Oscar Tenreiro
El primer tratado renacentista sobre Arquitectura, como publicación que resumía distintos principios y los ponía al alcance de muchos, se debió a Leon Battista Alberti (1404-1472).
Alberti fue un hombre de extraordinaria altura intelectual; publicó varios libros y decenas de escritos sobre muy diversos temas además de la Arquitectura: Pintura, Escultura, Filosofía, Literatura, Teatro, Oratoria, Política, Historia, Matemáticas, Geometría, Náutica y hasta Agricultura. Su Tratado sobre Arquitectura, De re aedificatoria, aunque escrito en 1452 sólo fue publicado en 1485, después de su muerte. Está organizado en diez libros, de los cuales los cinco primeros se relacionan con las cuestiones básicas de la construcción, luego cuatro al Ornamento, de los cuales el primero lo dedica a la Ciencia de las Proporciones y los otros tres al Ornamento Sagrado, al Público-Profano y al Privado, todos teniendo como referencia primera la arquitectura greco-romana. El décimo está dedicado a la restauración, lo cual es sumamente novedoso porque en los tiempos anteriores imperaba la idea de destruir los vestigios del pasado.
La mirada de Alberti está pues dirigida, y como veremos la de Palladio casi un siglo después y la de todos los tratadistas del Renacimiento, al pasado Greco-Romano como modelo, tal como si se tratase, insisto en ello, de un imprescindible reconocimiento sin el cual la Arquitectura carecería de raíces, mensaje que se arraiga al mismo tiempo del nacimiento de la profesión de arquitecto, separada ya, repito, con Alberti como modelo, de la del artesano maestro constructor, del aparejador, del obrero calificado. Encuentro al respecto en la Enciclopedia Británica (pág. 380, Tomo 19 de la Macropedia) consulta obligada a los fines de estas reflexiones, lo siguiente: La Arquitectura del Renacimiento ya no se produjo más por los artesanos sino por hombres educados. En Italia durante los siglos quince y dieciséis el arquitecto fue gradualmente adquiriendo estatus social como resultado de su conocimiento y educación que se relacionaban con la teoría y los principios del diseño más que con el arte de construir…Y es, como mencionaba en la Digresión anterior, esta especie de nacimiento de una Teoría, un tipo de codificación que aspira a ser conocimiento, lo que consolida la idea de Estilo.
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Ya avanzado el siglo dieciséis, gracias al atractivo intelectual del ejercicio de compilación y sistematización de la construcción, los tratadistas se multiplican. Es un ejercicio que abre acceso al Poder y permite subir en la escala social a los dueños de un saber, en tiempos en los cuales el saber importaba. En Italia pueden mencionarse Sebastiano Serlio, Giacomo da Vignola (cuyo tratado se utilizaba aún en el siglo 19 en la Escuela de Bellas Artes de París, contra cuyo uso reacciona Le Corbusier muy justificadamente), Andrea Palladio, de quien nos ocuparemos más adelante; en Francia, Androuet du Cerceau, Philibert Delorme, Jean Bullant (a quienes mencioné a propósito de Fontainebleau y Blois), el flamenco Vredeman de Vries, el alemán Wendel Dietterlin y el inglés John Shute. A ellos vendrán a sumarse los interpretadores de los tratados, los arquitectos en ejercicio, que cumplen el papel de profesores de arquitectura, comunicadores de sus experiencias, vehículos del conocimiento técnico, que agregaban a lo aprendido la narrativa fundada en sus certidumbres personales, no siempre acertadas pero provistas de un carácter canónico al cual debía ser fiel todo arquitecto en ciernes. Se va consolidando la profesión, el saber académico del arquitecto.
Respecto al supremo valor que se le otorga en lo sucesivo al pasado helenista puede ser útil hacer algunas precisiones.
Tengo un ejemplar en facsímil de Los Cuatro Libros de la Arquitectura de Andrea Palladio, publicado en 1570. Es sorprendente observar como dedica más de una tercera parte del Primer Libro al estudio detallado de los Órdenes Clásicos (Dórico, Jónico, Corintio y Compuesto), y todo el Cuarto Libro (en total casi la mitad de todo el Tratado) al estudio también detallado de una serie de templos Romanos.
Y mientras que el Primer Libro comienza analizando los materiales de construcción y el Tercero dedica un espacio importante a las estructuras de puentes, no deja ningún espacio para lo que pudiéramos llamar aplicación directa, fuera de artificios decorativos, de ese conjunto de conocimientos constructivos a la arquitectura, porque ésta siempre aparece revestida con aplicaciones de los órdenes clásicos. Es más, en el Tercer Libro muestra una invención personal (así la denomina) de mucho interés consistente en un puente de piedra sobre el cual construye una serie de estancias dedicadas al comercio, siguiendo el modelo del Ponte Vecchio florentino. Pero esas estancias, construidas como he dicho en piedra según las normas técnicas propias del material, también se engalanan con aplicación ornamental de vestiduras clásicas (pilastras y sus capiteles con los distintos órdenes, cornisas de imitación), llegando en la sección central al extremo de convertirla en la reproducción de un templo griego. Es en cierto modo, más allá del respeto que inspira este héroe de la arquitectura, una caricatura. Talentosa y refinada pero caricatura al fin, por lo cual es posible decir en tono crítico y desapegado, que para uno hoy en día, lo verdaderamente importante del libro, extraordinaria enseñanza porque Palladio fue una figura central de la arquitectura del Renacimiento, es la descripción e ilustración de los edificios construidos por el mismo Palladio, obras de importancia decisiva en la evolución de la Arquitectura. Lo demás se agota en la identificación y descripción de los recursos imitativos de la antigüedad helénica.
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Volviendo a Alberti podemos encontrar pistas para entender mejor el camino que toma el desarrollo de la arquitectura a partir de los tiempos renacentistas. En el libro Sexto de su Tratado, donde se ocupa de las Proporciones, Alberti intenta definir la belleza en la Arquitectura con las siguientes palabras entre otras: Es…La Armonía entre todas las Partes sea cual sea su razón de ser, ajustadas entre sí con tal Proporción o Conexión que nada podría ser agregado disminuido o alterado sino para lo peor. Definición que tiene el mérito de intentar establecer criterios a respetar, pero al mismo tiempo la debilidad de todos los intentos que se dieron a lo largo de la historia de definir lo bello: se recurre a conceptos vagos que tienen rango filosófico pero que difícilmente pueden ser vistos como conocimiento. Sólo cuando Alberti se refiere a las proporciones, las cuales establecen los tratadistas en general según principios geométricos y matemáticos, se pisa terreno firme y pueden elaborarse algunas reglas que sumadas y enriquecidas tuvieron un importante rol en la arquitectura de los siglos posteriores. Porque armonía, ajuste, agregar, disminuir, alterar, son conceptos que se resisten a la precisión, con lo cual quien estudia el tratado buscando pautas para su acción inevitablemente termina recurriendo, apoyándose podría decirse, en la imitación de lo que el autor ha construido, para evitar el error. Y ocurre en consecuencia que sea la repetición de tipos, el uso de recursos ya probados, el deseo de reproducir efectos, lo que se realice en la práctica de los arquitectos, tal como ha ocurrido a lo largo de los siglos y sigue ocurriendo hoy. Sin que dejemos de tomar en cuenta que lo más sencillo de imitar termina siendo aquello que ya desde Vitruvio, lo he mencionado ya, se confunde con venustas, la belleza, es decir el ornamento, y específicamente al que viene dado por la herencia greco-romana. Lo cual generaliza una suerte de internacionalización del lenguaje arquitectónico basada en la decoración greco-romana, cada región del mundo aplicando el ornamento clásico y entendiendo a su manera (y con frecuencia desvirtuándolo) lo más difícil, lo más sutil, que es lo relativo a las proporciones, aspecto que se restringía al uso de principios geométricos y dimensionales que dependían de la habilidad y el talento (o torpeza) de cada arquitecto.
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Esa preponderancia de lo ornamental era un aspecto muy querido, muy cultivado por la vanidad cortesana en el enorme espacio cultural y social que se va consolidando y expandiendo en los siglos venideros en torno al Poder Absolutista, el cual en general concibe el exceso como imprescindible en la medida en la cual se quiere impresionar y establecer el prestigio mediante los símbolos construidos. Así el ornamento pasó a ser el principal instrumento utilizado por el arquitecto que buscaba la belleza tal como la entendía la vida palaciega.
En resumen, pienso que los tratadistas, al intentar codificar los instrumentos teóricos (muchos comentaristas dicen que con ellos se inicia la Teoría de la Arquitectura) a disposición del arquitecto entre los cuales los únicos que podían considerarse trasmisibles en términos de conocimiento eran los ornamentales (ellos a su vez estrecha y exclusivamente unidos al pasado helenista), contribuyeron a restringir la dirección del desarrollo de la arquitectura, y promovieron una suerte de encajonamiento que se esparció por el mundo de los países europeos y terminó institucionalizándose en la formación del arquitecto con la tradición educativa Beaux Arts, impidiendo entender mejor, como vehículos de la belleza arquitectónica, las enseñanzas provenientes de las tradiciones constructivas medievales, aspecto que pasó a ser casi mal visto en los tres siglos que median hasta el barroco y el neoclasicismo decimonónico. Se apuntaba necesariamente a un callejón sin salida. Cualquier intento de innovación tenía, casi por necesidad, que orientarse hacia el exceso. La cuestión de las proporciones por ejemplo se convirtió en juego geométrico abigarrado y profuso que podía producir extraordinarios resultados si estaba a cargo de hombres de genio como fue el caso del barroco de Borromini (1599-1667) o podía llegar al gigantismo y la desmesura que he mencionado a propósito de Versalles o la arquitectura zarista.
Y ahora puedo decir que regresé al origen de estas reflexiones.