El espacio público se confunde con los espacios residuales producidos por la alteración topográfica
Oscar Tenreiro
El cambio drástico del debate público, acompañado de una polarización política en la que destacaba, como ha sido muy propio del mundo latinoamericano, la presión del marxismo y sus profecías acerca del triunfo del socialismo universal, tuvo una fuerte influencia en todos los niveles de la actividad venezolana en los meses inmediatos a Enero del 58 y aún en los años que siguieron. Hubo violencia, crispación, tensión, consecuencias de lo precario del equilibrio entre los distintos grupos. El futuro parecía estarse decidiendo diariamente.
He narrado diversos aspectos de mi experiencia personal porque ilustran hasta qué punto mi conducta, la de un adolescente pequeño-burgués más o menos típico, cambió. Y parece de simple lógica suponer que lo que me ocurrió a mí, el impacto de una conmoción de tipo colectivo que llamaba a tomar posición, dar una respuesta, actuar, sería el caso para muchos más. Lo fue para quienes me rodeaban, compañeros en edad o adultos que llenaban mi espacio como estudiante universitario, para los que conocía de más lejos, para las figuras públicas establecidas, para los que recién entraban en la escena, para todos.
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Se trataba, es a eso a lo que en definitiva quiero llegar, de un cambio cultural que podía llamarse significativo. Y los cambios culturales influyen de un modo directo al espacio en el que ejercemos nuestra disciplina. La visión incipiente que teníamos de la arquitectura, lo que esa visión demandaba de nuestros educadores, las condiciones en las que se daba nuestra formación, todo apuntaba en direcciones que no habíamos previsto; había habido una expansión fuerte hacia la dimensión colectiva. Alterados nuestros puntos de vista sobre lo que se abría ante nosotros, para bien o para mal, ya no veíamos a los arquitectos ubicados en el nuevo contexto del mismo modo como hasta entonces. Y estoy seguro, esa es mi tesis acerca del nuevo rumbo que tomó la arquitectura venezolana, que lo mismo le acontecía a los arquitectos actuantes: se había alterado su mundo de referencias, se encontraban ante exigencias nuevas y su campo de acción era otro.
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Impregnó el ambiente la idea de que Venezuela se encontraba comenzando de nuevo. Regresaba el fantasma más característico de nuestra corta historia, el de la rectificación y reinicio. Nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos había dicho Cipriano Castro en 1903 cuando tomaba el Poder gracias al triunfo de la Revolución Restauradora. Ahora podía decirse lo mismo, se escenificaba de nuevo el teatro del recomienzo.
Venezuela se hizo territorio populista. Si en la etapa dictatorial y en los gobiernos que la precedieron ya se venía consolidando un Estado Benefactor no financiado por los impuestos a la producción y el comercio (mínimos en un país atrasado y despoblado) sino por el manejo dadivoso del dinero del petróleo, la visión desarrollista que prosperó en la dictadura no impidió que el erario nacional continuara siendo la fuente de todo bien económico. Y como la etapa que se abrió a partir de Enero se iniciaba sobrecargada de propósitos redistributivos de la renta petrolera, el impulso populista, revestido ya de contornos ideológicos que hicieron mella en todos los sectores, se exacerbó.
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Se vinieron abajo así, de la noche a la mañana, gran parte de las iniciativas del capital privado que se encontraban dando forma a una parte importante del proceso de transformación de la ciudad. Los inversionistas que apostaban a la expansión abandonaron sus promociones y en muchos casos dejaron las obras inconclusas. El mundo financiero entró en una suerte de colapso que produjo nuevas regulaciones y casi paralizó la construcción privada. Se detuvo la construcción de edificios de vivienda en alquiler, al imponerse la regulación de los cánones de arrendamiento mediante Ley. Y a pesar de que prosperó en los años siguientes la vivienda en condominio (se aprobó la Ley de Propiedad Horizontal), el efecto positivo de esa nueva modalidad en la reactivación de la construcción tomaría aún algunos años.
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Se desacreditó en conjunto todo lo que se venía haciendo en el campo de la vivienda social por insuficiente, costoso o inadecuado. Se hizo famosa la consigna “no más superbloques” pronunciada por Rómulo Betancourt en su primer discurso al apenas bajarse del avión que lo traía desde el exilio, pero nunca se adelantó un debate serio, sistemático, que permitiera rescatar lo valioso, que era mucho, de las experiencias realizadas.
En lugar de apuntar hacia la corrección de los problemas de los grandes conjuntos de Caracas se hizo militancia ideológica contra la vivienda en altura. En búsqueda de apoyo se contrató con un organismo internacional (su representante se llamaba Eric Carlson, si mal no recuerdo, lo conocí), un voluminoso reporte que la desaconsejaba, siguiendo una tendencia internacional y la lógica reacción frente a los problemas que la plagaban.
Esa conversión de una discusión profesional y si se quiere sociológica, en asunto propio de la ideología trajo como consecuencia una indefinición que puso obstáculos a la formulación de una política de Estado sobre vivienda social que aún hoy, cincuenta años después, sigue dependiendo de coyunturas políticas.
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Se hizo común calificar de faraónico o suntuario casi todo lo que se había hecho hasta el momento. Hasta la Ciudad Universitaria fue tachada de suntuaria, y no sólo se le dosificaron recursos a su continuación sino que en todas las experiencias de nuevas sedes universitarias no se llegó nunca a alcanzar los estándares con los que fue construida. Comenzó en estos años lo que después se ha convertido en peso muerto entre nosotros: la idea de que en la arquitectura pública no se justifica un mayor costo para obtener mejores niveles de calidad. Se institucionalizó el más por menos. Y en los años que seguirían surgieron incluso arquitectos con fuerte influencia política que dedicaron sus mejores esfuerzos a hacer realidad ese principio.
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Repasemos un poco las edades que tenían para ese momento los arquitectos cuya obra ya había trascendido no sólo en nuestro país sino a nivel internacional:
Tomás José Sanabria (1922) 36 años; Eduardo Sanabria (1930) 28 años; Oscar Carpio (1926) 32 años; Guido Bermúdez(1925) 33 años; Julián Ferris (1921) 37 años; Martín Vegas Pacheco (1926) 32 años; José Miguel Galia (1919) 39 años; José Fructuoso Vivas (1928) 30 años; Carlos Celis Cepero (1925) 33 años; Pedro Lluberes (1928) 30 años; Humberto Vera Barrios (1928) 30 años; Carlos Guinand Baldó (1925) 33 años; Moisés Benacerraf (1924) 34 años; Emile Vestuti (1928) 30 años. Y una excepción de otra generación: Carlos Raúl Villanueva (1900) 58 años.
Basta esa pequeña muestra (que deja nombres fuera), para darnos cuenta de la extrema juventud de quienes habían llevado hasta la discusión internacional a la arquitectura venezolana, algunas de cuyas obras habían sido construidas a comienzos de los años 50.
Hablar de la edad es útil además para explicar la gran frescura de algunas de las obras que les habían dado notoriedad y a la vez nos sirve para entender mejor su relativa inmadurez. Hablo de la inmadurez que pudiéramos llamar cultural y que tanto afecta, como se ha dicho suficientemente al hablar de la arquitectura como un arte de viejos, a los más importantes fundamentos de nuestro ejercicio. Hasta qué punto, gente tan joven, muchos de mínimo trajín en la polémica pública estaban en condiciones de hacer valer las razones de la arquitectura frente al embate populista.
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Esas razones de la arquitectura, ya lo he comentado insistentemente y lo recordaba al comienzo de estas notas, no se expresan en palabras sino en la obra misma. Y en el sector privado por ejemplo, se había dejado de construir, mientras que en el público se pretendía corregir errores, redefinir orientaciones, reprogramar proyectos, se practicaba un revisionismo que interfería y paralizaba. Aún así, la inercia que venía desde la etapa de expansión permitió que en los primeros años de democracia, acaso en todo el período de gobierno de Rómulo Betancourt, el Estado construyera preservando los niveles de calidad anteriores antes de que los tecnócratas impusieran el más por menos.
En el campo privado, si se continuaba lo abandonado se hacía bajo condiciones que habían dejado atrás los ímpetus innovadores característicos de la expansión y el optimismo, se trabajaba con demasiada cautela en un contexto económico en abierta crisis y la poca arquitectura que siguió ejecutándose lo mostraba.
No había pues construcción de arquitectura que pudiera reforzar un pensamiento. Y tampoco ese puñado de jóvenes que se habían iniciado con tanta energía tenían, como decía antes, la madurez cultural que podía representar con fuerza y decisión un polo contrario que pudiéramos llamar teórico, expresado en las discusiones y en los textos polémicos. Dos o tres voces en el campo marxista llevaban la batuta de la nueva teoría y asumían el papel de perdonavidas mientras en el lado opuesto reinaba una especie de silencio cauteloso y tímido.
Y si tomamos en cuenta lo que hacía notar muy al comienzo de estas notas recordando que es la sociedad como receptora de una tradición, como heredera del proceso de transformación física a lo largo de una historia común, la que actúa en salvaguarda de un saber, podemos concluir en que la reducción terminaría ganando espacio. No era el caso de figuras individuales, era un patrimonio el que podía dar los argumentos para resistir, y ese patrimonio en aquellos años era demasiado escaso, puntual, casi accidental. Si consideramos que hasta la máxima obra de la modernidad arquitectónica nuestra, la Ciudad Universitaria, había sido objeto de devaluación ideológica ¿qué podía quedar para todo lo demás sino una especie de desnudez que permitió el florecimiento de prejuicios críticos que se impusieron como únicas verdades?
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Prejuicios críticos que se originaron y cultivaron sobre todo en el medio universitario. La Universidad se había convertido en el más activo centro del debate ideológico que acompañó y en algunos casos inspiró al proceso político con fuertes repercusiones en la orientación docente y en la atmósfera que la acompañaba. Así ocurrió con especial intensidad en la Facultad de Arquitectura.
Se fue imponiendo en el ambiente que dominaba entre arquitectos y aspirantes, como si se tratase de un esfuerzo imprescindible para borrar toda mala conciencia, una visión crítica a cargo de un pequeño pero activo grupo de portadores de la buena nueva, sobrecargada de radicalismo de inspiración marxista, manejada con la libertad que da ser tuerto en país de ciegos, porque no había ni críticos ni crítica que equilibrara el debate. Desde el aula y los debates públicos que se escenificaban con mucha frecuencia, tomó forma algo parecido a una inquisición ideológica que redujo la obra y los esfuerzos de muchos de nuestros principales arquitectos a la de víctimas de una taxonomía interesada y falaz. Todo arquitecto que no calzara dentro de los límites aceptables para estos clérigos moralistas se calificaba de modo derogatorio y se elaboraban toda clase de coartadas a favor de los allegados o amigos próximos en el culto revolucionario.
Que esto haya sido logrado por un puñado de audaces de inteligencia para la polémica pero de cortedad intelectual que ha quedado demostrada en el tiempo posterior, se debió, no podemos dejar de repetirlo, a la fragilidad cultural y la ausencia de tradición. A nuestra insuficiencia.