Oscar Tenreiro
A unos pocos kilómetros de Maracay, poco antes de la selva lluviosa y ya adentrándose en la montaña, había de un lado de la carretera un puesto de comida en el cual se detenía a veces mi padre para unas arepas siempre un poco frías, mala cualidad para una arepa. Su dueño tenía unas hijas muy bellas con nombres de países. Una de ellas Argentina y otra América, la tercera no sé. Supe tiempo después, oyendo de lejos una conversación entre mis padres, que una de ellas, no sé cual, se había fugado con un parroquiano devenido en pretendiente, incidente que puso a funcionar los aspectos menos transparentes de mi imaginación infantil, los mismos que se dispararon cuando Juan Plate el pescador conquistó a una muchacha que trabajaba en la casa de nombre Teodora que nos había acompañado a Ocumare. Ella se sentaba con nosotros en la enramada donde Juan reparaba el tren de pesca, acompañándonos o a veces por su cuenta cuando no tenía otras cosas que hacer, y así luego de varias sentadas se despertó un idilio cuyo posterior desenlace tuvo un efecto bastante problemático en el humor de mi madre: un buen día ella desapareció y se supo que había sido en compañia de nuestro pescador favorito, quien desde ese momento dejó de ser objeto de los afectos familiares. Y la verdad es que Teodora era una mujer hermosa, algo gordita, pero tranquila y dulce. Si la viera hoy la reconocería, como también creo que me pasaría con las dueñas de los nombres geográficos.
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Más adelante en la carretera, cuando ya el ambiente era de niebla y espesura, se podía entrever más arriba a la derecha, la estructura blanca enmohecida de lo que iba a ser un hotel, comenzado a construir en tiempos de Gómez. Aprendo hoy que la estructura se debe al ingeniero francés André Potel quien según algunas versiones tenía el papel de coordinador de las obras gomecistas de Maracay. Lo que se veía desde la carretera daba una impresión un tanto misteriosa por no decir tenebrosa, con sus superficies blancas sucias de humedades asomándose entre los claros de la niebla y la intrincada vegetación. Siempre lo pasábamos de largo mientras hacíamos las preguntas de rigor hasta que un día, en uno de esos viajes, papá nos anunció que iríamos a visitar a un científico americano que allí vivía, el Dr. Beebe, a quien él había conocido en el Hotel Jardín. Papá sólo sabía de él que estaba asentado en el abandonado hotel haciendo investigaciones, y eso mismo parecía ser lo que en general se sabía en Maracay, pero mucho después me enteré (y algo llegué a escribir en mis tiempos del Diario de Caracas) que se trataba del Dr. Charles William Beebe (1877-1962) famoso internacionalmente. Su fama venía de haber descendido hacia el fondo del mar cerca de las islas Bermudas en 1934 junto con Otis Barton (1899-1992) algo más de 900 metros, en una Batisfera diseñada por Barton quien era ingeniero y en 1949, esa vez solo, llegó hasta casi 1400 metros, ambos records mundiales sólo superados años más tarde por el Batiscafo del belga Jacques Piccard (1922-2008). Beebe era Director de Investigación Tropical de la Sociedad Zoológica de Nueva York y estuvo un tiempo en Venezuela, acomodado no sé de cual manera allí en la ruinosa estructura en medio de las nieblas de Rancho Grande, tal vez en 1946, que fue cuando lo conoció mi padre.
El día de la visita los niños tuvimos una pequeña fiesta para los sentidos mientras mi padre conversaba con Beebe supongo que en inglés macarrónico ayudado por la intervenciones de mi hermano mayor, Jesús, que ya algo había aprendido en primer año de secundaria. Nos brindó muchas atenciones una joven señora americana mientras nos enseñaba una serie de ejemplares vivos que guardaban en pequeñas cajas de cristal, entre los cuales una culebrita negra con pintas amarillas que según ella era completamente inofensiva y la agarraba con la mano ante nuestra explícita desconfianza.
Y no recuerdo más, salvo que aquella fue nuestra única incursión por el frustrado hotel, y hoy al narrarla me lleva a pensar en un par de cosas.
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Una de ellas es que la joya natural que es el Parque Henri Pittier parecía llamarnos muy poco la atención a nosotros los venezolanos, lo cual contrasta con el interés que suscitaba en el exterior. Porque venía gente de muy alto nivel especialmente a visitarlo. No sólo el Dr. Beebe, sino unos años después, luego de abdicar en 1951, el Ex-Rey Leopoldo III de Bélgica quien vino a recorrerlo varias veces, (también estuvo en algunas regiones de Colombia) y le sirvió al menos una vez de attaché (en varias ocasiones lo acompañó José María Cruxent nuestro más prominente arqueólogo en ese tiempo) nuestro primo hermano, Tomás Pérez Tenreiro, militar, responsabilidad que le fue asignada porque hablaba francés a causa de sus estudios de especialización en Francia. Una vez nos cruzamos con su comitiva por la carretera, yendo el ex-rey en un auto descapotado, sentado en el borde del espaldar del asiento trasero con una escopeta sobre las piernas.
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Ese desinterés criollo pudo ser para mí la primera demostración de que habitábamos en un país muy poco consciente de sus recursos más importantes. Nuestro muy incipiente desarrollo cultural, nuestro atraso debemos decir sin rubor, no da sino un soporte institucional muy débil a quienes se esfuerzan por conocer mejor el medio en el cual vivimos. Los recursos en manos privadas por una parte, que han sido muy abundantes a resultas del excedente petrolero, están dirigidos exclusivamente al disfrute personal con muy poca conexión con los aspectos colectivos, hasta llegar a ser un rasgo muy característico de la sociedad venezolana el interesarse sólo en lo propio dejando todo asunto colectivo como responsabilidad del gobierno.
En cuanto a la esfera pública, la dependencia petrolera en la distribución de los gastos del Estado hace del presupuesto nacional una especie de torta dividida en muchos pedazos cuyo tamaño depende de los precios del mineral, hasta el punto de que puede llegar a ser tan pequeño como el que mantiene paralizadas hoy a las universidades venezolanas y a la investigación de la cual son responsables. Pedazo aún más pequeño o inexistente para todo lo relativo a investigación extra-universitaria. Si Beebe o cualquier otro investigador extranjero, pudo dedicar parte de su vida a Rancho Grande fue porque en su país se le dispensaron los recursos por vía de la ya mencionada Sociedad Zoológica de Nueva York (hoy World Conservation Society) de casi exclusivo financiamiento privado, no porque dependía de alguna burocracia pública como ocurre aquí.
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Y fue cuando hubo algún dinero público cuando muchos años más tarde que el Dr. Beebe, en el viejo hotel se instalaron el Instituto de Parques y una Estación Biológica de la Universidad Central de Venezuela, iniciativa que requirió realizar una obras, sumatoria de intervenciones muy básicas, que se hicieron de modo bastante improvisado, sin llenar los estándares de una verdadera rehabilitación arquitectónica. Estación que después del deslave que en esa zona ocurrió en Septiembre de 1987, una tragedia de gran magnitud, se asoció a una serie de estaciones meteorológicas diseñadas como un sistema de alarma, contando con equipos donados por el Japón, hoy en estado de completo abandono, una muestra clara de lo que vengo diciendo sobre el desdén y la desidia hacia lo público.
La segunda reflexión la dejaré para la próxima semana.
(Hacer los comentarios a través de la dirección otenreiroblog@gmail.com)
EL CUMPLEAÑOS DE JESÚS
Hoy hubiera cumplido ochenta años Jesus Antonio Tenreiro Degwitz, mi hermano mayor, arquitecto clave para la cultura arquitectónica venezolana, nacido el 9 de Abril de 1936, fallecido el 10 de Diciembre de 2007.
Evito escribir sobre él porque si se trata de su arquitectura prefiero que lo haga alguien con vista más lejana, y si es desde una perspectiva personal, lo que valdría la pena decir puede tener raíces muy íntimas que en cierto modo me paralizan. Pero es lo personal sin embargo, mucho más que lo que pudiéramos llamar intelectual o académico, lo que más me mueve el alma en relación con él.
Comenzaría por el misterio de ser hermano, que llamo misterio porque ya desde la perspectiva bíblica se señalan en esa condición las más difíciles contradicciones que sin duda, como es preciso entender, están presentes en todos nosotros.
Como nuestro padre prefería observar y juzgar desde la distancia, siendo primogénito a Jesús le correspondió un papel ductor y hasta regulador sobre todo el resto de la familia cercana, incluyéndonos sin duda a todos los hermanos, papel que en alguna medida vino a ser la característica más resaltante de la personalidad del Jesús adulto: dar pautas, presionar en alguna dirección, abrir los ojos hacia lo que él consideraba importante aunque fuese a costa de forzar las cosas. Así que para los demás hermanos cumplió un papel paternal que con frecuencia se tornaba áspero. Rasgo, por cierto, ese forzado paternalismo, que parece ser de carácter familiar.
Fue así que desde un rol ductor que no tuvo más remedio que vivir y que le acarreó dificultades, su apasionamiento por lo que hacía, por lo que le gustaba, por lo que disfrutaba, vino a cumplir una suerte de carácter pedagógico en el seno familiar. Todos terminamos, por acción u omisión, encaminándonos en una dirección señalada o cultivada por Jesús.
Dejando de lado las asperezas, que no fueron pocas, guardo un agradecimiento muy especial por esa pedagogía caracterizada sobre todo por la pasión por lo que hacía o deseaba hacer y que en relación a la arquitectura hice mía mucho más tarde que él y después de haber vivido de otro modo. Y es por eso, que en el terreno espiritual, más allá de las militancias, de las convicciones, por encima de las peculiaridades de carácter y tratando de afirmarme en lo más profundo, lo considero como mi segundo padre. Espacio espiritual acompañado de lucha, de confrontación, de discrepancia, hasta de antagonismo, pero nutrido de las mismas fuentes, de las que nos hablan de la trascendencia.
Alguna vez, en sus años últimos hablamos sobre la muerte. Y desde entonces, por razones de edad y porque el tiempo pasa, esos pensamientos regresan una y otra vez transformados, ampliados, reelaborados. Cuando estaba en un momento difícil al manifestarse los síntomas de que el fin podía estar cerca, algo le dije acerca de que nos encontraríamos. Lo creo así. Lo espero así. Y podremos hablar en paz. Con pasión, agotada ya la discrepancia.