Oscar Tenreiro / 1 de mayo 2011
Tiempo atrás me sorprendió la carta suscrita por importantes arquitectos catalanes que rechazaban la idea de construir una torre de comunicaciones en Mont Juïc diseñada por Santiago Calatrava, famosísimo y joven (1951) arquitecto-ingeniero valenciano.
Pero la torre se construyó de todos modos y cuando la vi en ocasión del Congreso Internacional de Arquitectos de 1996, me pareció tan amanerada, tan kitsch, tan ajena a la calidad de lo que se venía construyendo en Barcelona, que pensé que el haberse opuesto a ella tuvo mucho sentido. Desde entonces, Calatrava ha multiplicado edificios y puentes por el mundo cual un Gustavo Eiffel de hoy. Y tendrá uno, un terminal del subway, en el Ground Zero de Nueva York, además de haber construido un conjunto de enormes proporciones en su ciudad natal, Valencia, la Ciudad de Las Artes y las Ciencias, que motiva este comentario.
Ya escribí aquí no hace mucho sobre la impresión que me causó el teatro de Opera, parte del conjunto. Un edificio cuya estructura impresiona, pero con presencia urbana casi caricaturesca. Es de admirar de él que haya sido posible compactar en ese volumen varias salas de distinto tamaño, de las cuales sólo pude visitar la de Opera, en una función de Aida de muy buena calidad musical, propia del alto nivel cultural de la ciudad. Pero la sala tiene una iluminación demasiado plana y reina en ella una visión del diseño (barandas, plafones, superficies) muy ordinaria, casi barata. Se sale desde el nivel intermedio de la audiencia a través de dos escaleras de caracol como de estacionamiento, pesadas y sin gracia alguna, para llegar a un lobby cuyo único interés es la bonita vista hacia el enorme espejo de agua del conjunto.
Maestría y obsesiones.
Opuesto al Teatro, de un lado, está el Museo de Ciencias, un enorme espacio conformado a base de pórticos tridimensionales en sucesión que crean un gran espacio longitudinal. Los pórticos siguen la obsesión de Calatrava, las formas óseas, y definen un volumen de varias alturas que alberga los distintos niveles del museo. Entre éste y el Teatro, está el Hemisferic, una cáscara metálica recubierta de fragmentos de cerámica blanca (como todos los demás edificios), ejecutada impecablemente, que contiene entre otras cosas una sala de proyecciones Imax y un Planetario. Es el elemento mejor logrado del conjunto, ejemplo de la gran maestría de Calatrava para cubrir espacios en los que la luz es protagonista. Inmediato al Museo un puente se encarga del tráfico vehicular que de otro modo cortaría el conjunto. En él, Calatrava cedió a la tentación de sus puentes suspendidos, para lo cual recurre a un mástil de más de 100 m. de alto que conduce los cables. Es de lamentar que no hubiera apelado al principio que usó en su hermoso puente peatonal para Venecia porque el mástil es definitivamente un estorbo, un problema, lo que nos lleva otra vez a lo de las obsesiones. Había lugar para más apoyos y para hacer la estructura inferior más liviana ajustándola a su rol de umbral. Porque por debajo del puente se llega al Ágora, un espacio para eventos deportivos aún semi-inconcluso, y finalmente el Oceanografic, obra de Félix Candela (1910-1997). A lo largo del trayecto entre el Agora y el Teatro van los estacionamientos superficiales para 900 vehículos y algunos locales de gobierno; y sobre ellos, a todo lo largo, una elegante pérgola de sección parabólica que cubre un jardín sobre losa. Se le llama el «umbracle», lugar de sombra, pese a que la pérgola no es lo suficientemente tupida. Los jardines están muy bien hechos y el lugar se usa para exposiciones. Desde el Teatro, casi hasta el puente (¿500 por 250 metros?) va el espejo de agua, que a pesar de su papel de reflejo de los edificios, plantea la justificación de sus enormes dimensiones y sus seguros problemas de mantenimiento. Es de lamentar la ausencia de árboles. Se sucumbió al deseo de hacer reinar los volúmenes a toda costa.
Andróginos.
He hablado de que la escala de este conjunto rebasa la de la ciudad, peca de exceso. Pero lo que me interesa destacar aquí son las analogías entre la obra de Calatrava y algunas de las super-estrellas de la arquitectura. Por un lado hay un constructor, por el otro un arquitecto, pero en ambos casos descontrol.
Para estos arquitectos el edificio es expresión de impulsos estéticos que juzgan autónomos, y los justifican con la coartada de la «innovación». Se afirman en una visión que imponen y los demás aceptan como personal e intrasmisible, rechazando exigencias de justificación externas a ella. En la que el capricho y la arbitrariedad dicen responder a un orden artístico superior. No hay en este contexto espacio para otra visión. Como la del ingeniero, no sólo como calculista sino como parte de la discusión sobre qué hacer. Pero las superestrellas son andróginas, ingenieros y arquitectos a la vez. No por entrenamiento sino porque todo lo que se les ocurre, tiene que ser construible.
A la inversa, el ingeniero o el constructor, por hábil y capacitado que sea, necesita complementar su visión con la del arquitecto. La obra de Calatrava delata su visión unilateral de la arquitectura, inteligente sin duda pero distante de valores esenciales como el cuidado de las escalas (muy evidente en Valencia), el balance entre los componentes del edificio, claridad de la organización, control de las proporciones, atención al grano fino…¡y cultura visual!. A su modo Calatrava también actúa como una suerte de andrógino porque incluye en sí mismo (se define como arquitecto-ingeniero) las visiones complementarias, que por esa razón, por actuar dentro de un mismo espacio psíquico, dejan de serlo. Ese es el problema de la Ciudad de la Cultura y las Artes, por espectacular que sea. Que lo es.