Oscar Tenreiro / 9 de Noviembre 2013
Algunas personas me escribieron acerca de mi decisión de apartarme temporalmente de las páginas del diario TalCual. A todas ellas les agradezco sus palabras, en general cargadas de estima por este esfuerzo semanal. Y ante lo que me dicen no puedo sino argumentar un cierto cansancio, asociado tal vez a un toque de desesperanza que, afortunadamente se borra. Y uno prosigue.
Un amigo mío fallecido me decía una vez con cierta sorna que veía en mí a una especie de predicador. Podía referirse a una de esas personas que en el medio de una vía pública deciden pronunciar discursos oídos con atención sólo un por unos cuantos paseantes que se agrupan en círculo para distraerse oyendo cosas pintorescas. Debo confesar que muchas veces, en medio de la situación venezolana, me he sentido como uno de esos solitarios. La preocupación general, la más evidente, la que se siente a flor de piel en cada quien, es la de reunir suficiente paciencia para esperar que la tragicomedia que padecemos termine de derrumbarse pacíficamente, con la fuerza de la voluntad individual expresada democráticamente. Ese es, al menos, el guión más reconocible, el más aparente, el que se ha convertido (felizmente) en consigna pública y en modo ostensible de proceder por parte de una dirigencia democrática que ha demostrado un cierto grado de lucidez. Pero es un guión que en muchos casos se superpone a regañadientes sobre impulsos personales, desordenados, incontrolados, hasta primitivos, de que algún evento borre con violencia, aniquile esta absurda situación que venimos viviendo. Se respira entonces, en casi todos los ambientes, una sensación de incomodidad, de queja, de reclamo, de no poder contestar preguntas importantes, que parece un llamado permanente a la frustración.
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Pero no estamos frustrados, seguimos teniendo las mismas esperanzas a pesar de que el tiempo pasa demasiado rápido. Es cuestión de la edad, las semanas parecen evaporarse y no puedo sino recordar mis tiempos de niño cuando un año era una eternidad. Pero aún así, el asunto es dramático para todo el que trata de abrirse paso en una situación como la nuestra. Vemos como se dilapidan enormidades de recursos en toda clase de despropósitos destinados a no dejar otra huella que el despilfarro y nos invade ya no la frustración sino la indignación. Una indignación que no se expresa en consignas o ruidosas concentraciones registradas por los medios sino que teniendo dirección precisa, la de rechazar la anti-democracia, se enfrenta a toda clase de recursos represivos que mantienen la apariencia de normalidad. Es una indignación que rechaza la incoherencia, el atropello a los derechos, a la mínima racionalidad. La que en mi caso, por ejemplo, me hace lamentar que nuestro proyecto de hace unos tres años, una escuela inserta en uno de los barrios marginales de la ciudad de Caracas, provista no sólo de facilidades para la docencia sino de modestos espacios públicos que traerían un mejoramiento radical en una zona muy necesitada, muestra además de un principio importante, el de tomar la arquitectura de las instituciones como palanca o instrumento para el mejoramiento de los sectores marginales donde se construyen; que ese proyecto, repito, no haya podido construirse. Pese a que responde a una ingente necesidad colectiva, es torpedeado e impedido con tácticas dilatorias, abusivas por parte de la autoridad central por el solo hecho de ser iniciativa de un sector político de oposición. ¿Cómo no sentir indignación? Y más aún ¿cómo entender que eso pueda ser considerado «política revolucionaria» digna de alguna clase de aplauso?
Esa pequeña muestra de absurdo, de intransigencia antidemocrática, de mezquindad e hipocresía convertida en política de Estado es lo que alimenta la indignación e impulsa a la frustración. Una línea de actuación desde el Poder que es aceptada en silencio por gentes que se jactaron en el pasado de ser defensoras del avance político y social.
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Es en esas condiciones en las que se da nuestro trabajo de arquitectos. Sólo se salvan del impacto de esta situación manipuladora y perversa ciertos nichos que tienen un alcance mucho menos significativo y que en una sociedad como la venezolana, poco estructurada, en constante adaptación a las circunstancias, han podido ser preservados. Uno de ellos, la inversión privada que siempre progresa en brazos de la oferta de servicios comerciales beneficiada por los excedentes petroleros y mantiene activo a un sector mientras el mayoritario se hace dependiente de cargos públicos, de oportunidades menores, de una disciplina de subsistencia que mantiene, sobre todo a la gente joven, en un escenario de estancamiento que impulsa a decenas de miles a salir afuera, aún en tiempos de crisis internacional.
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Intercambiar ideas sobre arquitectura y ciudad, expresarlas incluso, en un contexto no democrático, es siempre un ejercicio destinado a parecer vacío, sin impacto real, sin asidero. Eso es sobre todo cierto hoy en día cuando, universalmente, los temas principales de la democracia parecen haberse convertido progresivamente en referencia indiscutible. Es por eso que nos asedia la sensación de inutilidad, que es, como ya he dicho varias veces a propósito de mi estado de ánimo, paralizante, cuando se trata de adelantar la labor que me he impuesto ya por años. La he complementado, y eso me ha sido grato y necesario, con referencias claramente personales en clave de memorias, de crónica, de vivencias propias, singulares. Lo seguiré haciendo aquí a tono con lo que me dicte el deseo de comunicar.
Y pido excusas de antemano si a veces lo que expreso parece surgir de nostalgias o de algún tipo de añoranza. Porque más que eso se tratará de trasmitir el sesgo que está contenido en vivir en estos lugares del mundo. Hay allí en ese sesgo muchas cosas de importancia que pasan desapercibidas en el mundo general del debate cultural prevaleciente, incluyendo por supuesto el de la arquitectura. Porque lo que circula como si se tratase de lo importante en los medios de comunicación en casi todas partes. es tan absurdamente unilateral, es tan claramente una visión exclusiva de las preocupaciones del Primer Mundo, que se hace necesario darle presencia clara a las perspectivas que nos son propias, que en fin de cuentas están mucho más próximas al mundo en general que todo lo que parece ser noticia importante.
Una amiga me escribía hace poco un tanto desconsolada porque le habían llegado por Internet unas imágenes de la arquitectura del futuro que a ella le parecían de tal modo falsas que no se explicaba que tuvieran tal difusión. Un futuro inventado que pareciera persistir en mostrarse con descaro, mientras contemplamos en nuestro día a día toda clase de síntomas que dejan clara su falta de sentido. Y por otro lado, frente a esta falsa concepción que se resiste a desaparecer, se perfila otra, la de quienes se empeñan en buscar con ansiedad y hasta precipitación a figuras personales, individuales, que encarnen por decirlo así la visión contraria, una más auténtica, la que esperamos que abra un espacio de reflexión sobre lo que hacemos realmente sólido, alejado de las aspiraciones fundadas en lo novedoso. Es una actitud de revisión que tampoco compartimos porque encontramos en ella análoga distorsión: ver la arquitectura como producto de voluntades más que de realidades afirmadas en la madurez cultural, en lo permanente.
Contribuir a ello es lo que inspira estas reflexiones, que por ello mismo han estado y seguirán estando inspiradas por el deseo de hacer más claro y significativo nuestro sesgo.
Leyenda de las imágenes:
Escuela del barrio de Ojo de Agua en Caracas, que el gobierno central venezolano se niega a financiar por ser iniciativa de la oposición