Era 1961 y llegué primero a Arica para seguir después hasta Antofagasta pasando por Tocopilla e Iquique. Pagaba mi viaje la Corporación de la Vivienda de Chile, donde había sido aceptado como pasante-becario, es decir sin sueldo, sólo mi beca de la UCV y en Iquique debía visitar el terreno donde había proyectado dos pequeños bloques de viviendas, mis primeros trabajos como arquitecto. Antofagasta era en esos tiempos una ciudad muy modesta, más bien apagada, donde no parecían suceder demasiadas cosas. Poco recuerdo lo que hice durante el primer día, pero sí mi visita al conjunto Salar del Carmen que me dejó una grata impresión. Ya supe entonces que el arquitecto responsable era Mario Pérez de Arce que entonces tendría 44 años de edad (yo tenía 21), una joven representación de la arquitectura chilena de entonces. Pero lo había olvidado y tuve que recurrir a mi colega chileno Vladimir Pereda (tal vez la única relación activa que tengo con el Chile de mis primeros amores en el 60 y 61 del siglo pasado) para que me lo recordara, cosa que hizo, hablando además con mucho afecto de este caballero, Premio Nacional de Arquitectura de Chile, con quien, además, Vladimir trabajó un tiempo.
Es un conjunto de casas en hilera que se asientan sobre el plano inclinado árido que es fragmento del muchísimo mayor desierto que allí comienza. Ello obliga, al nivelar la planta baja de las viviendas de dos pisos, desarrolladas en torno a un patio, a construir sobre-cimientos que agregan un costo adicional a las unidades, además del que suman los muros divisorios que comprenden toda la profundidad de la vivienda. Ya sobre eso me alertó alguno de los ingenieros participantes en la obra y, al regresar a Santiago, uno que otro de mis compañeros arquitectos del Taller Zona Norte, donde trabajaba. Esas llamadas de atención fueron para mí una temprana muestra de la burocracia rutinaria oponiéndose a cualquier intento de cambiar esquemas. Ella terminaría triunfando, como siempre; lo demuestra el grueso de lo que siguió construyéndose en Chile.
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Entre las cosas más interesantes está la organización de la casa. Se entra por un zaguán entre dos estancias, para, desde el patio, llegar al salón o subir a las habitaciones. Un esquema de casa romana, como pude comprobar hace muy poco en una visita al Altes Museum de Berlín (muestro aquí una foto) donde se exponen una serie de maquetas correspondientes a excavaciones cuya localización no recuerdo.
El material utilizado es el bloque de concreto, pintado de blanco, cuya porosidad no constituye problema alguno en una zona de clima seco. Las ventanas son pequeñas para reducir el exceso de luz con celosías que la tamizan; y en los patios se incluyó una pérgola de sombra que recuerda las «enramadas» de nuestra vivienda tradicional.
Y cabe comentar el clima de la zona, que resumiría (viajé en tiempos primaverales) como de días soleados que pueden ser calurosos, temperados por el frío mar, y noches mucho más frescas, hasta frías (en invierno un frío más que tolerable). El sol y la sequedad son los protagonistas.
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Desde Antofagasta, haciendo auto-stop, avancé tierra adentro. En San Pedro de Atacama, aparte de deambular por el pueblo, visité el modesto y valioso Museo que el padre Gustavo Le Paige S.J, (1903-1980), quien fue mi guía en la visita, había formado a partir de sus búsquedas personales. Museo que hoy lleva su nombre y tiene sede propia y formalizada en una arquitectura digna de ser olvidada. Ya en 1993, Febrero, Glenda Kapstein (1939-2008) arquitecta chilena a quien habíamos invitado a visitarnos aquí para exponer su muy valiosa Casa de Retiro, precisamente en Antofagasta, me había mencionado que construirían esa sede, el arquitecto era otro. Y menciono a Glenda para aprovechar de reconocer públicamente que fue ella quien inscribió en mi conciencia y en la de muchos que la escucharon en sus charlas, el concepto de «espacio intermedio», lugares de la arquitectura que no son ni interior ni exterior, vitales para la dinámica de vida en geografías donde el sol reina de modo permanente. Lo acuñó y razonó por escrito en un trabajo con ese nombre, como consecuencia de su experiencia en el Norte chileno. Una noción fundamental para nuestra arquitectura que no ha dejado de acompañarme. Un término que resume una característica esencial, una exigencia podríamos decir, para una arquitectura enraizada en nuestro medio natural.
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Mis Kodachrome de 35 mm. pues, que me empeño en digitalizar de modo más o menos sistemático, me están llevando hacia cosas de importancia personal, que creo de interés para otros. Las de esa visita al lejano Norte de un país del lejano Sur, pese a que las fotos estaban sobrexpuestas no sé si a causa de la cámara o de mi torpeza, me permiten dejar constancia aquí de la nobleza de esta tecnología Kodak de origen imperial, ya hoy vieja pero asombrosamente efectiva que me ha permitido rescatar imágenes que parecen de ayer mismo.
Y esa modestia asoleada, rústica, pobre y artesanal que encuentro análoga a la de las aldeas nómadas de nuestra costa Caribe, estas últimas efímeras y mucho más improvisadas, sin vocación alguna de permanencia, me hermana con esa región chilena, me la acerca en el afecto, podría decir. E insisto en lo que digo en la nota de hoy: muy difícilmente la asocia uno al estereotipo de una chilenidad expresada en escena artificial, en escenario. Porque uno olvida, me parece que los chilenos también, que ese país tiene 2500 (o más) kilómetros de largo y va desde los bordes (no hablo de la Antártida chilena) del Círculo Polar de allá abajo, hasta los 18 grados Sur, o sea un espejo de San Juan de Puerto Rico, nada más ni nada menos que el mismísimo trópico (el Trópico de Capricornio está a 23 grados Sur y algo). Así que cuando los chilenos hablan despectivamente de lo tropical (cosa que hacen con harta frecuencia) deberían tener en cuenta de que su crítica alcanza directamente a sus coterráneos del Norte.
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¿Y qué importancia pueden tener para quien hace arquitectura en condiciones en la que es un logro difícil lo que debería ser consenso general, cuando se hacen esfuerzos para conocer un medio natural, una cultura, unos antecedentes, unas consecuencias; qué importancia puede tener, repito, el discurso puntual de un buen hijo de la alta civilización que habla para una galería muy selecta? Poca, y la poca que tiene no vale casi nada, parafraseando el famoso chiste sobre la cortesía brasileña. (Hago esta pregunta refiriéndome a la nota de hoy en TalCual, que está más adelante)
No es con ese tipo de visiones como quienes habitamos este mundo difícil y siempre, siempre contradictorio, reuniremos razones para continuar. Se siente uno mejor viendo imágenes que recuerdan la increíble diversidad del mundo que habla nuestro lenguaje, diversidad que a veces no reconocemos del todo pero que nos asedia resaltando nuestros contrastes. Hablo de un continente, de un espacio cultural, de una zona de encuentros que no debería estar oculta por las ansiedades que nos impone un modo de ver la cosas que quiere ser inteligente, que perdona vidas, y se revela en fin de cuentas vacío.
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Una cosa final: en una de las fotografías que anexo se ve un par de muros de piedra escalonados que bajan por la tierra árida, de trayectoria recta que termina en una ligera curva, con el océano al fondo. No sé lo que es. Lo olvidé si me lo explicaron hace cincuenta años. Propongo algunas hipótesis que sería largo explicar. Pero me asombra ese gesto, en ese lugar. ¿No es incomparablemente más hermoso que las lonas efímeras del muy famoso Christo que tanto es celebrado?¿Que las «instalaciones» típicas de alguna Bienal de Arte?
HARVARD 2013 / ANTOFAGASTA 1961
Oscar Tenreiro
(publicado en el diario TalCual de Caracas el 31 de Agosto de 2013)
En estos días leía una entrevista a Iñaki Ábalos, el arquitecto español recién nombrado Director del Dep. de Arquitectura de la Graduate School of Design de Harvard (antes lo fueron también dos españoles José Luis Sert y Rafael Moneo) y me quedó la misma impresión que me dan la mayor parte de los arquitectos exitosos de hoy: muchos lugares comunes, arrogancia, comodidad en sus tronos de elegidos. Hablan centrados en una visión demasiado complaciente de ellos mismos, su audiencia la ven exclusivamente en el Primer Mundo, el que los contrata; ansiosos de novedad, informados, al día, la moda les da la clave de su lenguaje (termodinámica es la palabra preferida de Abalos)… y se sitúan muy lejos de una cultura profunda, reflexiva, consciente de las complejidades del mundo y de que no todo se agota en un campus de la Ivy League.
Y nada dicen que no esté en las revistas de fin de semana: representan bien el vacío del mundo actual y pagan la factura que el mundo que habla inglés pasa por otorgar reconocimiento. Factura que paga hasta el más pintado porque ¿sabían ustedes por ejemplo que el Ex-Alcalde de Londres, del ala izquierda del laborismo británico, Ken Livingstone, es curruña de Richard Rogers? ¿Y que el Ausente, como quería, precisamente, reconocimiento (lo nombró asesor para asuntos urbanos y hasta le regaló 23 millones de dólares en combustible para los pobres), aceptó su recomendación de darle al pana Rogers un proyecto aquí? ¿Y que no le preguntó si era de oposición o si apoyaba a los Castro, cosa que sí nos preguntan a los que nacimos aquí? ¿Y que le pagan en dólares exentos de control de cambio? Si, esas son las debilidades de nuestro régimen nacionalista y endógeno. Por lo que no debe extrañarnos que un español que desea reconocimiento para calzar bien en su nuevo cargo, quiera halagar a su audiencia primer-mundista.
II
Acababa en esos mismos días de digitalizar unas viejas fotografías (de hace cincuenta años) de los tiempos en que iba yo descubriendo una parte de nuestro mundo americano, en las antípodas de nuestra geografía, Chile, que tiene un Norte que es el opuesto a todo lo que uno asocia a ese país. Un desierto que se inicia desde el mar de corriente helada que viene desde el Antártico y sube hasta el pie mismo de Los Andes. Donde por supuesto no llueve, como en todo ese litoral que sube miles de kilómetros mucho más al norte de Lima, donde tampoco llueve, pese a los versos de Vallejo (…Esta tarde en Lima llueve. Y yo recuerdo / las cavernas crueles de mi ingratitud…).
Y cerca de Antofagasta pude tierra adentro, subiendo por el inmenso plano inclinado que llega a más de 2000 metros de altura, transitar por el Desierto de Atacama, el más árido del planeta, hasta llegar a un pueblo extraordinario mínimo, seco y ejemplar, San Pedro de Atacama, al borde del Salar del mismo nombre, donde pasé una noche en un cuarto de techo de paja. Me parecía sentir, desde el borde del desierto extendido hasta el horizonte donde comenzaban a erizarse los picos andinos, algo similar a lo que me ha producido siempre la contemplación opuesta, la de la planicie del océano, sobre todo el de aquí, calido y caribe. Contacto y contemplación que selló mi infancia y la de mis hermanos.
Y allí, en los suburbios de Antofagasta, recorrí un desarrollo de viviendas en fase de terminación, que aún hoy, al re-vivirlo en las viejas fotos, me produce admiración: el conjunto Salar del Carmen, del arquitecto chileno Mario Pérez de Arce Lavín (1917-2010).
Una arquitectura producto de los criterios más permanentes de la visión moderna de nuestra disciplina, respuesta derivada de la comprensión del medio natural y la inteligencia en el uso de recursos que responden a asuntos esenciales: superficies exteriores desnudas, ventanas que tamizan la luz, techos planos y patios internos con pérgolas vegetales (de bambú o algo parecido a la caña amarga nuestra), porque no llueve, porque el sol es intenso, porque el patio es génesis de la vida de la vivienda, porque el blanco refleja el calor del sol.
III
No hay aquí pretensiones termodinámicas ni deseo de aparecer en reseñas de lo novedoso, sino sentido común, inteligencia, oficio, y la gota de perfume que mencionaba Rafael López. Y el resultado es de una sorprendente contemporaneidad, hasta hacerlo a uno recordar esa especie de obsesión que anida en todo el que hoy quiere recibir atención en estos tiempos de remisión de lo espectacular, de practicar una estética minimal de volúmenes exentos y desprovistos, interiores despojados y superficies agujereadas por ventanas sin marcos. Y abona a favor de lo que digo el hecho de que el trabajo posterior de Pérez de Arce, poco tiene que ver con Salar del Carmen, lo cual subraya que esa arquitectura es resultado y no imposición de un lenguaje.
Y no puedo dejar de decir algo a favor de que en esos tiempos ya distantes se haya podido construir en Chile para las mayorías aceptando el rol dignificante de una buena arquitectura. Establezco conexiones con la Unidad Vecinal Portales, construida en Santiago entre 1958 y 60, de Valdés, Castillo y Huidobro, que tanto nos interesó unos meses antes de mi visita al Norte desértico, a Jesús Tenreiro y a mi. En ambos casos, he sabido, el uso abusivo y la falta de trabajo social y control comunitario hizo de las suyas para degradar y deteriorar, pero no creo que ese factor, común en los desarrollos de interés social en nuestro continente, alcance a disminuir el valor de lo que se realizó.
Aquí entre nosotros los ejemplos en que se le dejó entrada a la arquitectura son de una escasez que lo dice todo en cuanto a la incomprensión de nuestra disciplina por parte del populismo. Y no hemos tenido los recursos culturales para contrarrestar ese peso, como sí los ha tenido Chile.
Leyenda de fotografías:
Siguen fotografías de Salar del Carmen, luego las Casas Romanas y las del Desierto de Atacama y, finalmente, una imagen de Internet, no muy buena, de la Casa de Retiro de Glenda Kapstein