Oscar Tenreiro / 8 de Diciembre de 2013
La semana pasada hablaba de la necesidad de que la crítica se ejerciera desde el conocimiento profundo de un medio dado, tanto en el sentido cultural como en el que pudiéramos llamar físico. Un juicio de valor sólido sobre la arquitectura sólo es posible desde un conocimiento que permita identificar mejor las raíces, los antecedentes, consecuencias y repercusión de la obra en su medio cultural; y si hablamos de lo físico, el impacto que su percepción tiene en quien la vive, las cualidades de su inserción en el contexto y en principalísimo lugar el modo como responde al medio. Fuera de esas exigencias el juicio se contamina de lo circunstancial, del peso de las preferencias personales, de la condescendencia inspirada en la afinidad, del impulso, convirtiendo al juicio en una opinión. Un punto de vista configurado o estructurado en lo epidérmico, lo superficial.
Decir esto en cierto modo devalúa la condición principal del marketing actual de la arquitectura, que continúa a pesar de la crisis y declarados propósitos de enmienda celebrando lo celebrado o haciendo esfuerzos por pasar del elogio del espectáculo a la búsqueda del santoral que permita señalar individualidades dignas de la nueva adoración. Una búsqueda que sigue respondiendo a las exigencias de la venta, del mercado, alimentada por los últimos giros del gusto, por lo que atrae hoy, lo que señala el momento. En definitiva por el consenso, cualidad que exige buscar a los que miran en direcciones parecidas. El consenso exige mirar hacia afuera, no hacia sí mismo.
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La conclusión lógica es que la crítica más exigente, la más confiable, la más profunda, la que se fundamenta en lo más duradero, es la crítica local, la que se ejerce desde el medio en el que se produce la arquitectura. Pero podríamos estar pasando por alto, aparentemente, lo que ha ocurrido a través de la historia reciente de la arquitectura. Porque en ciertos casos el arquitecto de obra sólida ha sido reconocido fuera de su país de modo mucho más certero y entusiasta que en su propio medio. Por falta de otro ejemplo podríamos citar dos casos de la segunda generación de la modernidad: Luis Kahn y Alvar Aalto.
Aalto tenía una embarcación para disfrutar sus fines de semana que bautizó como Nemo propheta in patria. Nadie es profeta en su tierra le pareció un lema adecuado para designar este objeto que le servía de instrumento para sus ratos de esparcimiento, afirmando con ello la sensación de ser visto con sospecha y distancia en su propio medio mientras se le admiraba en el extranjero. Y es un hecho que Aalto fue presa de esta forma de resentimiento durante gran parte de su edad madura, como lo atestiguan muchos testimonios de sus contemporáneos.
En cuanto a Kahn, ya he dicho en otra parte que tuve la experiencia de pulsar el sentimiento generalizado que existía en los Estados Unidos acerca de él, con ocasión de mi participación en 1965 en un Congreso Panamericano de Arquitectos que coincidía con un encuentro nacional de la Asociación Americana de Arquitectos. Me sorprendió la animosidad gratuita que la figura de Kahn producía entre sus colegas, hecha conocer de modo espontáneo por colegas que en cualquier conversación ocasional, al enterarse de mi admiración, prorrumpían en descalificaciones de distinto tipo.
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Pero si en efecto Aalto era intensamente cuestionado en Finlandia en ciertos círculos de sus mismos colegas, su compatriota, el historiador del arte Gòran Schildt fue a partir de 1952 un entusiasta de su obra hasta publicar una muy completa biografía después de la muerte de Aalto en 1975. Es además evidente que su presencia era avasallante en el panorama arquitectónico oficial finlandés. Su experiencia con la empresa Artek que producía y sigue produciendo los muebles que diseñó, fue extraordinariamente positiva y le permitió dotar con ese selecto complemento de su visión como diseñador, gran parte, si no la totalidad, de las obras que construyó en Finlandia a partir de 1935, año de fundación de la empresa. Esa presencia siguió siendo importante después de la guerra como lo demuestra el haber sido el arquitecto de la Universidad Politécnica de Helsinki y de muchos otros importantes encargos que culminaron en los años anteriores a su muerte con el Finlandia Hall, enorme complejo de teatros en la misma Helsinki. Y baste decir que era tan importante su figura en el ámbito nacional que cuando en Octubre de 2009 tuve ocasión de conversar con Juhanni Pallasmaa, me hizo notar la incomodidad de los más jóvenes, él entre ellos, ante el peso del maestro. Hasta el punto de que, medio en serio medio en broma, pensaban que todo aquel que entrase a trabajar en la oficina de Aalto (esas fueron sus palabras), era un caso perdido. Lo cual no impidió que Pallasmaa sea hoy uno de los más inteligentes exégetas de la obra del maestro.
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Lo de Kahn es diferente dada la estructura económica de los Estados Unidos, tan dependiente de un sector privado fuertemente focalizado en una visión pragmática de la arquitectura de las instituciones. Aparte de que el Estado Central americano así como las Alcaldías y Gobernaciones con pocas excepciones, favorecen una arquitectura oficial simplemente eficiente desdeñando cualquier implicación en sus valores culturales. En ese contexto un personaje de ruptura que señalaba hacia un modo de ver la arquitectura fuertemente teñido de disidencia, de distancia ante la aproximación a la disciplina de parte del establishment arquitectónico, lo cual, en plenos años sesenta y primeros setenta, le daba un aire subversivo, de héroe de los sectores jóvenes más conflictivos, necesariamente era visto con sospecha. Y sin embargo, fue un crítico estadounidense, Vincent Scully (1920), quien hizo conocer de modo más consistente y con un impacto universal al primer Kahn, de un modo que vino a convertirse en el lanzamiento de Kahn hacia la celebridad que emergió pese a todas las reticencias que recién hemos descrito.
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Lo que pretendo trasmitir es que si bien es verdad que toda figura de importancia es vista en su medio, por sus contemporáneos, con distancia cuestionadora, es también cierto que más allá de ese tipo de reacciones que encajan perfectamente en el antiquísimo adagio sobre la capacidad profética en la propia tierra, es posible decir que superando los naturales celos de los contemporáneos, hay siempre algunas individualidades que ven más profundo y dejan de lado los resquemores de quienes les resulta difícil aceptar la mayor estatura de alguien que conocen de cerca. En los tiempos de la modernidad temprana hubo siempre personas que a partir de una formación intelectual sólida, fueron capaces de ver lo trascendente de la obra de ciertas figuras clave. Si nos referíamos a Kahn y a Aalto recordándolo, también podríamos decirlo en el caso de Le Corbusier con Lucien Hervé y Jean Petit en Francia, o Willy Boesiger y Hans Girsberger, editores de las Obras Completas, en Suiza. Todos, pivotes definitivos de los esfuerzos editoriales que proyectaron la obra corbusiana más allá de los límites de las mezquindades y maledicencias del pequeño mundo francés. Y cabría también referirse a Wright, famosísimo como exponente a nivel casi popular del sueño americano ya desde los años treinta, o a Mies representando ante el mundo con un edificio-resumen de una visión canónica de la arquitectura, a la Alemania conflictiva de finales de los veinte.
Tenemos entonces más argumentos para sostener que nuestra arquitectura, para ser reconocida en su valor más trascendente, necesita de figuras locales capaces de ir, sin excusas ideológicas o de cualquier tipo, hacia la arquitectura que aquí se hace o se desea hacer. Que en cierta manera, pese a las limitaciones para desempeñar ese papel propias de la Venezuela reciente, William Niño Araque, de muerte tan prematura, se acercó a ese ideal. Su frescura contrastaba con el acartonamiento que prevalece en la crítica latinoamericana, con las excepciones debidas. Utilizó las referencias históricas más amplias pero no las convirtió en excusa para desdeñar el quehacer local como es típico de los historiadores. Fue capaz de hablar sobre lo que le interesaba movido por lo que la obra le decía. Tal vez se lo facilitó, precisamente, la falta de estructuras de divulgación en Venezuela. No dependía de una industria editorial, de una revista, de un cargo académico, se movía con una libertad sólo limitada por las dificultades de subsistencia. Que se apoyaban en un cargo público absolutamente menor desde el cual, sin embargo, en tiempos de democracia, desplegó una actividad inusitada promoviendo exposiciones de arquitectura que hoy parecen un lejanísimo recuerdo cuando se comparan con la parálisis de estos años de autocracia.
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Sí, estos años, ya van quince, han sido de parálisis. Favorecida por quienes hoy, encumbrados en posiciones de Poder, renunciaron a una temprana vocación intelectual que podía haber sido promisoria. En esos tiempos iniciales hace más de cuarenta años, se asomaron al ejercicio crítico pero abrazaron conjuntamente una militancia marxista afiebrada y ciega, que los hizo justificar una arquitectura sin aliento y denostar de lo que según ellos era equivocado. Acuñaron frases despectivas sobre todo lo que creyeron merecedor de ese adjetivo y disfrutaron de un prestigio apoyado por las carencias de una sociedad ajena al debate intelectual. Pero eran ellos los equivocados. Y al encontrarse ante el vacío de las tesis que defendían entraron en un proceso de sucesivos oportunismos a lo largo de años posteriores en los que la virulencia inicial pareció apagarse oculta por la complacencia con lo establecido. Y hoy regresan, otoñales y fieles a una supuesta revolución inventada y mil veces fracasada y traicionada, atados al carro de un Poder que saben ilegítimo y se expresa con una irresponsabilidad sin antecedentes en nuestra historia.
Son hoy figuras de papel, sin coherencia intelectual alguna, llevados por la corriente de una crítica ideológica que resiste toda racionalidad y se ha convertido en insinceridad militante en estos años cruciales. Han decidido, como propagandistas de un gobierno presidido por patéticos personajes, más que darle valor al esfuerzo de los arquitectos venezolanos, justificar la arrogancia y la concentración de encargos de arquitectura pública en un puñado de privilegiados. Y pretenden darle fundamento a lo que surge de impulsos desordenados y erráticos cuyo fin es la conservación a toda costa del Poder. Hacen por convertir ese inmenso disparate que es la Misión Vivienda, por ejemplo, en un asunto serio impulsándolo a base de tristes discusiones entre correligionarios y algún que otro disidente blando e inocuo.
A ese tipo de personajes nos corresponde decirles que dejen espacio a una Venezuela más auténtica, abierta hacia los recursos de sus gentes, democrática, en la que el oportunismo revele su cara perversa. Y lo haremos con nuestro voto mañana Domingo.
Leyenda de la Fotografía:
Juhani Pallasmaa en su oficina en Octubre de 2009