ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro /(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 23 de Agosto de 2014)

En días pasados me encontré con un colega amigo que en tono de regaño me reclamó que no hablara de lo que me gustaba. Aludía sin duda a esa sensación que muchos tienen de que a quienes escriben sobre arquitectura nada les gusta y que sólo aprueban (y con reservas) lo que hacen los viejos pioneros.

Y también se refiere al hecho de que entre arquitectos hay excesivo pudor para decir cuando una arquitectura nos parece bien, pudor encubierto por la muy utilizada palabra interesante. Un edificio nos puede parecer interesante pero muy pocas veces bueno y nunca bonito, hermoso o simplemente bello, calificativos reservados para las indiscutibles obras maestras. Que nunca son indiscutibles.

Hay múltiples razones para esta contención, siendo una de ellas por supuesto la de los celos (Augusto Komendant solía mencionar los celos como típicos de los arquitectos), que sería la menos positiva. Pero hay otras que atañen al deseo de no comprometer el juicio de modo completo, guardarse de hacer tajante la aceptación o el rechazo, como queriendo decir que está bien o mal pero no indiscutiblemente bien o mal.

Aparte de eso sin embargo está la otra dimensión para definir lo que nos gusta. La que va más allá del objeto o conjunto de objetos que se somete al juicio de valor; la referida al autor, al artista, al arquitecto, a la persona en definitiva. A este respecto recuerdo con claridad a María Fernanda Palacios una vez en nuestro Taller Firminy de la Facultad de Arquitectura diciendo que le interesaba más referirse a los arquitectos que a la arquitectura.

II

Y es que después de haber corrido un poco por la vida y el mundo, para uno resulta esencial la persona que produce el objeto. Reconociendo que la obra refleja a la persona, de todos modos ese reflejo puede ser confuso, borroso, y se requiere para definirlo mejor ir hacia el discurso, la postura, las preferencias, el pensamiento del autor. Nadie es en efecto sólo la obra (de arte), aunque la obra pueda mostrar parcialmente lo que somos.

Y uno observa con desaliento que entre los super-exitosos de hoy es muy difícil encontrar uno que calce en las expectativas que pudiéramos llamar éticas que conforman nuestras preferencias personales, nuestros propios valores, nuestras esperanzas. Que inevitablemente nacen en un lugar del mundo que nos proporciona ese punto de vista al cual se refería Ortega y Gasset, único e insustituible, parte inseparable de nuestra concepción de la arquitectura.

Porque asombra que entre la constelación de estrellas ninguna se exprese de la arquitectura, de lo que hace o de lo que desea hacer de un modo que se conecte con ese punto de vista. Sus discursos tienen, como es el caso de Koolhas, mucho de inteligencia pero muy poco de sabiduría. Hablan en primer lugar para destacar su excepcionalidad como personas, la cual quieren preservar por encima de todo. Y su punto de vista es siempre el del espacio en el que se mueven los grandes países, aderezado por la habilidad para expresar en forma coherente un discurso alimentado de experiencias del mundo de la opulencia y generalizaciones que parecen concebidas para buscar nuevos encargos (Asia).

Y no se trata de que estos arquitectos no hayan hecho buenos edificios. Los han hecho y algunos de una especial calidad y con legítima vocación para convertirse en hitos en la historia de la arquitectura de estos tiempos. Pero en lo personal eso no nos basta. Uno busca en la arquitectura conexiones con lo más íntimo; en la emoción, no sólo en el asentimiento. Tampoco perfección, nitidez, habilidad, corrección, cualidades tan abundantes como incapaces de suscitar repercusiones duraderas.

III

Recuerdo a este respecto cuando visité años atrás las primeras casas de Oak Park, alrededores de Chicago, y las obras de Wisconsin, de Frank Lloyd Wright.

Mi visión de Wright era epidérmica, tenía que ver con su fama, con su nombre tantas veces repetido, con lo que había visto en fotos, nada más. Pero poder estar en el lugar en el que comenzó a perfilarse su lenguaje fue una experiencia única. Por ejemplo darme cuenta de la fuerte presencia de lo natural, de la mano del hombre, del contraste entre los materiales, del goce de las superficies, de los muros, del uso de los techos como tratando de flotar, protegiendo y a la vez separándose de los volúmenes inferiores. Todas ellas búsquedas radicalmente modernas pero con el sesgo americano, de la América toda, no sólo de la del Norte. Lo cual es para mí su mejor testimonio. El de antes de la Segunda Guerra, porque después lo afecta una decadencia acaso debida a la mayor edad.

Esas visitas evocaban las que unos años antes había hecho a obras clave de Le Corbusier. Porque si hay una característica que hace singular la obra del maestro europeo es precisamente la de la huella de la vida, la mano diestra o incluso torpe del que construye, como pude constatar hace cincuenta años en el Monasterio de La Tourette.

Y volviendo a nuestros días, pareciera inevitable que todo lo que se celebra hoy parezca salido de un refrigerador, de alguna máquina, de una línea de producción en serie, fruto de procesos industriales completamente alejados de lo que hacemos con nuestras manos. Tal como lo deseaban, muy ideológicos, muy arrogantes, los productivistas de los sesenta del siglo veinte al ridiculizar, por ejemplo, el uso del ladrillo.

Y si hay algo que no podemos negar los de aquí es que la imperfección es parte de nuestra experiencia diaria. La imperfección, el conflicto, el contraste como estando en lucha permanente con nosotros mismos, lo hemos experimentado tantas veces en el intento de levantar el edificio, que nos parece que esa arquitectura de lo impecable no nos dirige la palabra. Y tenemos pudor de decir que nos gusta.

Leyenda de las Fotografías:
Va a continuación un edificio interesante: una visión invernal de la Ópera de Oslo, del Taller de Arquitectura SnØhetta, terminado en 2008. Premio Mies van der Rohe de 2009.
Luego van una serie de pequeños dibujos (formato 7,8 x 11,9 cm.) hechos por quien esto escribe en 1987, en Taliesin, Oak Park (Iglesia Unitaria) y Chicago (Casa Robie) durante una peregrinación a obras de Frank Lloyd Wright.