Oscar Tenreiro / 15 Marzo 2010
Vivimos una realidad cultural y económica donde hacer arquitectura fuera de los circuitos comerciales es una tarea titánica. Donde el mérito importa mucho menos que las amistades interesadas o acunadas en orígenes personales. En el que los espacios para construir desde el ámbito publico están llenos de interferencias que condenan el edificios a mutilaciones, alteraciones, a quedar eternamente incompleto, a perecer como ruina prematura. O como ocurre hoy, reservados a los incondicionales políticos.
En un contexto así hay sin embargo nichos que aún permiten tener expectativas. Nichos que se agrandarán o se harán más numerosos en la misma medida en la que los que aspiramos a la democracia trabajemos hacia la desconcentración del Poder, exactamente lo contrario de lo que hoy promueve el Estado autoritario. Pero son pocos y sus recursos muy limitados.
En situaciones así un importante campo de actuación para los arquitectos es el de la publicación de sus propuestas o sus proyectos, realizados o no. Con la publicación puede alimentarse por un lado el debate preparatorio de mejores tiempos y también hacer del conocimiento de los demás imágenes de arquitectura, propuestas, en clave divulgativa y en sobre todo pedagógica puertas adentro.
Hace ya veinticinco años, recién terminado el proyecto de nuestra oficina para la nueva Galería de Arte Nacional de Venezuela (GAN), emprendí la tarea de publicarlo. En una nota que servía de prólogo, decía que la publicación tal vez sustituiría a la construcción. Y eso fue lo que ocurrió: el proyecto naufragó en ese mundo de interferencias que ha sido el nuestro. Pero me dí por bien servido pues la publicación permitió que el edificio adquiriera una cierta realidad como sugerencia, como coitus interruptus.
Publicar y distribuir.
Pero publicar debe ser parte también de un sistema organizado. En Venezuela se publica literatura gracias a editoriales nacionales o extranjeras y las obras se muestran en las librerías porque la distribución es parte del compromiso comercial. Pero publicar arquitectura ya es otra cosa: cada vez que uno se acerca a los ejecutivos de algún fondo editorial la actitud invariable es la de que para arquitectura (en el sentido que a uno le interesa, es decir para una arquitectura con raíces culturales sólidas y no necesariamente comercial), no hay dinero disponible, no hay mercado se dice. Y si uno consigue el dinero para imprimir, sin distribución el libro languidece en algún estante o depósito.
Sobre eso me hizo un comentario una vez Oriol Bohigas destacándolo como papel difícil del arquitecto en ciertas circunstancias: andar por ahí ofreciendo sus publicaciones tal como él lo hizo un tiempo con su revista Arquitecturas Bis, de impacto memorable durante los años setenta y primeros ochenta (1974-85). Contaba que cada vez que viajaba debía llevar en la maleta un cierto número de ejemplares para colocarlos en librerías. Y eso que se trataba de una revista promovida por gente tan respetada como el mismo Bohigas: Rafael Moneo, Federico Correa, Manuel Solá Morales, arquitectos e intelectuales de alto nivel. Se trataba, es cierto, de un momento español más modesto, donde se empezaban a abrir espacios para la arquitectura y una nueva visión sobre la ciudad y no se había llegado a los excesos de la última década, Porque hoy las revistas españolas están muy lejos de aquella modestia e interesan menos.
Indiferencia.
Se publican aquí revistas de arquitectura o de diseño con buena calidad de impresión, pero su línea editorial es pagar costos y ganar algún dinero. Las de diseño interior, actividad que en un mundo petrolero se mueve con fuerza, son de tan alta calidad de impresión como de contenido poco exigente. Y a sus dueños no les interesa la cultura arquitectónica. Si fuimos un país que en los cincuenta del siglo veinte diseminó con entusiasmo las ideas de la modernidad arquitectónica en revistas de la calidad de «Integral» o «A» la de Villanueva, hoy somos indiferentes a esa herencia. Un país donde se dieron obras pioneras como el Edificio Polar, ejemplos de vivienda colectiva como Cerro Grande o el Paraíso, que construyó la Ciudad Universitaria y el Hotel Humboldt, las casas de Fruto Vivas; donde floreció un movimiento vital y rico con apenas cinco decenas de arquitectos y cuatro millones de habitantes: seis décadas después, con quince mil arquitectos, 25 millones de habitantes y auge petrolero no puede financiar publicaciones de arquitectura fuera de lo comercial.
Hace poco me tocó toparme con esa indiferencia a raíz de haberle propuesto al Colegio de Arquitectos, la creación de un Fondo Editorial. El Colegio es otra cara visible de la crisis, aún sin respaldo legal completo, olvidado por los mismos arquitectos. Pero sus directivos tratan de relanzarlo y apoyaron la idea. Hicimos algunos contactos pero no fue posible encontrar un patrocinio efectivo. No había entusiasmo y se evitaba el compromiso.
Por esas razones, publicar un libro sobre un arquitecto de la relevancia de Jesús Tenreiro, resulta una empresa de extrema dificultad. La obra y propuestas de Jorge Rigamonti o Enrique Hernández, también fallecidos, que figuraban en el proyecto editorial, seguirán conocidas sólo por unos pocos. Y para los arquitectos en ejercicio activo las posibilidades son aún más limitadas. Hay que esperar un contexto más lúcido, más conciente de la importancia cultural de la arquitectura. E ignorar a los funcionarios culturales del régimen porque censuran los textos, designan prologuistas, controlan «ideológicamente», para probar que son fieles seguidores del Jefe. Que gasten pues su generoso presupuesto en regalos para los adeptos. Allá ellos, como decía Vallejo.