Cuando como estudiante en la Facultad de Arquitectura. Charles Ventrillon, querido profesor de dibujo que gustaba de formar corrillos con sus estudiantes para hablar de cosas que siempre nos interesaban, nos decía que lo que distinguía a Villanueva como arquitecto era la primacía que le daba al espacio entre todos los atributos de la arquitectura, me pareció que esa podía ser la explicación de impresiones que había tenido y que no alcanzaba a expresar con propiedad. Eran días en los que aún no estaba construido el nuevo edificio de nuestra Facultad que se inauguraría, si recuerdo bien, en los primeros meses de 1957. Pero ya me había podido pasear por los pasillos de la Ciudad Universitaria y por la Plaza Cubierta que anuda a la Biblioteca, el Rectorado y el Aula Magna. Había percibido ese peculiar fluir del espacio que desde cualquiera de los accesos va con uno, colándose bajo techos de muy diversas alturas trazados con geometrías múltiples que pierden presencia (a menos que uno detenga la mirada) gracias a la sensación de que se transita como llevado por una corriente que lo abraza todo. Esa prescindencia de límites marcados por la huella de volúmenes construidos de tan diversa importancia, cualidad que entonces, repito, me era difícil señalar con palabras, hoy me parece el mayor logro de ese lugar donde, además, el clima benéfico de esta ciudad puede disfrutarse y agradecerse. Y el transeúnte puede llegar hasta las puertas mismas de la Gran Sala, del Paraninfo, de la Sala de Conciertos, del Rectorado, de la Biblioteca sin que haya necesidad de pedirle permiso a nadie. Un problema de control sin duda, pero tan nimio que durante sesenta años ha podido manejarse con apenas dificultades.
Es una vivencia análoga a la que un par de años después, ya construida la Facultad y aún no inaugurada, tuve al recorrer su Planta Baja y pasar desde los bajos de la torre de aulas al hall de la zona de exposiciones y biblioteca o, en la dirección contraria, ir hacia los talleres; movimiento de un lugar a otro que se da también como si se navegara, sin cortes o saltos, en un continuo espacial en el que los distintos cuerpos del edificio no definen barreras, identificándose sólo con la mayor o menor proximidad de los techos y las columnas que los soportan, o con la presencia de paredes que estrechan o amplían. Lograba pasearme por allí cuando muy pocos lo hacían porque me las había arreglado junto a un par de compañeros para hacer un trabajo en el mismo salón donde los estudiantes de último curso, el de mi hermano Jesús, preparaban un trabajo para ser presentado ante la Bienal de Sao Paulo de 1957. Ellos disfrutaban de autorización para usar un salón entero, hoy ocupado por actividades administrativas, y tenían a su disposición todo tipo de materiales de trabajo hasta para hacer una enorme maqueta que nos producía una particular fascinación. El tema era una colonia obrera para las Minas de Carbón de Naricual en nuestro Edo Anzoátegui y quien dirigía el equipo como profesor era el mismo Villanueva, que visitaba todas las tardes el salón avanzaba críticas y hacía sugerencias para la ejecución de la maqueta (más densidad de verde aquí, fue una de las observaciones que recuerdo) ante el activo entusiasmo de todo el grupo, que culminó por cierto en un Primer Premio compartido con la Universidad japonesa de Waseda, una de las más prestigiosas de ese país.
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No recuerdo nada que pudiera interpretarse como presión política ni abierta ni a la sordina en el ambiente de la Facultad de Arquitectura cuando comencé mis estudios en 1955. Es verdad que era demasiado joven y mis preocupaciones giraban sobre todo en cuanto a mi capacidad para responder al reto de ser estudiante y haber escogido correctamente lo que habría de ser en lo sucesivo un tema central en mi vida. Demasiada tensión sentía en las primeras clases de modelado en barro con el profesor Iranzo, español emigrado, o de Dibujo a Mano Suelta que dictaba mesié Ventrillon, cátedras en las que por primera vez me enfrentaba a mi capacidad de hacer porque el Diseño se iniciaba sólo en Segundo Año. Eso, y las típicas cuestiones de tiempos adolescentes con la presencia preponderante del intercambio personal dejaban muy poco espacio de atención a lo que ocurría políticamente en el país. Prueba muy clara por cierto de que la dictadura poco se ocupaba de cualquier tipo de debate ideológico que no tuviera un carácter propagandístico más bien superficial o de penetrar de alguna manera los ambientes académicos, más allá de la «detección» de personas en actividades consideradas subversivas. Actividades por cierto que en esos años iniciales míos parecían bastante ocultas en el ambiente general, en el cual personas que ya en los tiempos democráticos fueron definiendo posiciones antagónicas parecían actuar de modo bastante libre de presiones internas o externas. Es así como por ejemplo Abel Vallmitjana (1910-1974) pintor, musicólogo e intelectual catalán de muy alto nivel que dirigía el Dep. de Extensión Cultural, hombre de izquierdas, republicano emigrado, trabajaba bajo las órdenes del Decano Willy Ossot (1913-1975) hombre nada militante en términos de política o de actitud personal, visto con benevolencia por la dictadura como para merecer un cargo (la Universidad dependía del Ministerio de Educación, es decir, carecía de autonomía) que cumplió con mucha dignidad. Y es que entre los profesores existían sin duda posiciones políticas cercanas o lejanas a las de la dictadura sin que eso se manifestara en persecución o presión aparente, tal como ocurría entre los estudiantes. Una situación que iría cambiando a medida que se agudizaban las contradicciones que explotaron en 1958.
En efecto, ya en 1957 se comenzaron a perfilar situaciones internas entre los estudiantes (y presumiblemente entre los profesores, pero no puedo dar fe de ello) que dejaban vislumbrar posiciones políticas capaces de producir tensiones, pero ellas nunca se manifestaron en términos agudos sino en los últimos meses de1957, cuando ya la situación general del país anunciaba el derrumbamiento del Régimen.
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Guillermo Morón (1926) historiador venezolano muy reconocido declaraba hace poco en una entrevista televisada que la dictadura de Pérez Jiménez sólo se metía «con los políticos» y que por eso mismo se diferenciaba de modo radical con nuestra dictadura actual, que ha invadido todos los niveles de actividad y ha intentado penetrar en todos los ambientes, atacando directa o indirectamente a todo grupo formalizado o no, institucionalizado o no, que se resista a esa invasión. No estoy totalmente de acuerdo con ello porque en tiempos de Pérez Jiménez se dieron muchísimos casos de represión hacia ciudadanos que no militaban en política pero que sostenían, como es lógico siempre, posturas políticas que ponían en duda la legitimidad del Régimen. Pero interpreto lo que dijo (lo cual por cierto expresó junto a muchas otras cosas muy ciertas y en gran medida irrefutables) en el sentido de que se trataba, aquella, de una dictadura que no tenía aspiraciones totalitarias como sí las tiene la que actualmente padecemos. El asunto puede ilustrarse de múltiples modos pero basta decir que pocos días después de la declaración de Morón, nada menos que el Ilegítimo presidente en funciones irrumpió en epítetos contra Morón a la vez que lo «invitaba» a debatir con uno de esos personajillos que rodean al Régimen y saben algo de historia.
La anécdota es muy reveladora; rige en Venezuela un proyecto político que quiere imponer a la fuerza (de esto no hay duda ya) una visión única de la realidad venezolana y por supuesto de nuestra historia; y cuando alguien dentro de los espacios que se dejan a la libre opinión (la televisora que trasmitió la entrevista es la única que disiente del Gobierno) hace sentir un punto de vista que refuta esas pretensiones totalizadoras, se pone en marcha todo el aparato comunicacional del Estado para erosionar esa opinión y contrarrestarla con sus fabricaciones ideológicas. Por eso las comparaciones entre esto de hoy y lo de hace más de medio siglo resultan tan descaminadas y falaces.
CONTEXTO Y ACCIÓN
Oscar Tenreiro
Continúo con el texto que comencé a publicar aquí la semana pasada en el cual abordo el tema del contexto político en tiempos de Carlos Raúl Villanueva. Expongo en él un punto de vista fundamentado en hechos y testimonios, sobre su actitud como arquitecto al servicio de una Institución pública en tiempos dictatoriales.
VILLANUEVA Y NOSOTROS (2)
Habría de venir luego del derrumbe de la Dictadura de Marcos Pérez Jiménez en Enero de 1958, una etapa venezolana caracterizada por la búsqueda de una institucionalidad democrática que retomara el hilo interrumpido en 1948. Propósito entorpecido por los sectores marxistas que luchaban con el discurso y la acción a favor de un desenlace revolucionario que si bien borroso en los primeros meses, aspiraba a seguir el modelo de la Revolución Cubana que llegó al Poder en Enero de 1959, justo un año después del cese de lo que parecía ser nuestro último autoritarismo.
El panorama se hizo políticamente muy complejo. Se cruzaron todas las tendencias y la supervivencia de los modos democráticos se hizo extremadamente problemática. Se llegaron a establecer focos de guerrilla urbana y rural y la controversia política se polarizó abriéndose no pocos episodios de violencia que generaron una inestabilidad que duró varios años.
Y en Villanueva se produce un cambio.
La persona de Villanueva en el sentido de Jung, su personalidad pública, asumió un talante crítico con lo que ocurría políticamente, sorprendente por su contraste con tiempos anteriores. Pasa de ser pasivo y cauteloso a asumir una muy discreta beligerancia en el debate universitario, conectándose con sectores marxistas que lo tomaron como símbolo de una actitud de rebeldía ante el establecimiento político de entonces. Fue lanzado sin éxito como candidato a Decano de la entonces única Facultad de Arquitectura del país, y los más inclinados a la fabricación ideológica insistían en señalar que su conducta de funcionario público dedicado a construir la Ciudad Universitaria era ejemplo de una modestia que entendía al arquitecto como parte de una acción pública en la que la visión personal daba paso a una colectiva para la cual el ejercicio privado era una concesión al ego, inaceptable y contaminada, imagen constitutiva de un capitalismo en decadencia. En resumen un moralismo interesado que quiso hacer de Villanueva lo que nunca fue. Moralismo cuyas resonancias aún persisten en el discurso de aquellos fabuladores de entonces que hoy intentan justificar el uso de las parcelas de Poder que les concedió la farsa política retro que hoy padece Venezuela.
II
Avanzo la hipótesis de que la aparente transformación de Villanueva fue dictada por dos asuntos principales. Por una parte, en un momento en el cual sobreabundó la justificación ideológica y se atacaba sin piedad a la dictadura última como fuente de todos los males, lo poseyó la mala conciencia respecto a su conducta anterior. Se produce así una curiosa inversión característicamente compensatoria. Se hace políticamente crítico cuando serlo no era más que una disidencia difícil. Una actitud análoga a la de las izquierdas radicales de los grandes países democráticos, que buscando preservar un prestigio basado en el cuestionamiento a los usos políticos predominantes, son acusadores en sus contextos locales mientras se mantienen silentes, pasivos, frente a los abusos de regímenes autoritarios en el resto del mundo que consideran ideológicamente aceptables. Una conducta que vemos con estupor e indignación los venezolanos de hoy porque funciona como aprobación y hasta estímulo a los abusos de nuestra dictadura actual.
Por otra parte es altamente probable que Villanueva en su intimidad (porque no lo expresó nunca abiertamente) se resintiese muy legítimamente de la tibieza del nuevo escenario político respecto a la conclusión de la Ciudad Universitaria, consecuencia de la visión populista de la acción pública que ya despuntaba. Se había interrumpido drásticamente la construcción de la Zona Rental, para la cual había proyectado una torre de oficinas con estructura de concreto de 52 pisos que había sido comenzada a construir en 1957. Las obras de la Facultad de Farmacia habían avanzado con marcada lentitud; las de Economía se detuvieron hasta ser concluidas luego de casi diez años; y sólo se mantuvo el ritmo de construcción que había sido característico de tiempos anteriores durante el primer año del nuevo régimen debido a la necesidad de terminar la Piscina Olímpica y el Gimnasio Cubierto para cumplir el compromiso de montar los Juegos Centroamericanos y del Caribe en Enero de 1959. Una muestra adicional de esa torpe indiferencia fue que nunca se concluyó el techo de concreto del Gimnasio Cubierto, cáscara de doble curvatura a la manera de silla de montar, calculada por Rodolfo Kaltenstadler; un edificio que aún hoy, cincuenta años después, languidece en un sitio prominente, en un costado de la Ciudad Universitaria, ostentando para nuestra vergüenza el mismo techo provisional. Pero lo peor de todo fue que se hizo común decir desde el Poder Político: que obras como la Ciudad Universitaria eran faraónicas o elefantes blancos; manifestación temprana de la trama de prejuicios que el populismo político ha hecho moneda corriente en la sociedad venezolana.
En resumen esa radical indiferencia y evasión de responsabilidades frente a una obra que ya se había convertido en el incuestionable monumento de la arquitectura moderna venezolana, tiene que haber afectado duramente a Villanueva. Justifica el resentimiento, si lo hubo; y desde luego, sin atenuantes, el rechazo a la ceguera de quienes actuaban como soporte político del nuevo estado de cosas.