Oscar Tenreiro
Estando reunidos con Dios los distintos países en el acto de otorgamiento de bondades y maldades para cada uno, hubo un amotinamiento cuando se supo de las excesivas bondades que se le otorgaban a Venezuela: mar amable, playas, montañas, inmensos ríos, climas especiales, animales fabulosos…y así por el estilo. Y para rematar, abundantísimo petróleo para pagar todas las cuentas. Ante la amenaza de rebelión general por el favoritismo del cual se le acusaba, el Creador llamó a mantener la calma …había decidido poblar a Venezuela de venezolanos. Anónimo venezolano 1975-80
Este cuento que nos hacía reír de nosotros mismos, cosa siempre necesaria y sobre todo psicológicamente saludable, circulaba en la Venezuela del boom petrolero de fines de los setenta. Era la forma como su anónimo inventor (podían ser varios como ocurría en un juego que se llamaba telegrama) de hacer ver cuántas cosas buenas se habían arruinado por efecto de nuestro a menudo absurdo comportamiento colectivo. Y la cuestión viene a cuento a propósito del Lago de Valencia y las ciudades (Maracay y Valencia) y pueblos que se formaron a su vera (Güigüe y otros).
Y para continuar con la anécdota personal y su capacidad de producir reflexiones más amplias, digo que el Domingo pasado decidí (hacía un día realmente hermoso, radiante el sol, fresco y transparente el aire) acercarme hasta el Lago para ver si era posible redescubrir algunas de las cosas que desde mi niñez había retenido.
Una hora después de salir de Caracas estábamos ya en el distribuidor de Tapa-Tapa, donde saliendo a la izquierda recordaba la salida hacia Punta Palmita. Tibisay, una señora tranquila y sonriente de esas que a menudo encuentra uno en cada lugar nuestro, nos dio algunas indicaciones cuando nos paramos a preguntarle, para luego incorporarse a la expedición como nuestra guía desde el asiento trasero, porque de paso la dejarìamos en su casa.
Ya no quedaba ni rastro de la famosa recta de Boca del Río, lo cual no quiere decir que no esté sino que las referencias visuales han cambiado demasiado como para que pudiese ubicarla, y cuando pasamos frente al Aeropuerto (llamado Tacarigua como el lago) que sirve a la ciudad, era lógico suponer que lo habían construido cerca de las márgenes de la pista de aterrizaje que veíamos a lo lejos desde la recta durante nuestros paseos dominicales.
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En muy poco tiempo llegamos a Punta Palmita, que según los mapas es una pequeña península hoy ocupada por uno de esos barrios de suburbio que han surgido en todas nuestras ciudades (todo el borde de ese lado del lago es un gran barrio) y que según nuestra acompañante era, como podía esperarse en este difícil país nuestro, zona de malandros con quienes hay que convivir y obligan a tener muchas precauciones sobre todo si los ven a ustedes solos en esta camioneta. Así que, siguiendo las advertencias y gracias a una vecina que descansaba bajo la sombra de un árbol al lado de su casa, pudimos acercarnos para ver el espléndido panorama que se abría hacia la extensión de agua. De un color azul verdoso como el cielo claro de ese día, hermosa, muy hermosa, casi invitante podría decirse, la orilla poblada de árboles, cocoteros de cuando en cuando, frutales, y más arriba las casitas precarias, menesterosas, que se sienten amenazadas en las zonas más bajas (nos lo recordó Tibisay) por el constante aumento del nivel del agua que en algunos puntos ha obligado a evacuaciones importantes.
Tibisay, quien nos dijo que vivía cerca de ese lugar desde muchos años atrás, nunca había oído nada sobre la Plaza de las Guacamayas de mis recuerdos y mucho menos de un embarcadero. Nos habló de que pese a la contaminación (asunto que todo el mundo sabe), la gente pesca y hay toda clase de peces, guabinas, bagres, pavones, morocotos, cachamas, que la gente más arriesgada come sabiendo de la posible condición tóxica.
(Van tres imágenes, la primera con una colina de escombros. la tercera con el extremo del basural desde donde fue tomada, testimonios ambos del deterioro urbano)
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Hubiéramos querido continuar a lo largo de la orilla pero desistimos por temor al crimen, y el recuerdo de la experiencia de un colega y su esposa (Luis Polito, profesor de la Facultad) asaltado a punta de machete al regreso de la visita de la Abadía Benedictina proyecto de Jesús Tenreiro, que se alza cerca de la margen Sur del Lago más allá del pueblo de Güigüe.
Así que nos quedamos con las ganas, a la vez que no podía dejar de imaginarme a un eje recreativo y de amenidades urbanas a lo largo de un dique-malecón que proveyera de borde duro entre la ciudad y el agua (se habló de construirlo para protección pero se desistió con el argumento de que el aumento del nivel de las aguas era controlable con obras hidráulicas). Y no sólo eso sino que pensaba lo importante que podía ser la conquista de esas riberas para deportes náuticos de todo tipo, además del aliciente al turismo que un aprovechamiento integral daría.
Desde mi adolescencia, ya viviendo en Caracas y en los primeros años sesenta del siglo pasado, oí hablar de la protección del Lago de Valencia. Cada cierto tiempo la prensa recogía las iniciativas que debían tomarse para evitar que los desechos industriales y la escorrentía descontrolada desde las zonas de cultivo llegaran sin tratamiento al lago, aparte, por supuesto, de las aguas negras de las ciudades y pueblos ribereños. Cuánto de eso ha sido puesto en práctica lo desconozco, pero lo que sí sabemos es que el fantástico recurso que es el lago, ha sido convertido, él mismo, en una especie de desecho al cual se le vuelve la espalda, se ignora, se considera inexistente y ahora amenaza. Esta patética experiencia política que se ha querido llamar revolución, ni siquiera en este ámbito, el de los recursos naturales que deben preservarse para toda la sociedad, mostró sensiblidad alguna. Pasaron por sus manos enormes cantidades de dinero de las cuales una fracción hubiere establecido una pauta para iniciar un vigoroso proceso de rescate del lago para los habitantes de dos de las ciudades más importantes del país, con la consiguiente mejora de su calidad de vida, y nada se hizo porque eso estaba más allá del ignorante simplismo, del conjunto de bolserías podría decirse coloquialmente, que El Ausente y su gente consideraba su legado histórico.
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No es posible seguir ignorando esta triste verdad. Para los venezolanos la atención hacia asuntos tan esenciales, que además se repiten en muchos otros puntos de nuestra geografía, ha estado siempre en segundo término, a pesar de las declaratorias de parques nacionales y zonas protegidas que permiten lavar un poco la mala conciencia. Y no es cuestión de crear Ministerios, o de cambiarles el nombre para dar la sensación con títulos y palabras de que algo se hace, sino de establecer claras prioridades que puedan incluso convertirse en banderas que todos asumimos. Nuestro Ministerio del Ambiente, creado hace varias décadas y hoy rebautizado con el ridículo nombre de Ministerio del Ecosocialismo y Aguas, terminó convirtiéndose, al menos para quienes lo veíamos desde la distancia, en una armazón burocrática restrictiva que creó toda clase de regulaciones que sólo cumplen los que son en cierto modo extorsionados para hacerlo y así poder obtener, por ejemplo, la posibilidad de construir y hasta la de talar un árbol para abrirle paso a algún bien colectivo. Se prodigó la exigencia de estudios de impacto ambiental innecesarios que sirvieron sólo para darle trabajo a urbanistas en ejercicio o para, como ha venido siendo costumbre nuestra, maquillar con un aparente celo por hacer cumplir la ley, la falta absoluta de objetivos de impacto real en la preservación de nuestro patrimonio natural. No soy de los que se lamentan de la desaparición del viejo nombre del Ministerio, y hasta me importaría bien poco la desaparición completa de esa veta de burocratismo, si tuviera certeza de que desde el discurso político, desde los gobiernos que vengan en lo sucesivo, se desarrolla una conciencia real sobre lo que hay que hacer para que nuestro cursos de agua dejen de ser cloacas, nuestras ciudades cuenten con sistemas de tratamiento de aguas, nuestro mar sea protegido para evitar que por ejemplo desde el Río Tuy, que carga consigo las aguas negras de Caracas, lleguen al mar diariamente toneladas de desechos plásticos y tóxicos que amenazan permanentemente uno de los sectores más extraordinarios de nuestro litoral.
Puede entonces explotarnos en la cara el cuento del epígrafe. La realidad está allí, no puede negarse.
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