Detalle en una de las casas de Amereida. Alberto Cruz seguirá tutelando esté donde esté.
Oscar Tenreiro / 07 de mayo 2014
Todos los arquitectos deberíamos tener siempre a la mano algo para construir, aunque sea muy pequeño, muy modesto.
El asunto tiene que ver, como digo en la nota de TalCual, con el hacer, instinto humano, como oí decir (para no olvidarlo) a Rafael López Pedraza (1920-2011) en una charla. Instinto que sin duda, se ha dicho bastante, está en la génesis del Arte. Pero también con el contacto con la tierra, tal vez un asunto más específico de esta disciplina.
Los alemanes, desde mediados del siglo 19, como iniciativa de Gottfried Schreber crearon una institución que sobrevive vigorosa hasta hoy, los huertos familiares, que se extendió a Suiza y produjo iniciativas similares en el resto de Europa. Los llamaban schrebergartens.
Si bien obedecieron inicialmente a la necesidad de provisión de alimentos para familias necesitadas, hoy sirven de modo muy importante más bien a la necesidad de contacto con la tierra y lo que ella proporciona. Y es esa necesidad, ese anhelo, lo que ha mantenido viva la idea hasta nuestros días. Cercanas a las siedlungen de la República de Weimar, había huertos familiares que servían a éstas. Y muchos de los desarrollos de viviendas en Alemania y Suiza, disponen espacios cercanos para esta actividad. Eso revela sabiduría.
Uno de mis amigos gallegos me escribe comentando que entre arquitectos conversaban sobre el tema y llegaban a la conclusión de que el hombre vivía para construir, en lugar de construir para vivir. Tercio en la conversación, desde lejos, y agrego que son las dos cosas: se busca el cobijo, se logra…y sigue el impulso de continuar, de ir más allá, de buscar otro objetivo que requiera de nuestra necesidad de modificar el paisaje con muros y techos.
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Construir a la escala de lo que podemos dominar es una enseñanza que deja marca. Puede señalar nuestra torpeza, impaciencia, falta de resistencia física, ignorancia incluso, cuando lo hacemos con nuestras propias manos. Y si es a través de la habilidad de otros nos presiona a ser precisos, aclarar bien lo que queremos, a saber orientar, que también es difícil. Deja una sensación tan grata observar en pequeña escala el sentido que tuvo el proceso seguido, lo que está bien y menos bien en el resultado, el papel que cumple en el lugar.
Ese tipo de vivencia es el que se persigue con las experiencias de enseñanza de la arquitectura que insisten en la necesidad de construir. Está por supuesto la de Wright en Taliesin West, poniendo a trabajar a los estudiantes en su refugio desértico. La de Soleri en Arcosanti, igualmente en Arizona, y sobre todo, porque la he conocido mejor y valoro mucho lo que allí se ha hecho, la de Alberto Cruz en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Chile, Valparaíso, de donde se originó la colonia Amereida, en Ritoque, un poco más al Norte, a la cual hace ya años le dediqué varias reflexiones.
Lo que se había construido en Amereida cuando la visité hace más de veinte años era extremadamente atractivo tanto por el resultado que pudiéramos llamar formal como porque estaba marcado por la participación humana en su factura. Participación perfecta o imperfecta, poco importa, que deja una huella de las intenciones que movieron a los responsables. Como digresión diría que ese sello humano en el sentido de las manos que ayudaron a edificar, es lo que siempre me impactó en alguna de la gran arquitectura heredada del pasado y que tanto se echa de menos en lo que se construye actualmente teniendo como guía la obsesión por el perfeccionismo, la exactitud de estirpe industrial.
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No me había enterado, sino hoy, por Wikipedia, que Alberto Cruz había muerto el año pasado, el 24 de septiembre, de noventa y seis años. Cruz era una persona superior, de esas que señalan hacia la trascendencia. No puedo olvidarme de su actitud durante mi visita (corría 1990) cuando me decía con insistencia que le hablara de mí, que lo que yo pudiera decir era lo que le interesaba. Eso me producía incomodidad pero no era posible dudar de su sinceridad. Había ido yo a hacer preguntas y el me preguntaba a mí, interesado, eso creí y sigo creyendo. Y yo no hallaba qué decir. Ante mi embarazo me repetía que para ellos las visitas de la gente de fuera eran una oportunidad de aprender. Fue ejemplar que la Católica de Chile le entregara la autoridad que tuvo para llevar adelante un proyecto académico único que produjo, hasta donde he podido saber, cosas de extremo interés en el campo de la enseñanza.
Creo que la personalidad de Alberto Cruz tenía rasgos claramente religiosos. Por su actitud, por su historia, por su fe entusiasmada en las personas, por su dedicación a una obra fundamental, por tantas cosas, y sobre todo por una referencia constante a lo que él llamaba un don, lo que se nos ha dado, lo que nos hace singulares. Y sembró semilla que germinó en muchos buenos arquitectos de Chile. Tenía talante de santo.
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Por cierto, en estos días se hablaba bastante de los santos, a propósito de Juan Pablo II y de Juan XXIII. Ernesto Cardenal declaró que le parecía una infamia declarar Santo a Juan Pablo.
Para mí, lo que tiene un carácter infamante, es que Cardenal haya escrito hace cuarenta años un libro En Cuba promoviendo y observando piadosamente lo que ocurría con la revolución cubana. Fue una mirada desde las apariencias, como invitado de honor de Fidel Castro. Presentar al mundo la tragedia cubana envuelta en el papel rosado de una pretendida neutralidad no es sino fachada sin sustento. Recuerdo haberlo leído (me atraía Cardenal, su poesía y su experiencia de Solentiname) y quedar después un tanto perplejo. Hoy, al revisarlo, porque lo conservo, me topo con un capítulo dedicado a los Tribunales Populares que me pone los pelos de punta, tanto por lo ingenuo como por lo absolutamente superficial.
Cardenal valoraba con un fervor de adolescente lo grueso, lo epidérmico, lo inducido, sin ir más allá. ¡Y cuanta gente lo leyó entonces admirativamente! ¿No es eso un error de fondo en un hombre que se presume de Dios y se entrega a una visión que no va más allá de lo que hubiera visto cualquier turista de aventura? ¿Sumar voluntades a favor de una infamia y sus consecuencias para todo un pueblo?
Dedica el libro al pueblo cubano y a Fidel. Homenaje a un hombre cruel, obsesivo, tirano como pocos en la historia, que convirtió a toda una nación en propiedad personal. ¡Lo que es ser famoso como Cardenal! Dice lo que le parece y lo recogen las noticias. Para eso es famoso, o lo fue entre los adeptos a la tragedia. Ahora luce como vestigio de un pasado que no vale la pena evocar.
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García Márquez muere. Fue sin duda un buen escritor. Talentoso. De fértil imaginación, como se coincide en decir de él ¿Pero un hombre capaz de abrir espacio hacia lo más significativo de la condición humana? No lo creo. El Primer Mundo asistió maravillado a los juegos de del realismo mágico. El Tercero se sintió identificado con una visión retórica y a ratos nostálgica de su identidad.
Desde los lugares más disímiles del mundo se ha hablado de él con admiración. Y recibió el Premio Nobel. Un honor, una recompensa y un puente hacia el mundo editorial y muchos lectores. No una garantía de posteridad, como lo prueban tantos premiados que ya no se leen y cuya obra ha sido olvidada.
Y queda como legado, además de su obra, su ejemplo como ser humano. Y allí destaca, entre muchas cosas menores y algunas lógicas para un hombre que logró enriquecerse, esa especie de devoción que tuvo hacia Fidel Castro, análoga a la de que acabo de comentar de Ernesto Cardenal. Que nos lleva al tema del artista como intelectual. Fundamental en estos tiempos en los que se viene convirtiendo en exigencia inequívoca (de raíz cristiana, claro está), el respeto a los derechos humanos. La sacralización de la persona humana.
Un artista está sujeto a las mismas exigencias de todo intelectual. No puede darse el lujo de decir aquí está mi obra, me complace hacerla, se vende, la siguen, me hace rico…y continuar su paso por el mundo sin ver y pensar sobre lo que le ocurre alrededor. Y ver y pensar es conocer. Y conociendo se forja un punto de vista que en el tema de los derechos básicos del ser humano demanda la toma de partido, el señalar lo que los coarta o los menosprecia. Nadie está exento de este mandato, sea cual sea su valor como artista.
Además, y eso es fundamental, un escritor es además de escribidor un intelectual. Y a un intelectual se le exige, al menos, inteligencia sobre las situaciones, los contextos. Un intelectual no se puede dar el lujo de dejarse llevar sólo por sus preferencias personales. Está obligado a explicarse.
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Y lo mismo, por supuesto, reza para un arquitecto. Insisto en la definición del arquitecto hecha por Carlos Raúl Villanueva, que subraya la condición del arquitecto como intelectual. Sobre eso volveré la semana próxima.