Oscar Tenreiro
Lo que ha ocurrido en los últimos dieciséis años en Venezuela, el drama de una nación llevada a la ruina en nombre de la ideología revolucionaria marxista, tuvo una de sus causas, junto a otras muchas, en el descrédito de la política institucionalizada en partidos representativos, eso que los revolucionarios cubanos llamaron con desprecio democracia representativa, como oposición a su versión de democracia popular.
A partir de ese descrédito y la aceptación mayoritaria de la necesidad de romper radicalmente con la situación de decadencia de una democracia minada por múltiples carencias, se creó en Venezuela una situación de desencanto con las dirigencias que abonó el camino al Régimen que padecemos desde 1998. Y ahora, casi diecisiete años después vivimos una extrema degradación política, económica y social que me parece útil describir como un ejercicio de objetivación que puede ayudar a quienes nos ven desde fuera. Si a usted le parece demasiado, sálteselo y siga más abajo.
Se eliminó la división de Poderes; el culto a la personalidad se hizo política de Estado; el cinismo forma de gobierno; la mentira se legitimó como defensa del Poder; se alentó y consumó la destrucción de las instituciones existentes; se crearon centenares de caricaturas de organización popular (las llamadas Comunas, antes Consejos Comunales) sostenidas por el Estado; se hizo común y necesario para conservar el Poder el más obsceno despilfarro del dinero público; la corrupción se toleró hasta hacerse común en amigos y allegados; la industria petrolera se convirtió en brazo económico directo del Presidente de la República, involucrándola en todo tipo de actividades económicas hasta llevarla a un desastre financiero; se adoptó como objetivo político la ruina de la gran producción privada; la dependencia absoluta de importaciones de alimentos se consideró mal menor del proceso de “cambio social”; la escasez de medicinas, alimentos, productos de higiene, vehículos, repuestos, insumos de todo tipo se justificó y sigue justificándose como componente ideológico que sustenta al Régimen; y el más perverso ingrediente de este escenario, producto de la impunidad, del infierno carcelario; de la organización de grupos paramilitares de apoyo revolucionario; del establecimiento de zonas sin ley, de las mafias sindicales armadas: se apoderó del país el crimen y nos ha sometido a todos.
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Todo ese decadente panorama en el país que ha tenido los mayores recursos en divisas extranjeras de toda Latinoamérica y de buena parte del mundo, disgregación que parece un caso sin precedentes, ha sido posible, entre otras muchas cosas pero como elemento importante, lo repito, porque la sociedad venezolana hizo suyo el descrédito de quienes ejercieron como políticos y a los partidos que los agrupaban. Un descrédito de lo político que al eliminar el contrapeso del juego democrático de partidos creó las condiciones para apoderarse de todos los niveles del Poder Público, apoyándose como instrumento principal en el control de la disidencia parlamentaria mediante la creación de un partido único.
Así pudo abrírsele espacio, con la sola limitación de las condiciones objetivas de una sociedad como la venezolana formada en el último siglo en la lucha a favor de la democracia y el desarrollo incipiente de un Estado de Derecho (por lo demás plagado de imperfecciones), a la aplicación de una ideología totalitaria, indefinida y confusa pero en fin de cuentas fundamento de un control social que ha sido efectivo. Se configuró así la anticipación deformada y hasta caricaturesca de un Estado Comunista, calificativo que nunca se ha querido emplear abiertamente por el oficialismo pero cuyo carácter fue inequívocamente explicitado tanto por el Líder Ausente como por quienes lo heredaron.
Una sociedad que luchaba por depurarse, con dificultad y éxitos disminuidos pero en todo caso con tenacidad, cayó en niveles extremos de disgregación y deterioro calificados desde esa misma matriz ideológica como situación de transición hacia momentos más felices que serían la culminación del tránsito revolucionario. Transición que ha configurado hoy una realidad perversamente retrógrada, de atraso en todos los órdenes, como es fácil comprobar si se sigue de cerca la actualidad venezolana. Acerca del cual he escrito en las dos últimas semanas refiriéndome a la cultura arquitectónica.
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Y visto lo ocurrido ¿No es éste, para nosotros, el momento de entender que los partidos son instituciones fundamentales de todo Estado de Derecho, de toda democracia?
Es una pregunta que muchos se han hecho en el momento actual venezolano. Y uno pensaría que la respuesta sería abrumadoramente positiva en el sector social que se resiste a aceptar que la democracia se nos ha ausentado definitivamente
Pero no ha sido así. Persiste una actitud de sospecha frente a los partidos y frente a los políticos. En las llamadas redes sociales diariamente aparecen acusaciones contra los líderes más conspicuos de una oposición que actúa, no está demás recordarlo, en condiciones de grosera desventaja frente a un oficialismo que controla abrumadoramente los medios de comunicación. Chismes van y vienen acusando de vendidos al Poder a los dirigentes más notorios. De apaciguados, de protagonistas de componendas a cambio de ventajas personales. Se pone en duda su honradez, se los califica, sobre todo a los que se han resistido a promover la insurrección popular que algunos alientan como única solución; una toma de la calle que las características dictatoriales del Régimen llevarían a una confrontación cruenta que alejaría aún más las posibilidades de reconciliación entre los venezolanos. Así ocurrió con lo que se llamó La Salida, movimiento de protesta que si logró llamar la atención internacional acerca de la gravedad de lo que ocurre en Venezuela, también le dio argumentos al Régimen para justificar el apresamiento de importantes líderes democráticos, de erosionar e irrespetar sus derechos, sometiendo a vejaciones a muchos.
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Aceptemos que la situación de crispación en la que vivimos, agobiados por la agresividad del cuadro que describí al principio, ha atizado la impaciencia de todos nosotros y ha hecho ver el trabajo político más callado, el de la organización social y del actuar poniendo a prueba los procedimientos democráticos, como si fuese un quietismo que soporta pasivamente la situación extrema que vive Venezuela sin dejar suficientemente clara y afirmada la indignación que vive una enorme cantidad de venezolanos. Se reclama entonces un dinamismo que pasa por alto lo que ya he dicho, que somos víctimas de una dictadura cruel, feroz, que trata permanentemente de hacer creer que su naturaleza es democrática, ante la cual se impone actuar con pausada inteligencia y no ceder a los impulsos.
Pero esa actitud más reflexiva parece estar demasiado lejos de la impaciencia de unos cuantos que no cejan en su labor de erosionar el prestigio de quienes no piensan como ellos.
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Pero hay más, un aspecto de lo que pudiéramos llamar la formación de opinión que en una situación de represión y de medios de comunicación avasallados por la doctrina oficial, adquiere una importancia desmesurada. Me refiero al simple intercambio de puntos de vista entre amigos, en círculos más o menos cercanos a cada uno de nosotros. Al que se expresa en reuniones familiares, en conversaciones de ocasión y en general en el roce social informal. Allí, como es lógico, predomina lo anecdótico, se impone siempre la experiencia directa, personal, en relación a la situación. Se habla de lo que se oye aquí y allá fuera de los medios controlados; de las carencias que se viven diaria y agudamente en el ámbito familiar; de la persecución para el sustento hogareño de toda clase de productos que van desde los básicos de aseo personal hasta todo tipo de alimento, algo jamás visto en el país; de las experiencias de agresión criminal que se han hecho comunes en todas las familias: el robo, el secuestro, el asesinato; todo ello sumado a la conciencia de que diariamente en todas las ciudades venezolanas se producen las más crueles acciones para robar lo que sea y donde sea. Y también a la falta de oportunidades de trabajo, el ínfimo nivel de los sueldos en aquellos que tienen la suerte de tener un empleo (un kilo de café de precio libre cuesta la quinta parte del sueldo de un profesional universitario recién graduado). Y finalmente el bombardeo constante con insultos y descalificaciones del alto oficialismo contra la oposición y sus líderes a través de cadenas de radio y televisión (¡casi diarias!).
Todo ese conjunto de estímulos negativos lleva a las personas en la escena familiar o más personal a expresarse en términos de extrema desesperanza, a decir que ya no hay remedio; pensar que darle un nuevo rumbo al país es casi una misión imposible; que votar con un sistema electoral controlado por el Régimen no ofrece salidas. Y algo muy sensible, al menos para mí: celebrar a los que emigran, dan por concluida toda posibilidad de superación del actual estancamiento.
Menudean entonces las opiniones impulsivas, se forma ese caldo de cultivo del chisme que como hemos dicho se orienta mal, hacia los dirigentes acusados de quietismo, y sobre todo prospera un clima casi agresivo dirigido a devaluar cualquier esperanza de que los venezolanos podremos conocer mejores tiempos.
Esa situación es gravosa sobre todo para los jóvenes, que terminan poniendo todas sus expectativas en la emigración, en un salir de aquí muy difícil de contrarrestar. Molesta por lo desorientadora para gentes (me incluyo entre ellas) que piensan que el Régimen no puede sostenerse sobre tanto desastre y que en Diciembre (elecciones) comenzará el necesario proceso de recomposición del país. Y sobre todo dañina en términos de identidad, porque ninguna sociedad del mundo puede reconstruirse sobre la desesperanza y la falta de fe en sus posibilidades por parte de quienes la componen.
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Y he aquí que ante un estado de cosas que puede ser visto como sumatoria de razones para alentar una especie de suicidio colectivo, aparecen los políticos que actúan públicamente como instrumentos de una actitud distinta que apunta no sólo hacia la esperanza sino hacia la confianza de que será posible la reconstrucción. La tienen aquellos que son, lo decía antes, objetivo de denuestos y devaluaciones a manos del escepticismo. Los oímos poco, es verdad, porque los canales de comunicación de los medios están cerrados por voluntad del Régimen. Pero cuando se expresan en lugares que sabemos dejan pasar la información y que sólo hay que tener disposición para buscarlos, nos hablan regularmente de un futuro mucho más promisor, de que despuntan síntomas de cambio positivo.
Y me apetece entonces elogiarlos. Rescatar su imagen. Respetar su sacrificio. Quiero llamar la atención sobre los que están sometidos a prisión, los que se han visto privados de derechos porque prefirieron el sacrificio personal por sobre el desencanto. Pero también (lo creo de la mayor importancia) sobre los que han sabido mantener el control de su indignación, quienes han sacrificado muchas cosas, tiempo, vida familiar, intimidad, descanso, para trabajar a favor de Venezuela…haciendo política y a la vez haciendo bien lo que creen saber hacer. Sí, la muy denostada política, que sin embargo es la protagonista esencial de todo escenario verdaderamente democrático.
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Porque si es verdad que hay y ha habido muchos políticos de pobre y triste desempeño hasta el punto que su actividad tiene lo que normalmente llamaríamos mala reputación, no puede negarse que los mejores políticos y la gran mayoría de los que han llegado al nivel de dirigentes, cuando se expresan en público deben ser cuidadosos y no dejarse llevar por impulsos momentáneos y sobre todo ser selectivos en cuanto a la credibilidad que le dan a lo que les llega en conversaciones ocasionales. Buscan no crear distancias o excluir, rasgo que por cierto los lleva muchas veces a expresarse acartonadamente, rígidamente, convirtiéndose en reproductores de lo que se espera de ellos. Es así como se llega a lo políticamente correcto, por la vía de la permanente búsqueda del consenso, búsqueda que para el político puede ser una trampa que lo disminuye. Pero repito, si hablamos de los mejores, de los que ayudan a darle sentido a la búsqueda democrática y a encauzar la opinión general, su discurso tiene el mérito, en una situación como la de Venezuela, de elevarse por encima de una especie de permanente maraña de suposiciones, análisis, intercambios obsesivos por Internet, que han probado ser un lastre para la labor de mantener una conducta que ayude a lo que todos queremos: una Venezuela más transparente, que asuma definitivamente su modernidad, que se eleve por encima de la anécdota de cafetín que hoy por hoy nos agobia, y que supere sus gravísimos problemas.
En ese preciso sentido prefiero mil veces a un político que al personaje (podría ser cualquier amigo suyo) que en la última reunión se vanagloriaba de que por fin sus hijos habían salido del país para salvarse. O al que se va acompañando una especie de estampida dejando atrás una vida hecha con no pocos logros. Los prefiero ante los que predican el escapismo y atizan la desesperanza. Los prefiero frente a quienes en estos últimos tiempos, sin darse cuenta de que estamos a punto de comenzar a rescatar los pedazos de una nación que ha sido vapuleada, se abandonan a la impaciencia.
Y a ellos, a esos políticos que al oírlos me devuelven la certidumbre de que estamos en el comienzo del fin de la pesadilla más destructiva que ha confiscado nuestra joven nación, dirijo un elogio hoy.
(Hacer los comentarios a través de la dirección otenreiroblog@gmail.com)