Cuando se habla del proceso de modernizar una sociedad se tiende a considerar sólo los aspectos físicos, prestándosele relativamente poca atención a la dimensión sociológico-cultural de la palabra. Desde ese punto de vista, un país como Venezuela podría considerarse en vías seguras hacia la modernización.
Pero los acontecimientos que hemos vivido aquí en los últimos años refutan ese supuesto. Y hay un terreno en el cual a un arquitecto de mayor de edad como quien esto escribe se le hace más clara esa refutación. Lo he tratado otras veces y lo menciono en la nota de hoy: la inexistencia de «un modelo normativo de las edificaciones públicas», algo que suena técnico pero que es de rango socio-cultural: la ausencia de tradición en la acción pública respecto a la arquitectura de las instituciones, recargada hasta ahora de taras populistas que han regido por al menos cuatro décadas y de las cuales hemos sido testigos.
Resulta incomprensible en efecto que en un país en el cual, ya en los años treinta del siglo pasado Carlos Raúl Villanueva construyó la Escuela Gran Colombia, una muestra de la voluntad de incorporar la arquitectura moderna a la acción pública desde su nivel más simple, confirmada unos años después en la construcción de la Ciudad Universitaria, sea hoy en día extremadamente arduo encontrar una voluntad siquiera similar a pesar de la inmensa cantidad de recursos que han pasado por manos del Estado.
Para nosotros los arquitectos la situación se presenta como un desfase entre la visión que tenemos de nuestra responsabilidad, en definitiva moderna, y las oportunidades que nuestra sociedad ofrece para la realización de esa visión.
Es en este preciso punto, que revela además la dimensión de nuestras carencias culturales, donde se destacan las grandes diferencias que existen entre un país como el nuestro y cualquiera, no ya del mundo desarrollado, sino incluso del ámbito latinoamericano. Porque la distancia que hoy existe entre lo que en el país se fue definiendo desde la muerte del dictador Gómez hasta la década de los cincuenta y lo que más de medio siglo después nos ocurre, demuestra que la modernización de aquellos tiempos fue en cierto modo una ficción Que a falta de otra explicación podemos provisionalmente, como he dicho otras veces, atribuirla a la condición de petro-estado, pero que no por ello deja de tener en nosotros consecuencias problemáticas.
Nos revela entre otras cosas la necesidad que tenemos de entender las razones y consecuencias del largo trayecto de ajuste de una sociedad en formación, a lo largo de nuestra experiencia de vida. Para explicarnos por ejemplo el sorprendente salto desde lo interesante y positivo hacia lo rutinario y mediocre, que se da en el desarrollo de nuestra arquitectura entre la década de los cincuenta y la de los sesenta del siglo pasado, salto que también afectó la actitud respecto al ejercicio de los más notorios arquitectos de ese tiempo.
Pero dejemos por el momento ese hilo de reflexión, complejo y necesario, para centrarnos en un aspecto del contenido de la nota de hoy: el problema carcelario.
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Son ya catorce años en los cuales un fenómeno político que se define como renovador, hubiera podido demostrar lo que debe ser no sólo una cárcel, sino una escuela, un hospital, una universidad, o un edificio de atención al público de cualquier nivel. Pero se ha mantenido apegado a lo peor de la tradición anterior a su llegada al Poder, a la visión populista de «más por menos», ajena a cualquier aspiración de calidad arquitectónica y urbana; que persiste hasta convertirse en la forma administrativa preferente de actuar desde lo público. Y los poquísimos casos (5 o 6 en catorce años) donde no ha sido así, no indican tendencia.
Y si se trata de las cárceles, no cabe sino estupefacción. Derruidas, deterioradas, insalubres, reparadas a retazos y de manera rudimentaria y torpe, sin mínimo confort, depósitos abyectos de seres humanos dentro de los cuales los Pranes (ver nota) construyen sus «suites», o se levantan techos improvisados, «ranchos» internos, para albergar más y más reclusos (ver fotografía de lo que queda de ellos en Uribana) o improvisados sitios de descanso (¿?) protegidos del sol inclemente. Basta poner en el buscador de Internet Uribana para que se pueda ver en imágenes la distancia que separa esta realidad de los niveles que se exigen en cualquier sociedad organizada. No hay muestra alguna en ellas de la ética redentora de la cual presume la revolución, como no la hay en cualquier imagen de una cárcel venezolana.
Los arquitectos hoy en lo más alto del Poder, si acaso muestran preocupación por un mejoramiento en ciertos aspectos de los que les atañe directamente, como afirmo en la nota que ocurre con la Misión Vivienda, proceden sin embargo en la concepción del programa y en los procesos de proyecto y realización con un grado de arbitrariedad que contraría cualquier idea de modernización. Conducta que revela y promueve el atraso aunque sus ejecutores se revistan de progresismo.
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Hablemos de nuevo de la conexión entre la violencia verbal y excluyente que se ejerce desde lo más alto del Poder venezolano con la violencia física cruenta, terrible como en el mundo carcelario, sumada a la que el crimen impone en todos los rincones de nuestro país.
Encuentro una cita esclarecedora en el libro Soldados del Tercer Reich, de Sönke Neitzel y Harald Welzer que mencioné la semana pasada: «Ejercer la violencia es una acción social constructiva. Mediante ella, sus agentes consiguen objetivos y crean estados de cosas: imponen su voluntad a otros, separan a los integrados de los excluidos, crean fuerza, se apropian de los bienes de los subordinados. Sin duda, la violencia resulta destructiva para las víctimas; pero sólo para ellas.»
Aquí, desde lo más alto del Poder, se ha hablado recurrente y sistemáticamente de guerra contra un enemigo que se opone a las virtudes esclarecedoras de la revolución. Y la reflexión que cito surgida precisamente de las situaciones de guerra, se nos presenta entonces llena de sentido. Nos descubre el por qué de la prédica bélica: se trata del recurso usado por los regímenes políticos autoritarios o totalitarios para hacer de la violencia un arma permanente. Se integra, por decirlo así a la doctrina, a la ideología del Poder, de modo natural. Se ve en ella un arma fundamental para construir el dominio sobre los demás. Eso hemos vivido los venezolanos hasta unos límites que mantienen al país en una constante crispación. No hay espacio para la confusión, a menos que se quiera ceder al chantaje que todas las revoluciones reales o ficticias practican, el del monopolio de la lucha por los desasistidos y los humildes, el de la resistencia «digna» frente a los «poderes imperiales».
Los venezolanos hemos sido víctimas sistemáticamente de una violencia que se ha querido justificar con el argumento de que es sólo verbal. Pero sus consecuencias son perfectamente análogas a las de la violencia física: ha conseguido objetivos y creado estados de cosas, se nos ha impuesto una voluntad, se nos ha separado entre buenos y malos, se han apropiado de nuestros bienes, convirtiéndolos en herramienta para apuntalar el Poder.
Y lo que viene ocurriendo, una y otra vez, en las infernales cárceles venezolanas es claro distintivo de un «estado de cosas».
EL HORROR CARCELARIO
Oscar Tenreiro / 2 de febrero 2013
La tragedia de la cárcel venezolana de Uribana a 400 kilómetros de la capital, tenía lugar mientras escribía la semana pasada sobre el tema de la violencia en nuestro país. Y no se trata de una casualidad porque la violencia carcelaria se ha convertido en cotidiana en esta Venezuela estrafalaria. El tráfico de armas hacia los penales, el de drogas, la extorsión, el ejercicio de tiranías internas por parte de mafias de reclusos regidas por los famosos PRANES (acrónimo de Preso, Rematado, Asesino Nato, según parece término acuñado originalmente en Puerto Rico), la corrupción de los guardias, las condiciones infrahumanas; todo eso ha convertido a las cárceles de aquí en una vergüenza de inmensa magnitud.
Si alguien lo dudase que piense en el número de reclusos muertos en motines diversos de los últimos seis meses: más de seiscientos, en un país cuyos burócratas se vanaglorian de haber eliminado la pena de muerte. Y en Uribana, casi un centenar entre muertos y «desaparecidos». Y pongo las comillas porque hay más de treinta desaparecidos…en una cárcel. No se sabe la razón, nadie lo explica. Y el asombro llega al máximo cuando uno de los presos rescatados grita, al ser evacuado, que habían enterrado gente dentro de la cárcel. Y la Ministra responsable dice, para que nos asombremos aún más, que nunca se sabrá la verdad de lo ocurrido. La crisis que vivimos se revela una vez más con toda su estridencia.
¿Hay espacio ante algo así para emprenderla contra unos medios que no han hecho otra cosa que dar la noticia usando los recursos que les son propios?
Porque ante una situación que pone ante nuestros ojos una vez más el nivel de deterioro de las instituciones venezolanas, lo lógico es dejar de lado el esfuerzo de justificar las conductas de los responsables recurriendo una vez más al enfrentamiento ideológico-político, en lugar de reconocer que han sido rebasados por la amplitud y complejidad de los problemas.
II
Es eso lo que me empeño en hacerle notar a quienes insisten en que Venezuela es un teatro de lucha entre una esclarecida revolución y una derecha negra e irresponsable. ¿Hasta cuando decir eso ante problemas que escapan a toda simplificación? Convertir cualquier debate en una lucha de contrarios políticos sirve para encubrir verdades pero no ayuda a la lucidez. Y menos aún a resolver problemas.
El tema carcelario exige muchas cosas que poco tienen que ver con la cuestión ideológica-política. Por una parte se impone la necesidad de definir normas de calidad, estándares, tanto para el manejo jurídico y administrativo-técnico de las cárceles, como para la de considerar seria y profesionalmente la cárcel como edificio, tema al cual le he dedicado espacio, siempre alarmado de que no se considere. Como se ha evadido entre nosotros toda discusión sobre lo que debe ser un edificio público.
Si hay una omisión grave de la revolución bolivariana ha sido el no haberle dado forma a un modelo normativo de las edificaciones públicas. Si uno pudiera reconocer, por ejemplo en la Misión Vivienda, el esfuerzo por mejorar la calidad del edificio, eso no se ha llevado a otros ámbitos de actuación, salvo en ejemplos aislados. Y en este caso pareciera obvio que los arquitectos en el Poder no han podido influir en los más altos niveles de gobierno para que se entregue a equipos profesionales idóneos la tarea de construir un Sistema Carcelario decente. Ocurre lo que ha sido característico de estos años: importa sólo sostener un Poder que se divide entre parcelas de responsabilidad sin comunicación entre ellas. Y así, la Ministra de Asuntos Carcelarios, sin formación profesional en la materia, asume a su manera la solución de uno de nuestros problemas más graves, adoptando el modo excluyente típico del Régimen, que le impide sumar voluntades. Pensar que fracasará es de simple lógica.
III
Vale recalcar que no hemos visto entre las declaraciones que la Ministra ha hecho, ninguna alusión al posible establecimiento de un plan general de construcciones carcelarias respaldado por algún equipo profesional conocido. Todo se maneja con el característico estilo de los últimos catorce años: secretismo, declaraciones esporádicas, muestras aisladas de actividad aquí y allá, rumores…un estilo que nada tiene de moderno en el sentido de uso correcto de los medios e instrumentos dentro de un marco jurídico claro. Venezuela sigue siendo manejada como una especie de hacienda ya no bananera sino petrolera, para nuestra humillación y no poco desespero.
Y resulta imprescindible en este punto hacerse una pregunta basada en lo que la semana pasada decíamos sobre los marcos de referencia. ¿Es posible dentro del marco de referencia político-social creado por el Régimen resolver in extenso el problema carcelario? La respuesta es un rotundo no. Toda la maraña de para-milicias vestidas de rojo, motorizadas y armadas, los colectivos con armas largas y uniformes que enfrentan a las policías, las milicias que exhiben su agresividad frente al otro, son grupos sociales creados o favorecidos activamente por el Régimen, que rozan el crimen, que mueven a su antojo los límites de la legalidad bajo la mirada protectora de la autoridad constituida. Y las prolongaciones de esta conducta hacia esos enclaves de criminalidad que son hoy las cárceles, vía contrabando de armas, intercambio de información delictiva y respaldo a los Pranes en el mantenimiento de territorios bajo su control, son públicos y notorios. La única manera de desmontar ese aparataje de ambigüedad ante el crimen sería comenzando con un abandono consciente de la práctica ideológica que ha construido ese marco. Y sabemos quien le dio forma y con qué objetivos. Ese es el problema mayor.