Oscar Tenreiro
Leí ayer que Goethe navegó por primera vez cuando decidió viajar a Sicilia durante el viaje que emprendió a Italia en Septiembre de1786, cuando acababa de cumplir 37 años el 28 de Agosto. Salió dejando atrás por un tiempo sus actividades administrativas y de muchos otros órdenes en el Ducado de Weimar, repentinamente, sin participarle a nadie su intención, asumiendo una identidad falsa, en la madrugada del día 3.
Ese viaje al Sur, de este hombre cuya figura llega hasta nosotros todavía con extraordinaria brillantez como referencia de primer orden en la cultura alemana y universal, lo había preparado por largo tiempo confiriéndole una importancia esencial como medio para lo que él mismo llamó su renacer espiritual. Buscaba en el Sur, las latitudes más bajas, encarnadas por Italia y la enorme carga cultural que a través de ella informa a la cultura occidental, el complemento para su mirada de oso nórdico como él mismo se llama.
Ya una vez, mientras me refería con insistencia a la búsqueda del Sur que llevó a Le Corbusier a escribir la frase ¡incansablemente hacia el Sur! mientras sobrevolaba los Alpes en uno de sus varios viajes a La India, me llegó la mención a ese viaje cuando una alumna gringa de las que tuve en mi estancia de un año en esa parte de la América profunda que es Kentucky, encontró resonancias de lo que me empeñaba en decirle a ellos con lo que el gran alemán decía en su libro Viaje a Italia (Italienische Reise). Mi interés, esencial en ese momento, era el de trasmitirle a los más jóvenes la inquietud por conectarse con el mundo cultural y espiritual del Sur, que me parecía necesario para la revitalización de la mirada que la intelligentsia de su país y en general del mundo del Norte (eran los tiempos de la furia posmodernista) tenía respecto a la arquitectura: sesgada, parcial y excluyente.
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Esa preocupación la sigo teniendo pero no es tanto a ella a la que me quiero referir hoy sino a otro aspecto del viaje goethiano que me llamó mucho la atención.
En esa navegación a Sicilia, que fue desde Nápoles, parece ser que Goethe se mareó y sin embargo encontró tiempo y ánimo para continuar la escritura de su drama Tasso que había comenzado a escribir algún tiempo atrás. Y de la experiencia dejó escrito, entre otras cosas, lo siguiente: …Quien no se ha visto rodeado por el mar, no tiene ninguna idea del mundo y su relación con él…
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Yo me hubiera atrevido durante muchos momentos de mi vida y hasta hace dos décadas (no he navegado más) a decir lo mismo de Goethe aunque me hubiera parecido excesivo. Porque siempre pensé que el embarcarse y avanzar rodeado de lo desconocido (bajo el agua se abre un mundo siempre oscuro y misterioso y más allá del horizonte hay sólo promesas) es algo que a todo el mundo le convendría hacer, así como conviene siempre contemplar el mundo desde las alturas agrestes (Goethe, por cierto, también lo hacía como ejercicio del espíritu) y ver el mundo en su pequeñez.
Recibo esa frase como un regalo especial de tan ilustre personaje al ayudarme a justificar lo que durante muchos años me llevó a crearme una geografía personal de este lugar del mundo: el de la costa y frente a ella sus islas que se extienden casi como una cadena, reservándonos algunos lugares que si uno olvida las incomodidades de vivir con poca agua dulce y con la constante preocupación de que en la embarcación todo vaya bien, podría asemejarse con ventaja a cualquier paraíso.
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Esa relación con el mar y la navegación comenzó para mí en tempranas fechas.
Durante mi infancia comenzó a sembrarse durante las vacaciones anuales, tiempo en el que en cierto modo nos mudábamos desde Maracay a unas casitas de tiempos de Gómez en la bahía de Ocumare de la Costa para pasar allí toda la temporada, hasta mediados de Septiembre. Ya en esas últimas semanas el Mar Caribe rugía más de lo acostumbrado hasta ponerse a veces incómodo y perder su usual semblante azul y amable; las clases además recomenzaban llevándonos de nuevo a una rutina menos atrayente.
Viajar a Ocumare desde Maracay permitía atravesar ese bosque lluvioso tropical extraordinario que es el actual Parque Henri Pittier, siempre rodeado de niebla en su parte más alta y donde uno podía atisbar, desde la ventanilla del automóvil que papá conducía siempre con excesiva lentitud, lo que significaba en realidad la palabra selva.
Pero el momento culminante ocurría al llegar a la orilla del mar, a esas playas espléndidas, de arena blancuzca, refrescadas por la permanente brisa de esa bendición de la naturaleza que son los alisios. Y desde un nivel más bajo, el de la llanura que precedía producida por la descarga del río que desembocaba en uno de los extremos de la bahía, llegar corriendo con ese cosquilleo en la barriga que experimentan los niños cuando anticipan algo placentero, hasta ver el mar que hoy me parece que era de un azul especial que contrastaba con la espuma de olas fuertes típicas de esa bahía demasiado abierta hacia el mar profundo.
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De esos tiempos en adelante la vivencia del mar, la contemplación del mar, el detenerse ante él y dejar caminar la imaginación pensando en lo que habría detrás del horizonte, ocupó un lugar especial en mi vida que hoy lamento haber dejado atrás. Y cuando mucho más tarde, ya adolescente comencé a poder alejarme hacia adentro y ver la costa pequeña tal como si allá quedara el mundo y se redujese al barco y lo que en él había, siempre me emocioné y encontré algo parecido a una plenitud que me reconciliaba con muchas cosas. Y sacrifiqué bastante por conservar ese privilegio hasta que hoy, en esta Venezuela que ya nos es difícil reconocer, resulta incluso arriesgado deambular en soledad por sus más de 1500 kilómetros de uno de los litorales más hermosos del Caribe. Y más riesgoso todavía pretender construir algún refugio sin correr el riesgo del vandalismo o las amenazas de invasión.
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Siempre aprecié durante esas andanzas por el mar el talante cordial y la disposición abierta de quienes viven de él. He creído que los pescadores artesanales que aún pueblan nuestras costas representan algunos de los aspectos más valiosos del estar en el mundo característico de nuestra tierra. Y lo sigo pensando.
Ese modo abierto ya se nos había mostrado cuando durante nuestras vacaciones se acercaban a nuestra casa a ofrecer unos cuantos carites recién pescados, meros y pargos de vez en cuando y también langostas de la bahía de La Ciénega, o cuando mi madre dialogaba con ellos regateando, o los visitaba (Cecilia y Chucho estaban entre sus amigos) armando conversaciones sobre el día a día o preparando viajes a las bahías cercanas tan hermosas como Ocumare. De uno de esos viajes que debió hacerse remando en un bote de madera (de los que después dieron por llamarse peñeros) porque ese día no había motor, aún recuerdo el rumor de los remos (me parecía asombroso cuanto se avanzaba) y la curiosa tersura del agua del lado donde no pegaba el viento. Son vivencias únicas que se graban en el alma y nos hablan de pertenencia, del lugar donde nacimos.
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Y de estos pensamientos que se inician recordando un hombre especial del mundo del frío, especial es verdad pero de coordenadas muy distintas de las nuestras, podría concluirse que pensar y pensarnos es siempre un lugar de encuentro. Es, volviendo a la feliz frase de Le Corbusier, lo único verdaderamente trasmisible. Goethe, reflexionando desde su experiencia logra despertar, dos siglos después de su viaje a Palermo, algunas vivencias en el oscuro personaje que aquí escribe desde geografías que nada tienen que ver con las de él o los de su audiencia más inmediata. Ese es el sentido más lato de la cultura: el de la comunicación del pensamiento más allá de la anécdota.
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Y pensando en cual imagen colocar aquí para acompañar este dejar correr la imaginación, me encuentro con esta que tomé desde un bote hace tal vez cuarenta años al pasar al lado de uno de esos barcos pesqueros venezolanos que fondeado en una de las tantas bahías de por aquí, cobijaba a un pescador reclinado en su hamaca frente a un mamparo con un mural que representa su visión orgullosa de la nacionalidad. Fue por curiosidad que la tomé, pero también sentí, creo, solidaridad.
No sé donde andará Esther María por estos días, si habrá sobrevivido y flota aún llevando los hijos de quien allí descansaba, pero esta vista indiscreta de ese espacio rodeado de mar nos puede decir muchas cosas.