa con su penetración en el contenido de la situación histórica.
Para el arquitecto esta postulación es aún más rigurosa y verdadera…”

Con esta idea como referencia inmediata, podemos interpelar a mucha de la arquitectura de éxito que se construye hoy en día.

Ha quedado relegada la visión del arquitecto como héroe al estilo del personaje principal de “El Manantial”, la novela de Ayn Rand que causó furor en los cincuenta del pasado siglo. Pero sigue vigente y con más fuerza como referencia ética, la responsabilidad cívica. Y si aceptamos la idea del arquitecto como intelectual expresada también por Villanueva, no podemos prescindir de la necesidad de situarse y comprometerse con la “situación histórica”, con el contexto que “impone condiciones”.

Pero la situación histórica no es un ámbito delimitado por coyunturas locales o preferencias inmediatas, sino un conjunto de puntos de vista o modos de pensar vinculados a lo que ocurre en un tiempo histórico siempre complejo, múltiple, que exige profundidad cultural. Particularmente en los tiempos actuales, donde, paradójicamente, los regionalismos o las visiones localistas están obligados a confrontarse con lo universal, con lo planetario. Y digo paradójicamente porque esa exigencia, que podemos sin complejos llamar globalizadora, se plantea en momentos en que se reivindica en términos siempre un tanto revanchistas, la individualidad de la “nación”, de la “etnia”, de la familia de similares.

Comprender

Comprender la situación histórica significa pues desarrollar una mirada amplia, comprensiva, deseosa de conocer, que es precisamente lo que no parecieran buscar, o desear buscar, muchos de los arquitectos de éxito en el mundo actual.

No es anecdótico que me refiera a Peter Eisenman, quien con ocasión de su visita a Barcelona cuando el Congreso de la UIA de 1996, se presentó en una charla a cielo abierto, muy concurrida, con una camiseta del Barsa. Y no es anecdótico porque ilustra muy bien el nivel al cual suelen llegar estas estrellas en cuanto a su comprensión “del otro”, un nivel “deportivo”, que hoy por hoy tienen mucho que ver con comercio. Porque si nos atenemos a lo que este mismo personaje ha escrito en ciertas ocasiones vemos con claridad que para él lo urbano se agota en la opulencia del alto capitalismo asiático-occidental de cualquier signo y su discurso sobre arquitectura se enreda en honduras filosóficas excluyentes por lo arbitrarias y eruditas “light”, necesitadas de interpretación. Y a pesar de que desde esa postura logró construir en esa ciudad-símbolo que es Santiago de Compostela, demuestra que está muy lejos de ese “conocer” que antes menciono.

Se añora entonces la simpleza de un Wright, espontánea y natural, la parquedad de Mies, contenida y reflexiva, la profundidad cultural de Corbu que logra resonancias válidas en gentes de todo el orbe; e incluso, a pesar de que cedía a un cierto apetito de aceptación, la capacidad de sugerencia de un Luis Kahn.

Lo cierto es que escasea en el discurso de los exitosos la mirada atenta hacia los problemas de más de la mitad del planeta, presionados por el simple atasco político como el que aquí padecemos, o por la situación de precariedad típica de tantos países y comunidades pobres, pasando por el autoritarismo confesional islámico, las dictaduras asiáticas y esa gran interrogante que es la China continental. Se quisiera de ellos un poco más de pudor (o “temor de Dios” como le oí decir una vez a Bohigas) al pensar en el mundo.

Y se inventó un Monumento

Debo parar aquí porque los caraqueños tenemos que celebrar la instalación de un Monumento en la ciudad. Se trata de un “proyecto especial” salido de palacio. Donde todo, como siempre, va despacio, menos la retórica y el capitaneo. Es para una ciudad sin proyectos especiales aparte de algo que se agradece: pasar coleto y limpiar los lugares centrales por donde irían los dignatarios invitados al 19 de Abril. Porque la basura ha estado fuera del alcance ideológico hasta convertirse en un problema nacional.

Se inventa pues un monumento para conmemorar los éxitos y la reinvención de la historia. Inicialmente para la Plaza Bolívar (¿disminuir la Catedral?), pero la autocrítica lo lleva hasta tres cuadras más allá: La Plaza del Venezolano. Es un obelisco hecho por arquitectos de buen gusto. Poco claros ante la “situación histórica” y buena capacidad de adulación. Se instala con gran publicidad para celebrar los doscientos años del 19 de Abril y convertirlo en símbolo del Régimen.
Un obelisco por ser abstracto nos releva a los caraqueños de la amenaza de instalar figuras del gran líder (eso sería demasiado, los creadores lo saben). Y por ese motivo exige explicaciones. Se pinta de rojo porque piensan, oh ingenuidad, que el rojo “les” pertenece. Y de nuevo abunda la retórica sobre las cosas que creen que evoca.

Su condición abstracta permitirá conservarlo para el futuro sin problemas, aunque se haya colocado en un sitio que no le corresponde. Lo cual habrá que explicar cuando la pesadilla que se quiere homenajear cese. Para eso propongo un texto que podría ser tallado en una piedra colocada junto a su base.
Aquí yace el deseo de cambiar la historia.
Aquí yace el aplauso al Poder impuesto.
Aquí yace un episodio de la vida nuestra.
Que su imagen nos recuerde lo que dejamos atrás .

Este cuadro sin título de Mark Rothko (1.903-1970) nos recuerda que el rojo nos pertenece a todos. Y la Historia también.