(Laon-Proust -Ruskin)
Oscar Tenreiro
Ignoro cómo me llegó el nombre de la Catedral de Laon en mi corto tiempo francés cuando me empeñaba en visitar templos góticos en peregrinaje arquitectónico-religioso apoyado en mi afición por la fotografía; pero me dirigí a visitarla en un día de verano de 1962. Siempre tenía en mis recorridos, mientras buscaba los mejores ángulos para sumar a la colección de diapositivas en formación, unas futuras reuniones entre amigos para, al regresar a Venezuela, compartir y comentar las imágenes. Pero eso sucedió sólo un par de veces a causa de ese particular hábito venezolano (¿defensivo tal vez?) de reunirse siempre más bien en plan festivo sin complicar las cosas con aspiraciones de profundizar. En Chile, donde había estado un año y algo más antes de ir a Francia, me había ocurrido lo contrario porque los chilenos de entonces gustaban especialmente de la conversación sumada a la cordialidad del encuentro entre amigos. Así que desde entonces las fotos durmieron archivadas hasta que este Blog me da la oportunidad de compartirlas, cincuenta años después. Es por eso y algunas cosas más, que le dedico unas líneas a Laon. Pero antes debo decir algunas otras cosas que han motivado otra digresión.
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Hace poco tomé para leerla, después de que estuviera más de veinticinco años olvidada en una estantería, la biografía de Marcel Proust (1871-1922) escrita por George D. Painter. Había leído A la búsqueda del tiempo perdido un par de años antes de comprarla, y me quedó de la lectura junto a tantas cosas el deseo de adentrarme un poco en la vida del gran escritor, quizás con la idea de encontrar algunas de las claves que lo movieron. Me había impresionado su capacidad excepcional para narrar lo vivido encontrándole un nuevo significado a las cosas más simples; a un olor, a un sabor, a un celaje como en el poema de Vallejo, al modo de hablar de un personaje, a un sendero, a un jardín, a las torres de una lejana iglesia, imágenes y sensaciones que va hilando hasta asomarse a la complejidad de la vida y de los afectos, llevando al lector de la mano para hacerle ver lo extraordinario dentro de lo ordinario de un medio social, la aristocracia francesa, que iba desapareciendo junto con él, lejano y exclusivo pero descrito desde dentro, escudriñándolo con perspicacia singular, complaciente y crítica a la vez, de un modo que nos revela profundidades del alma y borran toda distancia social (o cultural) transformándonos a la vez en atentos observadores. Don único que la literatura tiene el de reconstruir la gracia de vivir.
Como en estos años me ha invadido un deseo de explorar en mi propio pasado con la idea de convertirlo en impulso para escribir, era inevitable que se me reapareciera, lo he dicho en alguna de estas notas, la experiencia de esa lectura y de otras (como la que hago en estos días de Viaje al Amanecer de Picón-Salas o hace poco la de los Diarios de Miranda) que hacen del pasado un presente y en estas edades mayores ayudan a revivir y a ver con otra luz sentimientos dormidos; y fue así como me topé con la biografía, que me acompañó unas cuantas semanas y me reveló buenas y estimulantes cosas.
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Supe por ejemplo que Proust tuvo durante un tiempo intensa admiración por la arquitectura gótica, para él un milagro en el paisaje francés, de repercusiones únicas en la historia de la humanidad me atrevería a agregar, admiración que fue estimulada por la que caracterizó la obra del filósofo del arte, escritor y crítico John Ruskin (1829-1915), de quien se convirtió en algo más que un discípulo, casi un hijo espiritual durante un tiempo de su vida, habiendo leído todo lo que estaba publicado en francés y asumiendo después la traducción de dos de sus obras: La Biblia de Amiens, y Sésamo y Lirios. La primera, publicada originalmente en 1885, apareció con un extenso prefacio del mismo Proust, llena de notas muy prolijas en 1905. La de Sésamo y Lirios (1865) estuvo a la venta en Francia en 1906; el prefacio de esta última había ya aparecido en la revista La Renaissance Latine con el título Sobre la Lectura.
El transitar de Ruskin como observador del patrimonio construido heredado de los siglos de esplendor del cristianismo europeo, su visión crítica de la cultura maquinista que despuntaba, estuvo presente en el debate intelectual francés en los últimos años del siglo diecinueve y primeros del veinte como referencia necesaria. Se sabía lejanamente del juicio de 1878 que había enfrentado a Ruskin con el pintor norteamericano residente en Inglaterra James Whistler (1834-1903) quien lo demandó a causa de unos fuertes juicios condenatorios que Ruskin había hecho públicos respecto a uno de sus cuadros expuesto en una galería londinense. Se trataba del cuadro Nocturno en negro y dorado; el cohete cayendo, del cual había dicho Ruskin que era un pote de pintura arrojado a la cara del público. Whistler ganó el juicio pero quedó arruinado con sus costas que no le fueron concedidas y debió mudarse a París (Proust lo conoció y pese a la diferencia de edad llegó a considerarlo su amigo) y de allí a Venecia desde donde retornó a Londres (publicó en 1890 un libro titulado El sutil arte de hacer enemigos que fue conocido en el París de fin de siècle). Esa ceguera selectiva de Ruskin respecto al valor pictórico del cuadro de Whistler, el cual para muchos hoy es una anticipación de futuras formas nuevas de ver la pintura, contrasta con la particular lucidez que mostró al contribuir al conocimiento de uno de los más grandes de la pintura inglesa como fue William Turner (1775-1851). Así que Ruskin en cierta manera irrumpió entre la intelligentsia francesa acompañado de un muy sólido prestigio.
Proust ya había sido seducido por él y había leído y emitido opiniones favorables al estudio publicado en 1897 de Robert de La Sizerane titulado Ruskin y la Religión de la Belleza (Proust después disentiría diciendo que la religión de Ruskin era…la religión) el cual contribuyó decisivamente al interés personal de Proust por Ruskin y sus puntos de vista.
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La fascinación de Proust-Ruskin por el patrimonio gótico francés me llevó, todas las distancias guardadas, a pensar desde un nuevo ángulo en mi propio impulso por recorrer catedrales motivado, repito que salvando las enormes diferencias de todo tipo, por un sentimiento de la misma familia del que llevó al famosísimo e intelectualmente inalcanzable inglés; sentimiento dominado en mi caso por simples intuiciones juveniles, ingenuas y con la torpeza de la ignorancia. Esa coincidencia me mostraba como persiste de generación en generación, por encima de distancias culturales o insuficiencias personales, el sentimiento de que lo ocurrido en esos siglos en los cuales se erigieron monumentos arquitectónicos tan extraordinarios, verdaderos milagros de la arquitectura que no cesan de inspirar y emocionar, fue producido por una singular coincidencia de voluntades y capacidades humanas propia de un tiempo histórico en el cual un credo común, una fe compartida, borraba diferencias y orientaba la acción (¿Quién construyó la catedral de Amiens? se pregunta Ruskin, y responde: Dios y el hombre, es la primera y más fiel respuesta. La construyeron las estrellas en su curso, y las naciones. La Atenea de los griegos trabajó aquí, y el padre de los dioses romanos, Júpiter, y Marte el Guardián. El galo trabajó aquí, y el franco, el caballero normando. el poderoso ostrogodo y el consumido anacoreta de Idumea…[1]). Porque el gótico es un fenómeno cuya estela, cuyas repercusiones, así como atrajo a tan excepcionales seres humanos hijos de zonas de la geografía y del espíritu que le eran cercanas física y culturalmente, se manifestaba también en la lejanía vital del trópico y el mestizaje, pese a mi insuficiencia y limitaciones juveniles, y se seguirá manifestando en la de muchos otros en todas las regiones del mundo como continuo revivir. Así que yo no hacía, al proponerme a deambular por catedrales con mi cámara fotográfica de aficionado, llevando de la mano a mi recién casada esposa y a mi hijo mayor en su cochecito de bebé, otra cosa que ser fiel al mandato que inspiran las grandes manifestaciones del genio del hombre.
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De ese interés por Ruskin, Proust dejó constancia en cartas, frases que han quedado para la posteridad (quería ver las montañas con la visión de este gran hombre le escribió una vez a su madre pidiéndole le hiciera llegar uno de sus libros; o también: Ruskin es tan rico que no nos presta sus palabras, nos las da y no las recupera*…Es así como su sentimiento religioso ha dirigido su sentimiento estético…*); y se dedicó además a seguir celosamente los itinerarios contemplativos de las catedrales o de ciudades como Venecia, o Amiens, Abbeville o Rouen, descritos por el autor inglés. Y darse a la tarea, muy difícil para él, de traducirlo, habla claramente, por una parte de su sintonía con los debates de la actualidad que le tocó vivir, y por la otra del vínculo profundo que estableció con el pensamiento de Ruskin, tal como si le tocara una fibra íntima. Porque lo hizo pese a su escaso conocimiento del inglés (No pretendo saber inglés, pretendo saber de Ruskin, decía) por lo cual debió ser ayudado por su madre y Marie Nordlinger, anglo-francesa, prima de su gran y fiel amigo, compositor bien conocido en el París de esos tiempos, Reynaldo Hahn Echenagucia (1875-1947), nacido en Caracas de padre alemán y madre venezolano-española y emigrado a Francia a los tres años de edad, partícipe también de la admiración al pensador británico, en cuyo homenaje escribió (1902) la obra para arpa y voces femeninas Las Musas lloran la muerte de Ruskin.
Tomó también posiciones públicas que revelaban el alcance de su amor por la herencia gótica como cuando se pronunció sobre la propuesta de sectores del laicismo militante francés vinculados a posiciones de gobierno (siendo Primer Ministro Emil Combes 1835-1921) que postulaban la conveniencia de transformar las catedrales en museos en caso de que la iglesia no pudiera mantenerlas. Publicó un artículo titulado La muerte de las catedrales en el diario Le Figaro en Agosto de 1904, en el cual escribió que las catedrales eran probablemente la más noble e indiscutiblemente la más original expresión del genio de Francia y que eliminar de ellas el culto transformaría a Francia en una playa en la que el mar se ha retirado, dejándola sembrada de gigantescas conchas talladas, carentes de la vida que antes se guarecía en ellas. Expresó además su visión de la singular majestad de la catedral de Chartres cumpliendo su función de espacio ritual-religioso, haciendo una comparación muy aguda en tiempos de máxima repercusión del culto al romanticismo musical: …Una representación de Wagner en Bayreuth resulta un acontecimiento trivial, si lo comparamos con la celebración de una misa solemne en la catedral de Chartres.
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Para nosotros los arquitectos de hoy, sin embargo, se perfilan en el acercamiento a la arquitectura de ambos personajes diferencias con la nuestra, la de ellos marcada por la importancia que le dan a lo que pudiéramos llamar la capacidad de conectar mediante la estatuaria que le es, podría decirse, intrínseca, con una narrativa histórico-religiosa literaria que el gótico tiene, hacia la cual, como decíamos más arriba, dirige especialmente su interés Ruskin y corrobora Proust al decir a propósito de Amiens: El pórtico de Amiens no es un libro de piedra, tan sólo en el sentido vago en que lo habría calificado Víctor Hugo: es la Biblia en piedra*. Ambos veían la arquitectura como separada de los aspectos técnico-constructivos o espaciales, fundamentada en el ornamento, la profusa estatuaria del gótico, plena de sutilezas y sobre todo narradora de historias como ya hemos comentado (condición que llevó a la famosa frase a la cual alude Proust: ceci tuera cela–esto matará aquello incluida por Victor Hugo en su Notre-Dame de Paris, sosteniendo que el libro sustituiría la capacidad de comunicar de la catedral) según Ruskin la fuente principal de su pertinencia artística. Hasta el punto de que la arquitectura, iluminada por siete fuentes (las siete lámparas: Sacrificio, Verdad, Poder, Belleza, Vida, Memoria y Obediencia) se convierte en una especie de lectura de una historia central, con múltiples sub-historias que se evocan en el riquísimo universo de una catedral como la de Amiens, que justifica el título del libro publicado tarde en su vida, en 1885.
En lo que a mí respecta, visité Amiens de manera un tanto apresurada sin que pueda recordar la razón, tal vez asociada a las dificultades de hacerlo en familia y con un bebé. No creo que pude penetrar en el misterio que las palabras de Ruskin o de Proust me proponen ahora, pero conservo un par de fotos de la prodigiosa nave, de extraordinaria altura y esbeltez (¿la mayor altura interna de todas las iglesias góticas?); y me retumban en el espíritu, proponiéndome un regreso que nunca ocurrirá, las palabras de Ruskin: Amiens es un verdadero “Partenón” (como afirma explícitamente Ruskin retomando la expresión de Viollet-Le-Duc) de la arquitectura gótica*…
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Ruskin sostuvo posiciones muy precisas sobre el tema de la restauración de la arquitectura del pasado. Según Calatrava en la obra ya citada, al contrario de Viollet-Le-Duc (1814-1879) Ruskin no era partidario de ningún tipo de intervenciones nuevas en la arquitectura monumental heredada debido al riesgo de la desnaturalización, de la pérdida de autenticidad, postura similar a la que hoy prevalece.
Por otra parte, siendo esa me parece la faceta que suscitó el interés de Proust, Ruskin hizo su razón de vida del abogar por el arte como forma superior de educación del hombre, educación que incluía de modo esencial la renovación del sentimiento religioso cristiano e implicaba la responsabilidad moral del artista (el arte es corrupción si no es educación y ha de ser una cosa o la otra*, escribió; o también ..El gran arte no ha tenido nunca, ni jamás podrá tener, más que tres objetivos esenciales: primero, reforzar el sentimiento religioso entre los hombres; segundo, perfeccionar su sentido moral; tercero, ofrecerles servicio material*…) militancia que eventualmente lo llevó a ser también un reformador social que influyó en William Morris (1834-1896) o incluso en Mahatma Gandhi (1869-1948), o Gaudí (1852-1926), al hacer fuertes críticas al surgimiento del hombre económico condicionado por la Revolución Industrial, por lo cual fue considerado como favorable a un socialismo de raíz cristiana. Para él, la verdadera riqueza del hombre no estaba en el dinero sino en la vida, porque solamente cuando la gente trabaja con la naturaleza puede crear los valores de uso necesarios para apoyar y promover la vida (cita directa de la publicación sobre el tema de la Fundación Gandhi).
En resumen, Ruskin irrumpió en el mundo intelectual de su tiempo como una figura asociada a una visión ética del arte, en la cual ocupaba un lugar especialísimo la arquitectura y particularmente la arquitectura gótica. Era como el apóstol de una moral, que convirtió en fuente de inspiración para su prédica hasta tarde en su vida que concluyó asediada por lo que sus contemporáneos describen como ataques esporádicos de locura, luego de haber terminado lo que muchos consideran su obra maestra: Praeterita, la cual convertiré ahora en objeto de mis lecturas mañaneras apenas pueda tenerla entre mis manos.
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Los libros de Ruskin Las Siete Lámparas de la Arquitectura (1849) o Las Piedras de Venecia (1851-53) han estado siempre rondando la escuelas de arquitectura. Era lectura exigida a los estudiantes en el College Of Architecture de la Universidad de Kentucky donde fui profesor durante un año en 1986; y mucho antes, en algún momento posterior a mis estudios (1955-60) tuve noticias de ambos libros como recomendación expresa no recuerdo de quien ni en qué circunstancias. Aunque es verdad, como ha sido constante en los medios arquitectónicos nuestros, que la falta de profundidad cultural atribuible a la extrema juventud de la profesión combinada con la escasez de gente estudiosa de suficiente peso, impuso una versión populista del pensamiento sobre arquitectura que desprestigió enfoques como el de Ruskin, el cual, si puede pensarse con justeza que echa raíces en una visión de la arquitectura demasiado cargada de ideología, y agregarse que es hija de su siglo y expresión del momento victoriano ultra-conservador británico, es sin embargo al mismo tiempo enriquecedora en cuanto a que escudriña con particular profundidad en las repercusiones culturales (en su poética, en su capacidad de sugerencia, en su dimensión estrictamente plástica) de la arquitectura, subrayando su papel trascendente, aspectos todos completamente olvidados en los niveles dirigentes vinculados al Poder político, económico y social venezolano, marcado por una visión estrictamente utilitaria de la arquitectura. Es así como para el joven estudiante de arquitectura venezolano acercarse a pensadores como Ruskin podía resultar no sólo conveniente sino incluso ejemplarizante, posibilidad sin embargo contraria a la postura dogmática e impositiva de esa especie de milicia represiva, permanente predicadora de un imprescindible aggiornamento tecnológico que prescribía el rechazo a toda pretensión artística, personificada por el sector marxista en los tiempos en los años post-revolución cubana en una universidad (la Central, donde estudié) que era en algunos de sus departamentos incluyendo nuestra Facultad como una sucursal de La Habana. Actitud que terminó cortándole las alas al debate arquitectónico venezolano durante por lo menos tres décadas con consecuencias que han llegado a prolongarse hasta nuestros presentes tiempos de crisis política y total estancamiento del debate sobre arquitectura. Fue una muestra más de la visión esquemática que el marxismo militante hizo por imponer en nuestros medios académicos. Cualquier enfoque juzgado esteticista, formalista (es decir comprometido con la dimensión artística de la arquitectura) alejado de la visión productivista oficial se ubicaba en una especie de Índice Marxista de lecturas o referencias que inició una tradición de la cual no nos hemos recuperado.
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Esa situación comenzó a cambiar en tiempos del posmodernismo porque ya era imposible insistir en la ortodoxia productivista. Son los tiempos del famoso dictum de Rossi: no hay justificación ideológica para un puente que se cae, y nuestros oráculos marxistas ya no se sentían en sintonía con el mundo externo. En ese momento europeo-americano era muy a propósito ir a Ruskin o incluso hasta Augustus Pugin (1812-1852) cultor del neogótico (quien decía que era el gótico inglés lo que había que recuperar, no el tratadismo italiano, extranjero, del neoclásico), arquitecto del Palacio de Westminster, a quien creo recordar que Kenneth Frampton le dedicó un ensayo a fines de los ochenta. Para el posmodernismo en efecto se convirtió en distintiva la idea de una arquitectura-arte que ponía deliberadamente en segundo plano el discurso técnico que se juzgaba moderno o modernista (del Movimiento Moderno), palabra que los americanos usan desde entonces con un sentido peyorativo de manera muy distinta (sobre todo modernista) a como se usa en los ambientes europeos y particularmente en los españoles.
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No podría terminar estas notas que ya se han hecho demasiado largas, sin hablar de la Virgen Dorada de Amiens, pieza central del pórtico Sur del crucero de Amiens, con su sonrisa enigmática dirigida hacia su hijo, quien le devuelve una mirada atenta; sonrisa que podría prefigurar a la que creó Leonardo más de dos siglos después. La conocí como temprano estudiante de arquitectura cuando todavía habitaba en quienes dirigían la Facultad, que contaba un poco más de trescientos estudiantes, el deseo de conectarnos con la cultura universal por encima de cualquier aspiración burocrática. En esos meses iniciales, cuando se iban revelando nuestras limitaciones y facilidades, destacaba la personalidad sabia y exigente de Charles Ventrillon, francés enamorado de Venezuela y su naturaleza (construyó una hermosa casa de madera y techo de asbesto-cemento que alguna vez conocí, en Chichiriviche de la Costa, pegada de la playa, y desde el corredor se dedicaba a pescar tiburones enviando la carnada mar adentro con la ayuda de algún lugareño en su bote a remos). Ventrillon era pintor y escultor de la Académie Julian y al encargarse de la cátedra de Dibujo a Mano Suelta propuso comprar reproducciones en tamaño natural de obras de la estatuaria europea, para lo cual contó con el apoyo de Willy Ossot, especie de ángel guardián de la institución que fue cesado a la caída de la Dictadura de Pérez Jiménez. Había no menos de veinte esculturas del mundo clásico y del medioevo, incluyendo algún relieve de gran tamaño del mundo mesopotámico, que se iban rotando en el estudio de dibujo a mano suelta y mientras tanto esperaban en pasillos, rincones o depósitos.
Pues bien, en uno de los pasillos vi por primera vez a la Virgen Dorada y me asombré al comprobar que la grandeza escultórica no era asunto sólo reservado al mundo greco-romano. Pude ver de cerca la sonrisa, la gracia de las manos, la postura echada hacia atrás para poder apoyar en la cadera al niño como haría cualquier madre: ¡asombro! Y supe que esa escultura estaba en la catedral de Amiens lo cual prueba que sólo con eso, con simplemente enseñarle a un muchacho venezolano nombres de monumentos lejanos incluyendo circunstancias y lugares, ya cumplía con su función educadora la presencia de la reproducción, constatación que recalca la pertinencia de la idea que tuvo en su momento Mariano Picón-Salas de crear lo que él llamaba Museo Pedagógico, institución cuya colección serían copias y reproducciones de alta calidad del arte europeo que se exhibirían con fines estrictamente didácticos.
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Entre las imágenes primeras que retengo del tiempo de mis estudios están los muy hermosos dibujos de La Virgen Dorada hechos por estudiantes de los cursos superiores como Simón Malavé, Henrique Hernández, Carlos Klaua o mi hermano Jesús, grandes dibujantes muy bien dirigidos por el exigente Ventrillon, trabajados con carboncillo y sobre un papel que le comprábamos a Vitale, el bedel que también manejaba un tarantín en el cual uno podía comerse algún sandwich o un café. Habrán perecido, habrán naufragado con tantos papeles que naufragan, porque nuestra Facultad no guarda nada, el país no guarda nada y tampoco guardamos nada los particulares contagiados con la enfermedad de una sociedad en la cual pareciera inútil guardar algo, olvidadiza y en permanente improvisación (¡hasta la casa de Ventrillón se la llevó el río como para decirnos que nada importa!) haciendo de las ocasionales visitas al edificio donde transcurrió mi vida universitaria una especie de trayecto sin imagen (para usar el término querido a López Pedraza) de un edificio que ya amenaza ruina, golpeado por una realidad que a veces nos parece enteramente surrealista, demasiado burocrática, sin la sonrisa de la Sra. Molina, Carmencita Bigott o Cloti, quienes le daban humanidad a paredes, techos y columnas e hicieron del lugar su hogar espiritual.
Pero la Virgen Dorada sigue viva en uno. Y si faltan palabras para describir el impacto que nos causó y nos sigue causando, Proust las pone a nuestra disposición de una manera muy simple como siempre ocurre cuando queremos decir hasta qué punto nos impresiona una obra de arte. Así se expresó: El sol hacía su diaria visita a la Virgen Dorada, ahora tan sólo dorada por él; y la sonrisa vieja de siglos de la Virgen pareciera ir dirigida a la pasajera caricia del sol…
Y ya rememorando desde más lejos, desde las zonas de la memoria que evoca el impacto de ciertas cosas en nosotros dice: En mi habitación, una fotografía de La Gioconda conserva solamente la belleza de una obra de arte. Junto a ella una fotografía de la Virgen Dorada adquiere la melancolía de un recuerdo…”
[1] He incluido citas de Proust tomadas del Prefacio de Juan Calatrava, en la Edición en español de La Biblia de Amiens traducida por Marcel Proust. Abada Editores, Universidad de Granada 2008- Pdf de Internet. Van con asterisco. Las demás son de la biografía de Painter.