Oscar Tenreiro
El derrumbe de la Dictadura en Enero de 1958 fue un acontecimiento de grandes consecuencias en la evolución político-social de Venezuela con importantes implicaciones económicas. Ocurrieron cambios drásticos, y radicales, que tuvieron una palabra fuerte en la evolución de la cultura venezolana en los años que siguieron y, como es el objetivo de estas notas dilucidar, en el ejercicio de la arquitectura.
Intento compartir el testimonio del adolescente que era yo (18 años) y de la forma como en lo personal me afectó lo ocurrido, con la esperanza de que sirva para arrojar alguna luz sobre lo que acontecería en los meses (y años) que siguieron en el ámbito más amplio donde habría de moverme como arquitecto. Y haré también algunos comentarios generales que considero útiles para entender mejor lo ocurrido.
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Los estudiantes, como protagonistas de una serie de acontecimientos que habían acelerado el derrumbe de la dictadura, emergieron en la opinión pública con el desproporcionado rango de protagonistas del cambio político.
Algo de eso me salpicó en lo personal porque ya llevaba algunos meses movido por la inquietud de oposición a la dictadura contribuyendo con la protesta, primero levemente y luego con mayor intensidad. En la sede de un muy modesto negocio de copias de planos que había fundado junto a un amigo acepté custodiar y distribuir material subversivo que me suministraba Luis Jiménez Damas (fallecido prematuramente), compañero de los cursos superiores en la Facultad con nexos en la clandestinidad. En el carro de mi amigo salíamos de noche a regar los panfletos opositores por las calles y me mantenía atento, sin que mediara ningún compromiso directo con el activismo, sobre lo que se planeaba hacer. Así fue como me sumé decididamente junto a un grupo de compañeros de curso a la manifestación que en la Ciudad Universitaria el 21 de Noviembre del 57 salió de nuestra Facultad y había terminado con alguna violencia (un grupo destruyó las puertas de acceso antes de que viniera la policía) en la Biblioteca donde se realizaba un Congreso Internacional de Cardiología.
La misma madrugada del 23 de Enero del 58 acudimos a la mansión de Inocente Palacios a redactar un manifiesto estudiantil que salió publicado al día siguiente. En ese ambiente que poco decía de las preferencias políticas de izquierda marxista del dueño de casa y donde se podían ver obras de arte internacionales (Picasso, Calder, Lam, Leger) en todos los rincones, un grupo de estudiantes convocados por Luis Carlos, compañero de estudios de los cursos inferiores, se reunió a deliberar. Era curioso y muy característicamente venezolano el contraste entre el grupo de estudiantes trasnochados y bulliciosos y el ambiente palaciego de la mansión. De allí salimos a ser testigos del asalto a la Seguridad Nacional, la policía política de la dictadura, y desde cierta distancia pudimos ver algunos de los linchamientos de funcionarios (¡terrible visión!) que trataban de escapar desapercibidos entre los presos que ganaban la libertad.
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En los días inmediatamente posteriores a la caída, la condición de universitario funcionaba como una credencial especial que abría muchas puertas y facilitaba cualquier trámite; bastaba levantarle un poco la voz al funcionario e identificarse como estudiante universitario. Desde los cónclaves dirigentes que se habían organizado (los partidos comenzaban a actuar) se nos llamaba para resolver problemas como por ejemplo la lucha entre familias que alegaban haber llegado primero a invadir apartamentos en los edificios de vivienda terminados y sin adjudicar. Lo hacíamos como miembros de unas brigadas cívicas, con brazalete y todo. Y en cada crisis política (hubo muchas en los primeros tiempos), promovidas por sectores militares que se resistían a perder privilegios, los estudiantes éramos llamados a manifestarnos como parte de una perpetua movilización, muy revolucionaria por supuesto, durante la cual tuvieron lugar cosas que hoy parecerían inauditas, una de ellas que se nos entregaran armas libremente cuando se anunciaba alguna revuelta palaciega. No olvido la imagen de Fernando Lluberes (hermano menor de Pedro, el arquitecto), quien había sido mi compañero en secundaria y fallecería un par de años después, enarbolando un moderno fusil militar de repetición que alguien le había dado, llamando a voz en cuello en la Plaza del Rectorado de la Ciudad Universitaria a avanzar hacia el Palacio Presidencial de Miraflores el 7 de Septiembre del 58 con ocasión de uno de esos alzamientos militares protagonizados por subalternos descontentos con el nuevo estado de cosas. Y como parte de esas curiosas experiencias están las sesiones de entrenamiento para estudiantes que tenían lugar en el Polígono de Tiro de Conejo Blanco, a donde acudí junto a algunos de mis compañeros durante dos a tres semanas a disparar antiguos fusiles FAL pesadísimos y ruidosos con un retroceso tan fuerte que hacía perder toda noción de puntería.
En un momento dado, no recuerdo bien con ocasión de qué, teníamos la sede del Centro de Estudiantes de Arquitectura que recién se había instalado, repleta de cajas que contenían bombas molotov que contenían una probeta de un químico especial que actuaba de detonante, suministradas por los estudiantes de medicina. Las tuvimos allí por lo menos dos semanas, con gran inconciencia como era típico del momento.
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Como otro ejemplo de la debacle, la policía casi se disolvió, al menos en sus mandos y niveles más altos. Muchos de sus miembros simplemente se escaparon para no ser objeto de la ira de los grupos que recorrían la ciudad buscando venganza contra toda muestra del viejo Régimen. El mecanismo represivo cesó repentinamente. Y es importante recalcar que esa misma disolución se extendió a toda la estructura social acarreando todo tipo de consecuencias. En los medios sociales acomodados de los cuales formaban parte los altos funcionarios se produjo una desbandada. Muchos fueron abandonando precipitadamente el país para escapar de la ira popular que se manifestó durante varios días después del 23, en saqueos de las casas de los altos funcionarios. Y podía suceder de nuevo si se identificaba a alguien como colaborador de la depuesta dictadura.
Los más conocidos dentro de la oligarquía económica, los que habían formado parte del Congreso títere, los altos oficiales de las Fuerzas Armadas, fueron saliendo, encubiertos, semiocultos, hacia un exilio obligado, y entre ellos se incluían los constructores (miembros de las colonias italianas y portuguesa, que pasaron a ser vistas por muchos, sobre todo la italiana, como perezjimenistas que debían ser rechazados). Se habían beneficiado de sus contactos con el Régimen y habían amasado grandes fortunas; se iban del país dejando atrás sus redes de influencia que se diluían en el nuevo e impredecible panorama económico-social. Un factor este último que tendría claros efectos en el contexto económico que definiría las nuevas condiciones de ejercicio de la arquitectura.
Científicos (Fernández Morán y su Instituto de Investigación), gentes del mundo del Arte y la Arquitectura (el pintor Centeno Vallenilla, el arquitecto Luis Malaussena) fueron señalados como parte del pasado político. Y hasta conocidos animadores de televisión (recuerdo en particular el caso de Amador Bendayán) entraron en la lista de sospechosos.
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En nuestra Facultad se dio una especie de cacería de brujas. Muchos de los que habían visto, temerosos de la represión, los toros desde la barrera, los más cobardes, buscaron ocupar los primeros puestos en la tarea denunciadora de presuntos colaboracionistas. A uno de los compañeros de estudio de mi hermano Jesús se lo acusó de ser agente encubierto de la Seguridad Nacional y estuvo desaparecido por lo menos un año. También se acusó a profesores y salieron a flote los resentimientos de quienes habían sido tratados con dureza por algunos de ellos. Fue el caso de Charles Ventrillon, un profesor excepcional, severo, sobre quien he escrito mucho con admiración y agradecimiento, acusado por algunos de sus peores estudiantes, por los más mediocres, de tener nexos con la dictadura. Y (en mala hora) tuvo que abandonar la Facultad para ser acogido después por la Facultad de Ciencias donde estuvo después durante muchos años.
Recuerdo a propósito de estos oportunismos a un muy conocido arquitecto que aún hace gala de su ubicuidad junto al Poder, como orador en las asambleas muy concurridas de la Facultad hablando fuerte de Tomás José Sanabria (hace algunos años, cuando Sanabria aún vivía, lo llamó maestro en un evento público como tratando de rectificar su viejo pecado) a causa de su proyecto para el Teleférico del Avila y el Hotel Humboldt. Las cosas se llevaron a extremos tan dualistas que (tal vez en esa misma asamblea) un hombre de la inteligencia y agudeza de Aquiles Nazoa (1920-1976) ridiculizaba al Hotel diciendo (con indudable gracia, como le era habitual) que a la montaña le había nacido un maruto, (ombligo brotado en el habla coloquial venezolana), término que circuló y ayudó a devaluar un proyecto que sólo hoy cincuenta años después es cuando se respeta y admira como parte importante de nuestro patrimonio.
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Refiero todas estas cosas porque permiten, por la vía de la experiencia personal, de alguien que no formaba parte de ninguna organización sino que respondía a su responsabilidad íntima, darse una idea de la intensidad del cambio ocurrido, del modo como súbitamente todo parecía distinto. Así pasa en todo cambio político, que nos sirva de referencia para lo que vivimos hoy,
Hubo en efecto un vacío institucional que abrió espacio para las cosas más inusuales a la vez que daba cuenta de la extrema fragilidad, lo repito una y otra vez, que ha sido característica de la Venezuela donde he vivido. Una situación que habría de trasmitirse a otras esferas de la actividad social desencadenando entre otras cosas una crisis económica de considerables alcances atenuada, como siempre ha sido aquí, con la presencia segura del dinero petrolero en manos del nuevo Estado.
Fue un derrumbe drástico que propició cosas que podrían verse como los síntomas de una transformación radical, si no se tratase, como lo veo hoy en día, de dejar en evidencia la improvisación y levedad de la red de instituciones de una sociedad que luchaba por encontrar su camino, por apoyarse en algo más sólido que el voluntarismo de caudillos y cúpulas de Poder. Bastó la ausencia del caudillo de ese momento, bastó que se conociera su huida, su derrota, para que todo lo que representaba hasta ese momento fuese visto con desprecio, calificado de ilegítimo, irrespetado.
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