ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Ayudo a construir un pequeño edificio financiado y manejado por mi hijo, no demasiado lejos de donde vivo. A medida que salimos de esa etapa un poco tenebrosa en la que sólo se ve tierra, barras de acero y vertidos de concreto preparando fundaciones para entrar de verdad a erigir un esqueleto, empiezo a sentir algo parecido a una emoción, la de ver que lo que era sólo diagramas se va haciendo realidad. Lo que se mostraba lejano, ajeno a cualquier interés que no fuese el cuantitativo (dinero, trabajo, toneladas de material) se nos va acercando y haciéndose vecino de este lugar, parte de ese conjunto de cosas contradictorias, abstracción que sin embargo forma parte de nuestra vida, que es la ciudad.

Comienzan a aparecer dudas, como siempre, respecto a lo dibujado y se necesita prestar atención, atender a los errores para corregirlos y proponer nuevas cosas, todo mientras se sabe que un grupo de hombres de trabajo duro todos los días agregan materialidad a lo que fue una simple imagen: se comienza a perfilar una arquitectura.

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Por estos lados del mundo se construye de una manera no demasiado diferente de la tradicional. A menudo tenemos que comprometernos con decisiones sobre donde comenzar una excavación o de qué manera sortear algún obstáculo natural imprevisto. Y a pesar de que en las construcciones de mayor tamaño el sistema de producción se aleja de nuestra intervención personal, en las más pequeñas se nos exige una atención que en muchos sentidos halaga. No es, como en el Primer Mundo, una tarea en la que grupos humanos de cierta complejidad van asumiendo responsabilidades que alejan en alguna medida la presencia del arquitecto. Aquí no; aquí, si las relaciones con quien construye son cercanas como en este caso, la tarea se hace muy nuestra, está muy a la mano, como supongo que estaba la de los alarifes que siglos atrás levantaban los grandes muros de la fortaleza que rodearían y protegerían los palacios o los templos. Y eso proporciona momentos que pueden ser emocionantes, como recuerdo que me ocurrió un día cualquiera en una obra años atrás, muy grande y hoy en día sólo una sombra que a veces creo que me persigue, cuando en una parte más alta contemplaba el despliegue de decenas de personas que sobre todo el espacio de la obra, una manzana completa, se movían ocupados, entregados a hacer realidad aquello que poco tiempo atrás había sido sólo un gesto de la mano que piensa como diría Juhani Pallasmaa, el arquitecto finlandés.

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Es una etapa de la obra que es como la adolescencia humana: todo son promesas. A uno le parece que tendrá que resultar bien. Las columnas están allí. Los entramados de acero se han colocado, todo sugiere que se respetarán las disposiciones de proyecto: el futuro es nuestro podríamos decir. Y eso conmueve, no cabe duda.

Pero sabemos que la adolescencia no siempre anuncia lo que se cumplirá. Y en este medio nuestro, con una frecuencia que puede ser cruel, el placer de ver avanzar la construcción del edificio se pierde en una maraña de imposibles contradicciones. La prueba final, la del edificio terminado hasta el último detalle, con demasiada frecuencia, en las construcciones públicas al menos,  se cumple sólo a medias. Y el edificio queda incompleto, nace mal, se gestiona mal, para después ser abandonado al deterioro. ¿No le está pasando de modo agudo y vergonzoso, nada menos que a la Ciudad Universitaria de Villanueva?

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Pero no es de eso de lo que queremos hablar sino de lo contrario, de la posibilidad que hay, como promesa que se va realizando de a poco, de ver culminados los esfuerzos en una realidad que nos gratifica. Por su valor personal sobre todo, porque pudiera ser que no les interese a los demás. Pero para uno representa una culminación, una llegada, una realización. De las cosas más hermosas que tiene esta disciplina.

Y uno alcanza a entender por qué en los tiempos ya pasados, los grandes constructores que hoy llamaríamos arquitectos se dejaron manipular, y a veces sojuzgar, por príncipes y soberanos. Porque su posición en la corte les proporcionaba la posibilidad de construir. Era una especie de invitación a elevarse, a sentirse por encima de todo, un viaje high como se hubiese dicho en tiempos hippies, que se hacía realidad con cada oportunidad de construir. Satisfacción espiritual e incluso intelectual de las mejores.

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Pero ese encantamiento puede estar a la mano también y tal vez de un modo más completo o más veraz, en las pequeñas cosas, lo que está a la mano, lo que para darse nos lleva a discutir con un artesano acerca de cómo apilar unos ladrillos o de qué manera solucionar una junta. Se remonta entonces uno a lo que llevó a un Sigurd Lewerentz, ya casi de ochenta años, a dedicarse en cuerpo y alma a erigir una capillita como obra de arte, a su sueño podría decirse. Y es, con todas las distancias guardadas, lo que me emociona de haber podido en tiempos muy recientes, poner algunas paredes nuevas en el territorio donde habito.

Lo pequeño, es lugar común decirlo, puede ser hermoso y hasta maravilloso. Y uno fantasea con la idea de que en los años que le quedan eso pueda ser posible en un país que se cae a pedazos, que sea posible emprender algunas empresas modestas y llevarlas a su culminación. Que estemos satisfechos con todos los detalles. Y con las imperfecciones, errores que quieren corregirse pero dejan huella.

Eso es lo que convierte a lo que emprendemos,  yo como acompañante a veces incómodo de mi hijo ingeniero (porque los arquitectos siempre somos un poco incómodos con nuestras obsesiones) en una especie de oasis emocional. Oasis que me permite abrevar en lo que realmente importa de la vida, en eso que llamaba Rafael López Pedraza y siempre recuerdo aquí, la intuición de hacer, el deseo de hacer algo, de dejar algo hecho, algo a lo cual nuestras manos contribuyeron a dar forma.

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Y caigo de nuevo, no puede evitarse en el momento que vivimos, en lo que otras veces he mencionado como el mayor crimen de la pandilla que nos gobierna y sus cómplices: el haber querido sustituir el hacer por la palabra vacía, o por la palabra convertida en estandarte de la mediocridad. Como cuando por ejemplo un amigo llama públicamente a otro, muy cercano, compatriota, como para distinguirlo de los demás mortales. En ese simple detalle se resume toda la postura de esta gente que ahoga a Venezuela en una de las experiencias políticas más mediocres de Latinoamérica. La experiencia de la inutilidad, de la sustitución de los hechos por burbujas de palabras.

Sí, se ha impedido a muchos, a muchísimos que han dejado este país, el hacer. Nada se hace, o muy poco de lo que se debería, y lo que se hace a pesar de todo adquiere un valor subversivo. Esa presión contra el hacer ha acabado con lo que se produce y el dólar petrolero para lo que sirve es para comprarle mantequilla a Brasil y bocadillos de guayaba a Colombia. Y la gasolina, la única real riqueza, se regala de un modo demencial: con un dólar se llena el tanque de cien automóviles mientras no se consigue jabón de lavar y se estimula la reventa de lo subsidiado fomentando lo que coloquialmente se llama “bachaqueo” (de bachaco, la hormiga grande que lleva hojas a su morada) que encubre un desempleo gigantesco.

Y por eso no puedo dejar de sentirme favorecido y hasta privilegiado por poder levantar todavía algunos muros. Y por tener la esperanza de que la adolescencia de un edificio se convierta en generosa adultez.