ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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El mito del «chivo expiatorio» se refiere al acto ritual de sacrificar de modo cruento a un ser humano o un animal al cual se enviste de la capacidad de cargar con las flaquezas o las amenazas que se ciernen sobre la comunidad que realiza el rito. Ese sacrificio permitirá que esas flaquezas o amenazas se superen: la sangre del sacrificado expiará culpas o evitará desgracias. En su estudio tuvo un papel pionero James George Frazer (1854-1941), quien con su libro «La Rama Dorada» sacudió la opinión de su tiempo al establecer un vínculo entre magia y religión. El primer volumen fue publicado en 1890 y de allí en adelante hubo varias ediciones aumentadas y revisadas, o también condensadas como la última de 1922. Frazer sostiene que ritos de este tipo, que clasifica como «mágicos» están, junto a otros, en el origen de las religiones; y llegó a establecer relaciones que lo llevaron hacia el cristianismo, con Jesucristo como «chivo expiatorio» portador de los pecados de los hombres y por ello mismo sacrificado como el cordero de la tradición judía, relación que produjo intensas polémicas en la sociedad victoriana.

En realidad para nosotros hoy, sobre todo después del aporte de C.G.Jung en la misma dirección, las conexiones que establece Frazer entre magia y religión no sorprenden demasiado, pero eran objeto de mucha controversia en tiempos de la publicación de la edición condensada de la obra. Tanto, que Ludwig Wittgenstein, aproximadamente en 1931, se sintió impelido a refutar a Frazer en un opúsculo publicado mucho después de su muerte con el título «Observaciones a la Rama Dorada de Frazer», en el cual cuestiona la visión marcadamente positivista de Frazer, quien en diferentes partes del libro, citadas en el texto de W, tendía a menospreciar el aspecto simbólico-religioso en provecho de una visión científica autosuficiente que juzgaba «supersticioso» todo lo ajeno a ella.

Pero el mito tiene además una implicación cultural que ha sido destacada por Rene Girard a quien menciono en la nota de hoy.

Ese proceso de mimesis-sacrificio virtual como expiación se produjo en el caso de Le Corbusier. Se pasó de un aplauso de consenso relativamente general, a un rechazo también casi general y derogatorio. Porque resultaba exasperante y a menudo inexplicable la permanente insistencia de los tiempos posmodernistas en achacarle a Corbu responsabilidades que eran no de sus tesis o propuestas sino de la mediocridad y cortedad de muchos de los que se decían sus seguidores.

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Está por otro lado el tema de la etapa mimética a la que se refiere Girard, la cual en nuestro espacio disciplinar es sumamente corriente, aunque, como digo en la nota, ya hoy en día se haya borrado un poco por la gran diversidad de referencias que existen.

Recuerdo claramente como en relación a Luis Kahn, sus admiradores cultivaban toda suerte de asuntos distintivos que para ellos expresaban fidelidad al modo de hacer las cosas del maestro. Utilizaban el mismo tipo de lapicero de mina  muy gruesa (que los llamaban «broker pencil» en los Estados Unidos), usaban papel de croquis amarillo muy liviano como el que se empleaba en la oficina de Kahn; y hacían verdaderos esfuerzos para seguir el posible curso del pensamiento del admirado ante cualquier problema. No puedo olvidar a ese respecto cómo David Rothstein, arquitecto americano miembro del Joint Center Harvard-MIT que trabajó en el Plan Maestro de Ciudad Guayana y quien vivió un tiempo en Venezuela, me aleccionaba en relación a un tema de diseño impulsándome a hacer el tipo de preguntas que Kahn buscaba plantearse cuando se enfrentaba a un tema de arquitectura. Yo, demasiado joven para situarme con claridad ante la cuestión, no hallaba qué decir cuando David trataba de que me hiciera preguntas análogas a la famosa de «le pregunté al ladrillo lo que quería ser….etc. etc….» sin lograrlo y sintiéndome completamente inadecuado.
En el caso de Le Corbusier pasaba algo parecido aunque quizás menos acotado.

Influido por los pequeños croquis de Ronchamp, traté de llevar a mis estudiantes cuando yo era apenas un jovencísimo profesor, a hacer pequeños dibujos sobre lo que pensaban construir en un pequeño terreno elevado en La Victoria (ciudad cercana a Caracas) donde debían resolver, precisamente, una capilla. Ansioso por emular al maestro, o mejor dicho, porque los estudiantes lo emularan, pasaba por alto del modo más improvisado que los croquis de Ronchamp eran resultado de décadas de reflexión sobre temas de arquitectura y además el producto de una sensibilidad única, irrepetible. Se me escapaba totalmente considerar el peso de la experiencia, de la formación de un punto de vista, el conocimiento constructivo, la cuestión estética y muchísimas otras cosas como destreza en el dibujo, capacidad de observación y expresión: eso que el estudiante aventajado y hábil sustituye con la capacidad de copiar, de repetir lo que ha visto, de aproximarse de modo superficial a modelos que están en boga.

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Una muestra anecdótica de cómo los prejuicios convirtieron a Corbu en chivo expiatorio la tuve no hace mucho en Berlín cuando mi mujer y yo comíamos en un restorancito en el centro mismo de la vieja ciudad, muy cerca del restaurado edificio del Ayuntamiento, al lado de una pareja de alemanes de mediana edad. En un momento dado se inició una conversación y al mencionarles que mis conexiones con la parte vieja de la ciudad eran la secuela de un trabajo sobre Corbusier y Berlín que había hecho poco tiempo atrás, el marido se explayó en todo tipo de argumentos que hacían a Corbu culpable de los males de las ciudades modernas. Feliz, entonces, de que las ideas de Corbu no hubiesen encontrado eco en la capital alemana. Quedé sorprendido pero a la vez recordaba las reglamentaciones que se establecieron para la reconstrucción del centro de esa ciudad, extremadamente conservadoras y promotoras de un estilo, una «Berliner Architektur» que pretende expresar el «espíritu berlinés», algo tan discutible como ideológicamente recargado.

Pero así ha sido el destino de la memoria de Corbusier: una mezcla de justas diferencias de enfoque con una lista de prejuicios fundados sólo en las apariencias.

Lo cual se ejemplifica muy bien en la actitud del crítico de arquitectura del New York Times, Michael Kimmelman, en la edición del 18 de Junio, (ir a este Link para algunas imágenes de la muestra (https://www.youtube.com/watch?v=i5z_bYoCl8U) a propósito de la exposición sobre Corbu que se abrió en el MOMA neoyorquino, un buen ejemplo de cómo esa conversión del admirado en receptáculo de todos los males, ha penetrado fuertemente en las mentalidades contemporáneas. Porque Kimmelman comienza la recensión de la muestra diciendo que la actitud de los curadores (Jean Louis Cohen, francés y estudioso de la obra de Corbu y Barry Bergdoll, curador de Arquitectura del Museo) al colocar al comienzo un texto donde habla del amor a la naturaleza del arquitecto, es provocadora dando con ello a entender que le falta objetividad. Nada distinto a lo que en general ocurre en la gente, que olvida lo que muy acertadamente escribió Nietzsche y he repetido muchas veces: «los defectos de un gran hombre son los defectos de su tiempo».

TODO LLEGA AL MAR (III)
Oscar Tenreiro
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 29 de Junio de 2013)

He comentado alguna vez aquí que hace ya tiempo leí en Unamuno a propósito de España y los intelectuales españoles de su tiempo, que la admiración hacia alguien importante se manifestaba como una suerte de mimetización que llevaba al admirador, de ser una persona que sigue atentamente las enseñanzas de otra, a convertirse en el otro. Decía, aludiendo al entusiasmo por Henri Bergson (1859-1941), que sus seguidores más apasionados no amaban a Bergson sino que se convertían en Bergson. Son Bergson, decía Unamuno.

Hace poco, he sabido de la tesis de René Girard, también filósofo y francés como Bergson, pero vivo y bien (1923), radicado en los Estados Unidos, y además crítico literario e historiador, expresada principalmente en su libro de 1982 «El chivo expiatorio». Habla Girard de la presencia en las sociedades modernas de ese mito arquetipal que afecta a las personalidades centro de la admiración colectiva haciéndolas objeto de un deseo mimético que lleva al admirador o seguidor a metamorfosearse en el admirado, a hacerse él como decía Unamuno, para un tiempo después, cuando el tiempo ha hecho su trabajo, convertirlos en culpables de todos los problemas atribuibles a sus enseñanzas para así proceder a sacrificarlos, exterminarlos y con ello borrar los pecados cometidos por quienes fueron fieles a su legado.

He citado otras veces aquí ese punto de vista de Girard a propósito de los grandes arquitectos que pudieran llamarse fundadores de la tradición moderna, con el propósito de reflexionar acerca de cómo funciona esa especie de hechizo que ejercen en los simples mortales las grandes figuras, tal como me ocurrió a mí durante años que hoy considero juveniles. Un hechizo que puede tener las más positivas consecuencias si se convierte en un modo de intensificar el conocimiento; y muchas negativas si se rigidiza y congela en la imitación y, precisamente, en el mimetismo, en pretender sentir y actuar como el admirado.

II

Esta mimetización es muy típica en los arquitectos. En mi tiempo había quienes eran Mies o Wright, y un tiempo después Kahn o Aalto; o quienes como yo, éramos Corbu. Pero hoy ella se diluye un tanto porque ya no se trata de un pequeño grupo de admirados sino de una especie de panoplia de modos de hacer o giros de lenguaje que abarca a la larga lista de exitosos del mundo editorial, demasiado numerosos porque caracterizan un tiempo histórico obsesionado por la diversidad. Hay para todos los gustos, podría decirse, asunto que subraya el nivel de frivolidad y superficialidad en el que hoy se mueven las preferencias, como oposición a lo que ocurría hace cuatro o cinco décadas cuando las miradas se concentraban en unas pocas y sobre todo en las personas que las producían, en quienes con su pensamiento,  veían con mayor claridad los grandes problemas.

En todo caso, hablando de Le Corbusier, es fácil constatar cómo fue pasando desde las primeras décadas del siglo, de ser un centro de atención que respondía a múltiples miradas, a convertirse en el odiado portador de los mayores males de la modernidad entre los setenta y los noventa. Ya en momentos de su muerte se había iniciado una revisión de su filosofía que logró convertirlo en objeto de todos los reclamos y quejas sobre los excesos de una arquitectura y un modo de ver la ciudad que se suponía directamente asociado a su pensamiento. Ya he escrito aquí cual había sido mi impresión sobre el modo como lo veían los arquitectos franceses en los primeros sesenta, visión por cierto análoga a la de los arquitectos norteamericanos respecto a Kahn un poco después, como pude comprobarlo en 1965 en un Congreso de Arquitectos realizado en Washington. Y ya a comienzos de los setenta lo que era más que todo envidia se había convertido en posición razonada.

III

No puedo negar, acercando estas reflexiones a las anteriores sobre mi relación con el maestro suizo-francés, que me afectó un cierto grado de mimetización, pero puedo decir ahora que lo que veía en él, más que un creador al cual yo debía imitar, era a un pensador que se había esforzado no sólo por establecer bases disciplinarias que eran conocimiento expresado en unos principios que me parecían irrefutables, sino por reflexionar sobre el hombre, la sociedad moderna, y los valores del arte y la arquitectura.

Este no es el lugar para decir cuales eran esos principios, pero sí para mencionar que más allá de los aspectos estrictamente disciplinarios, mi fascinación por su legado era originada sobre todo por su deseo de universalidad; su visión de la arquitectura como un instrumento de cambio social, modificadora y promotora de nuevos patrones de comportamiento; su idea de la profesión de arquitecto como un sacerdocio secular; su amplia cultura expresada en una visión del hombre profunda, completa, en la cual se incluyen sin prejuicios todos los modos de aspirar a la trascendencia y entre ellos el religioso; su visión de artista que ve al arte como alimento de su impulso vital y por supuesto de su arquitectura; y su deseo de que la arquitectura se convirtiese para el ciudadano común en parte reconocible que se cultiva y atesora como patrimonio de todos.

Pienso que son sobre todo esos valores, muy en segundo plano entre los arquitectos del espectáculo del momento actual, sumados a una mirada menos prejuiciada, lo que justifica la actual exposición sobre su obra que se abrió hace dos semanas en el MOMA de Nueva York titulada «Un Atlas del paisaje moderno». Veremos si nos es posible visitarla, pero basta decir que ella representa un ajuste de cuentas indispensable por parte de esa institución que tanta cosa deleznable y carente de interés ha presentado en las dos últimas décadas. Nos complace el esfuerzo por recuperar el equilibrio.

*Leyenda de las fotografías
Algunas fotos de la obra de Le Corbusier. Las de Ronchamp y Chandigarh son de Carlos Pita, arquitecto gallego, las demás nuestras.