Oscar Tenreiro / 12 de Marzo 2014
Voy llegando por fin a las conclusiones del largo recorrido por la historia de la Avenida Bolívar de Caracas, la cual, lo he mencionado varias veces, es como un espejo de la accidentada marcha política de Venezuela.
Y ese término. accidentado, explica por qué se pasaron por alto en los distintos episodios los intereses que pudiéramos llamar técnicos, o mejor, técnico-culturales, en favor de necesidades u objetivos estrictamente políticos y en algunos casos político-económicos. Algo que en definitiva ocurre y ha ocurrido en muchas ciudades del mundo, pero que no por ello vale la pena dejar de decirlo. Se comprueba aquí una vez más que las ciudades no las hacen los arquitectos, como en clave de periodismo light se suele decir, sino los políticos, los que toman las decisiones.
1) Reitero lo que ya he dicho en cuanto a que el esquema inicial de la Avenida Bolívar, el que he llamado Domínguez-Rotival, si bien con aspectos que pueden ser debatidos, vino a ser, con la perspectiva que hoy tenemos, la aproximación más coherente con las posibilidades y la escala del casco central de Caracas. La menos fantasiosa, podría decirse, pero también la más contenida, pese a su ambición, porque era desde luego muy ambiciosa en su empeño, muy propio del momento histórico en el cual se formuló, de romper con lo heredado, de definir un nuevo escenario de progreso que incluía una ciudad moderna.
Lo que esa propuesta sugiere en términos de escala y volumetría, merece ser retomado cincuenta años después, sobre todo a la luz de lo que ha sido el desarrollo del antiguo damero: una sumatoria de inserciones producto de la promoción vía ordenanzas de construcción, de una visión del crecimiento demasiado distante de toda consideración ordenadora de tipo general, favorecedora del edificio aislado sin otro compromiso que su rendimiento, que estimula la concentración en altura asociándola sólo al tamaño de la parcela, exigiendo retiros para ensanchamientos de vías que nunca se harán y que por eso mismo promueven el desorden visual. El resultado ha sido en general tan decepcionante, tan ajeno a los intereses de la ciudad que la revisión y reformulación de esas ordenanzas se perfila como una asignatura pendiente. Que debería tener como objetivo tanto la promoción de una morfología de conjunto, como el rescate de sectores preteridos y deteriorados debido a la falta de incentivos. Se trata de una necesidad urgente porque aún quedan grandes espacios dentro del territorio tradicional que admiten un reordenamiento progresivo. Y podrán servir de referencia muy útil, también lo he dicho ya, los Planes Parroquiales planteados a mediados de los años noventa del siglo pasado, con los necesarios ajustes y adaptaciones a las nuevas realidades.
2) La propuesta Rotival-Ron Pedrique, como ya hemos comentado, consolidó una manera de ver la Avenida Bolívar como territorio aislado del continuum urbano que la rodea y favoreció las intervenciones. Estaba desde luego influida por un modo de pensar la ciudad típico de ese momento histórico. Facilitó por otra parte las decisiones que consideran los terrenos disponibles sólo en función de su uso y no en su capacidad de contribuir al desarrollo general de la ciudad, como ocurrió con todas las intervenciones posteriores.
Las especulaciones sobre la nueva escala del proyecto metabolista de El Conde fueron a su vez los fundamentos de la operación de Parque Central en términos de magnitud. La desmesura de esa propuesta abrió las puertas al apetito económico hasta el punto de que el posible debate profesional prácticamente desapareció, avasallado por la intervención de muy importantes intereses económicos. Una especie de obsesión por la máxima rentabilidad (cuya realidad nunca pudo demostrarse) unida a la presión por actuar rápido con el fin de escapar de la discontinuidad administrativa, dictó las características y las urgencias de lo que debía hacerse. Poco importaron las dudas sobre la justificación de la excesiva concentración de actividades del conjunto porque las decisiones tomadas fueron defendidas con una arrogancia análoga a la que ha caracterizado las decisiones de los años recientes. Se ratifica así que el proceder arbitrario se ha convertido entre nosotros, casi, en rasgo cultural. Y quedó para la ciudad, como ya he dicho, un problema de gran magnitud sin que nunca haya podido aclararse los aspectos financieros, limpios o menos limpios, de la enorme operación.
3) Ya he dicho algunas cosas en cuanto a lo que he llamado insinceridad de la propuesta Parque Vargas. Haber renunciado a la definición arquitectónica de las márgenes de la Avenida, unos terrenos urbanos que fueron concebidos para la construcción de una arquitectura destinada a fijar pautas para la ciudad, fue sin duda una salida fácil, expeditiva, vinculada al deseo del gobierno de entonces de dejar de pensar y hacer lo que menos problemas podía generar. Se impuso la circunstancia política y encontró, como siempre ocurre, el vehículo para darle apariencia y contenido profesional.
Si nos remitimos a los datos concretos de ese momento, comprobamos varias cosas que respaldan nuestro punto de vista. La primera, que una parte muy importante de la margen Norte de la Avenida no podía ser parque porque estaba ocupada por edificios que fueron insertados allí en la misma oportunidad en la que se anunció el nuevo uso, como la Escuela de Artes Plásticas con su plaza y la Galería de Arte Nacional. Segundo, que el resto de esa franja lo ocupaban las excavaciones y fundaciones de lo que iba a ser el conjunto Bantrab, junto al Hotel Caracas-Hilton, hoy Alba, que nunca fueron intervenidas por obra alguna de parque (hasta el punto que han sido utilizadas veinte años después por la anunciada Plaza del Alba); y por las instalaciones telefónicas de la Cantv frente al Liceo Andrés Bello. Sólo estaba libre la franja estrecha hacia La Hoyada (que nunca fue objeto de un proyecto paisajístico). Tercero, La Hoyada nunca fue el parque que se veía en los dibujos promocionales del Parque Vargas. Una parte muy importante de ese sector se concebía, como ya he dicho, como una plaza sobre varios niveles de estructura, tal como se discutió y lo hizo público en algún momento de sus deliberaciones la Comisión Presidencial que funcionó por lo menos hasta 1988, cuando ya terminaba el período de gobierno de Jaime Lusinchi. Y los demás espacios libres en esa extensa zona, son complementarios a la plaza, de relación con la ciudad, son fragmentos vinculados a un conjunto construido, no parque.
Y cuarto, que la franja estrecha del lado Sur, entre La Hoyada y el comienzo de lo que iba a ser El Conde, nunca, que se haya sabido y divulgado, fue objeto de un proyecto de paisajismo que consolidara el uso de parque. Los espacios libres se dejaron con tratamiento mínimo por lo cual se hizo posible ocuparlos por construcciones improvisadas y efímeras como ocurrió en los años siguientes.
En resumen, lo más significativo después de todo el manejo publicitario del Parque vino a ser la redefinición de la rasante de la calzada para facilitar las conexiones Norte-Sur, las aceras y caminerías y distintos tipos de mobiliario urbano, y los pórticos que llegaron a construirse, a los cuales dediqué un comentario.
4) La decisión parque sigue a la de la conversión del Palacio de Justicia en nuevo centro focal del desarrollo de la Avenida.
En efecto, el haber unificado los edificios gemelos de Ron Pedrique flanqueándolos de un par de fachadas superpuestas a sus extremos Este y Oeste, coronando adicionalmente el espacio entre ellos (previa adición de dos nuevos pisos que aumentan su altura) con una bóveda de gran magnitud, dando forma a un volumen que impone sus dimensiones e impacto volumétrico sobre el remate Este del conjunto de Cipriano Domínguez, tiene todo el carácter de una corrección de los propósitos iniciales del Plan que situaban en El Calvario (recordemos el acuerdo no oficial de derribo del Bloque Uno de El Silencio) el remate de la gran perspectiva urbana creada por el Eje de la Avenida. Podemos por supuesto admitir que en el momento en el cual el Arq. Gómez de LLarena propuso la sustitución, ya la idea de quitar el Bloque Uno parecía inviable, con lo cual ya se aceptaba la obstrucción a la perspectiva de 1941. Sin embargo, es de todos modos cierto que como visión de larga distancia desde el extremo Este, las torres crean un marco de gran escala cuyo centro visual es la colina y no el Bloque Uno. Por otra parte el Palacio de Justicia concebido como volumen preponderante se impone de modo casi agresivo al conjunto de las torres y la Plaza Diego Ibarra, obstaculizando su presencia hacia el desarrollo de la Avenida. Puede decirse incluso que entra en conflicto con ellas. Las torres pierden drásticamente su carácter de puerta de entrada al centro de la ciudad y se rompe la intención de Domínguez-Rotival, expresada en la maqueta de 1949, de abrir hacia el Este el corredor espacial de la Avenida.
Esta interferencia puede ser defendida dándole un valor especial al Palacio de Justicia como arquitectura que reinventa la Avenida Bolívar, lo cual parece haber sido el objetivo del arquitecto. Lo hace con gran habilidad, manejando diversos recursos de diseño que seguramente exhibirán su eficacia cuando el edificio sea terminado, pero aún así, no deja uno de lamentar el modo como se impone a las torres, sustituye su carácter de hito e interrumpe drásticamente la fluidez visual este-oeste dividiendo la Avenida en dos partes separadas que se dan la espalda. El Palacio de Justicia preside la sección este la cual se trata de cerrar en su otro extremo con una plaza elevada entre el Museo de Arte Contemporáneo y el que fue Hotel Caracas Hilton, que por ser demasiado pequeña queda más bien como antesala de la confusión creada por las vías Norte-Sur de tránsito rápido que anteceden al teatro Teresa Carreño. Y la sección Oeste pierde uno de sus atributos, destacado por William Niño (ver la entrada de la semana pasada) cuando habla de una perspectiva «abierta, presidida por las Torres hacia el espacio infinito que enmarca Los Caobos…» restringiéndose sólo «…a la perspectiva cerrada, enclaustrada hacia los bloques blancos y horizontales de El Silencio…» que podría decirse pasa a percibirse en sentido contrario, desde el este hacia el oeste.
Y tiene sentido finalmente suponer que con la reinvención de la Avenida con el Palacio de Justicia y el Parque Vargas se abandonó drásticamente el papel regulador en relación a la ciudad que suponían Rotival-Domínguez y se abrió las puertas a las inserciones de edificios institucionales, aislados y ajenos a cualquier visión de conjunto. Se le da en cierto modo legitimidad a la colcha de retazos, lo cual se consolida con la inclusión en la margen norte de la Galería de Arte Nacional y, más hacia el oeste, con la Escuela de Artes Plásticas.
5) La colcha de retazos comienza con la escuela de Artes Plásticas. Haber utilizado para ese fin los sótanos de un edificio de oficinas que comenzaba a construirse fue una decisión muy difícil de justificar. Pretender traer la luz natural, esencial para un edificio destinado a ese fin, a un sótano configurado por un sistema estructural destinado a estacionamientos y servicios básicos, era por definición una misión imposible, a menos de que se hiciesen pozos de iluminación en el perímetro, lo cual implicaba costos que en ese momento se hacían imposibles de sufragar. Aquí, de nuevo, el arquitecto Gómez de Llarena lleva adelante con buen dominio de los recursos de diseño un complicado esfuerzo para tratar de resolver el problema sin grandes modificaciones de lo existente. El resultado no es muy favorable como era previsible, por más que puedan mostrarse algunos logros aislados, entre ellos el espacio central. Pero todos los espacios de trabajo perimetrales son demasiado dependientes de la luz artificial, sin la cual resultan sórdidos. Por otra parte, la calidad de la construcción es extremadamente baja y la ejecución de la bóveda metálica parcialmente vidriada que en cualquier país del mundo hubiera sido un reto técnico con exigentes niveles de ejecución, aquí se realiza con recursos demasiado restrictivos que han revelado su insuficiencia permitiendo un deterioro prematuro, hoy notorio, una característica que se ha vuelto típica de las construcciones públicas en Venezuela.
Y como muestra del tratamiento que se le ha dado al edificio (y suponemos que a la institución que alberga) basta mencionar que se llegó al absurdo de destinarlo durante los dos últimos años a refugio de damnificados, que vivían allí en condiciones de promiscuidad, de escasísima higiene y sujetos a episodios criminales esporádicos. Todo un cuadro revolucionario.
6) Ye he dicho anteriormente que muchas de las decisiones tomadas al comienzo del período de gobierno (1983-1988) de Jaime Lusinchi, y en particular las que afectaron a la Avenida Bolívar, son propias de una actitud política que caracterizó a la democracia venezolana post-Pérez Jiménez: la de ir en contra de lo decidido en el período inmediatamente anterior.
Pero hay otro factor que, visto con la perspectiva de hoy, cobra gran importancia como explicación de lo que ocurrió.
Aclaremos que el Centro Simón Bolívar había ido convirtiéndose en un brazo ejecutor de obras en Caracas en virtud de su agilidad administrativa, que le permitía incluso comprometerse en operaciones de crédito interno y externo. Desde hacía casi dos décadas servía de instrumento en planes de distinto tipo y con características muy disímiles. Ya tomadas las decisiones para la Avenida Bolívar, a mediados de 1983, se le encargó, por decisión directa del Presidente de la República, de concentrar la mayor parte de sus recursos financieros y técnicos en la ejecución de un proyecto completamente ajeno a la Avenida Bolívar en el Suroeste de la ciudad, la Urbanización Juan Pablo II, un desarrollo de vivienda de gran magnitud que vino a ser el Parque Central de ese período de gobierno.
Se desarrolló en terrenos libres que eran de los pocos espacios sin construir del área urbana de Caracas, pertenecientes a una vieja hacienda, la Hacienda la Vega, que fueron declarados como sujetos a expropiación. Su concepción inicial, su promoción y su ejecución estuvo a cargo, como impulsor principal, del arquitecto de origen colombiano Jack Dornbush, quien fue su proyectista. Dornbush era persona del entorno cercano al Presidente Lusinchi, un hecho que hacía de la operación el resultado del tráfico de influencias en los niveles más altos del Poder Público. Esto se convirtió en secreto a voces tolerado por el juego político y tuvo como consecuencia varias cosas. Una, que las dificultades financieras del Estado venezolano luego de la crisis del endeudamiento externo durante el período (1978-83) del Presidente Luis Herrera Campins y la fuerte devaluación de la moneda, no fueran obstáculo para pagar la alta suma de las expropiaciones y el dispendio que rodeó a la ejecución, llena de procederes dudosos. Y además, el proyecto y todo lo relacionado con él se convirtió en emblema político. Pese a que está dotado razonablemente de servicios comunes, su arquitectura es muy pobre, tanto en lo que se refiere a las unidades de vivienda como en su presencia urbana, casi caricaturesca. Esa combinación de pobreza en el resultado con violaciones escandalosas a la ética en su realización, convirtieron a esa obra en una muestra del empobrecimiento ético de la democracia venezolana. Una democracia decadente, insisto en ello, que le abrió la puerta a lo que vivimos hoy.
Podemos decir como resumen que los recursos financieros y técnicos que requirió ese proyecto, pudieron haberse dirigido hacia una necesidad prioritaria como lo era relanzar un Proyecto Urbano esencial para el centro de la capital como es la Avenida Bolívar. Se impusieron las conveniencias ilegítimas y la corrupción política. Consecuencia: el Palacio de Justicia quedó a medio hacer y aún hoy está incompleto, La Hoyada sigue igual con las mismas edificaciones transitorias viejas de cuatro décadas, lunar abandonado en el corazón de la ciudad; y se le dio legitimidad a la colcha de retazos gracias a la pantomima de un parque que nunca lo fue ni podía serlo.