Oscar Tenreiro
(Todas las fotos son de Internet salvo las que indican fecha reciente)
Durante este tiempo en el cual el deseo de clarificación me asomó brevemente al Renacimiento motivando las últimas Digresiones, me he topado con arquitecturas de tiempos de comienzo, de gestación de lo que vendría después, que tienen la virtud de ser muestra de unos primeros pasos libres de las certidumbres que en tiempos de madurez conspiran contra la frescura, porque a toda madurez la acompaña un poco la arrogancia. Trataba de encontrar lo que se distanciaba del esfuerzo de impresionar, de aparentar, de sobrecargar, y al mismo tiempo lo que mantenía una relativa autonomía ante ese culto a la antigüedad clásica acrítico y algo acartonado que se generalizó a partir de la difusión del tratadismo. Y tuve un encuentro casual con la imagen de la Iglesia de Santa María delle Carceri en Prato, de Giuliano Sangallo (1445-1516).
Lo llamo casual porque se me apareció mientras buscaba información sobre la familia Sangallo, cuatro arquitectos muy ilustres (Antonio el Viejo, Giuliano, Antonio el Joven y Francesco) que actuaron entre aproximadamente 1470 y 1546. De ellos lo ignoraba todo, y apenas conocía fragmentariamente la participación de Antonio el Joven en San Pedro de Roma junto a Bramante y después. En mi generación, por las razones que fuese, la atención que se prestaba a la Arquitectura del Renacimiento era bastante menor que la que se le dedicaba a la pintura o la escultura y arrastramos esas carencias hasta que en tiempos del posmodernismo se abrió una ventana hacia ella. El interés renovado en personas y edificios de ese tiempo, en mi caso personal me abrió un poco más los ojos, hasta llevarme, por ejemplo en ocasión del año de Palladio en 1980 (cuarto centenario de su muerte), a realizar, mi esposa y yo, viajeros todavía jóvenes y dispuestos a incomodidades, una visita sistemática a sus obras en la Toscana italiana. Pero por supuesto que no se trataba sino de un barniz que cubría muy poco del espesor de lo realizado en los inicios del Renacimiento italiano, tiempo que parió una tal profusión de talentos y realizaciones que es muy posible pasar por alto referencias importantes. Como la de estas obras de los Sangallo.
Santa María delle Carceri, como ya dije, de Giuliano, comenzada en 1486 se me reveló, y me ocurrió algo similar con la Iglesia de la Madonna di San Biagio (San Blas), comenzada en 1518) en Montepulciano, Toscana, de Antonio da Sangallo el Viejo, hermano de Giuliano. Cada una con sus particularidades, son ejemplos de la nueva actitud ante la arquitectura de la cual Brunelleschi fue un precursor de genio.
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Los dos templos ilustran las búsquedas de los primeros tiempos renacentistas. Santa María es hija directa de la Capilla Pazzi, lo cual es muy explicable porque se habla de Giuliano como fuertemente influido por Brunelleschi. Sin embargo, se diferencia formalmente de ésta por tratarse de un edificio independiente, a pesar de estar muy cercano a una instalación militar, el Castillo del Emperador, que supongo estaba utilizada como cárcel si nos atenemos al hecho que motivó la construcción de la iglesia (fue a raíz de la aparición de una imagen de la Virgen María en una de las paredes de la cárcel); su volumetría es mucho más precisa y diferenciada, con el valor adicional de que se libró de intervenciones cosméticas posteriores.
San Biagio es también puro argumento volumétrico. Se destaca en el paisaje como una escultura abstracta en contraste con el medio natural, con sus superficies de piedra limpias, a salvo de la invasión marmórea (se inició su construcción en 1518 y se trabajó en ella hasta 1739); no así el interior, tocado malamente por la repostería arquitectónica.
Es muy original y muestra además de que el arquitecto es capaz, según la nueva actitud, de tomar decisiones derivadas de leyes geométricas trabajadas durante el proyecto, la decisión de ubicar los campanarios (de los cuales se construyó sólo uno) en las esquinas del cuadrado virtual en el cual se inscribe la cruz griega de la planta. Un campanario demasiado elaborado (en contraste con los volúmenes del conjunto) que anuncia los del proyecto frustrado de Sangallo el Joven, sobrino de Giuliano, en 1539 para San Pedro de Roma, muy similares en su diseño, pero tocados de un gigantismo que los devalúa.
La organización y valores espaciales de ambos edificios son ejemplos tempranos del tipo arquitectónico al cual nos hemos referido. Nace de la planta en cruz griega techada con cúpula central y bóvedas de medio cañón (o semi-cúpulas) en los brazos de la cruz. Se emparenta con la tradición del templo bizantino –su máxima expresión Santa Sofía– en el cual se buscaba crear un foco espacial central con la cúpula, alrededor del cual se agrupaban espacios con bóvedas de medio cañón o semi-cúpulas en un conjunto que, en planta, tendía a desarrollarse dentro de un cuadrado perfecto o un octágono inscrito en él, como en San Vitale de Ravena (que Villanueva nos mostró en sus clases), o como dos ejemplos que he tenido el privilegio de conocer en Estambul, que son Santa Irene, soberbio exponente de la maestría bizantina, o la Iglesia de los Santos Sergio y Baco, llamada por los turcos pequeña Santa Sofía, de los cuales muestro unas imágenes.
Una consecuencia lógica de esta disposición en torno a la cúpula fue la cruz griega, y hacia esa figura geométrica se orientó la búsqueda pionera de Brunelleschi en Pazzi, creando un precedente que sería seguido como nueva síntesis tipológica, diferenciada del templo pagano o de la planta basilical romana, esta última punto de partida de la cruz latina gótica. Al convertirse en referencia imprescindible dentro de lo que podríamos llamar el corpus ideológico de la arquitectura renacentista, el tipo cruz griega supera la herencia gótica y establece un vínculo con el pasado clásico greco-romano por vía bizantina hasta transformarse en característicamente renacentista.
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Nada más al ver las imágenes de Santa María se hace evidente el parentesco con Pazzi. El interior la recuerda y la cúpula con su alta linterna diríase que es exactamente la misma. Los brazos de la cruz se techan con estrechas bóvedas de medio cañón protegidas hacia el exterior con estructura de madera de doble agua, soporte de tejas de arcilla, tal como los laterales de la cúpula en Pazzi. En algunas fotos aparece el altar ubicado en el brazo Este de la cruz, el opuesto al acceso; y en otras en el centro geométrico del conjunto (foto anexa), bajo la cúpula. Suponemos que esta última disposición es la más común en el presente porque respeta la idea que en la iglesia católica se llama post-conciliar (porque alude al Concilio Vaticano II de 1962-65) que insiste en la organización del culto en asamblea.
Pero lo más interesante de ella es que si hacemos un ejercicio de abstracción centrándonos en lo esencial, Santa María como problema arquitectónico se resuelve de un modo muy actual, los distintos volúmenes bien definidos, casi puros, lo cual señala la intención de diferenciarlos como formas geométricas, su identidad determinada por la solución de su techo, sin interferencias ornamentales (las pilastras utilizadas para remarcar las esquinas de acuerdo a una intención de enmarcar el volumen como hubiéramos hecho hoy). Sorprende igualmente la delicadeza, la contención, de los trazados geométricos en las superficies externas, todas recubiertas de mármol, quedando por razones indeterminadas (seguramente relacionadas por abandonos, conflictos de intereses, interferencias) parte de ellas sin recubrimiento, mostrando el ladrillo de la construcción, aparejado para recibir mejor el mármol que lo recubriría y por ello mucho más rústico, condición ajena a toda premeditación salvo la intervención del tiempo y la vida misma (de nuevo lo inesperado, como en el techo de madera de Pazzi), que permite que se muestren las entrañas de los muros estableciéndose un dramático contraste con lo cuidadosamente terminado. Algo que felizmente no ha sido tocado por las buenas intenciones de terminar y pulir.
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Este elogio a la contención y la medida en Santa María, y a la belleza de la piedra natural esculpida y ensamblada en el espacio a partir de las necesidades del edificio, en San Biagio, lo motiva, tal como he dicho más arriba, aparte de los valores específicos de cada obra, el deseo de señalar virtudes que se fueron haciendo más escasas en la arquitectura luego del apogeo renacentista. Se oscureció, se hizo pasado irrecuperable, la intención de construir con aliento de posteridad impersonal enraizado en un cristianismo menos contaminado de ambiciones terrenales. Y desde Italia se esparció por el mundo occidental una visión escenográfica, un culto a la apariencia muy grato al naciente poder absoluto y por extensión a toda forma de poder social, que vino a ser como un Imperialismo cultural –particular re-edición de una antigüedad desaparecida– que dominó el Arte y especialmente la Arquitectura, y reinó en el mundo durante al menos tres siglos. El que en Beaux-Arts se instituyera un Premio de Roma que si ignoro la fecha en la que nació, sé que estuvo vigente hasta entrado el siglo veinte, premio que fue imitado por las universidades norteamericanas (porque los Estados Unidos han tenido siempre una relación de enamoramiento con Italia, para ellos cuna amable y afectuosa sin la acidez de la arrogancia francesa), consistente en un tiempo de estancia pagada en la ciudad eterna en residencias más o menos señoriales donadas por el correspondiente millonario; ese sólo hecho repito, demuestra hasta cual punto se sostuvo la influencia de la mirada renacentista en la propagación universal de una forma académica de ver la arquitectura que habría de naufragar en su propia estrechez de miras. Tanto se convirtió en la única manera culta de ver, que inspiró en los años ochenta del siglo pasado (va esto a título anecdótico pero muy ilustrativo), la campaña a favor de una arquitectura clásica –el regreso de los frontones, las columnas estriadas y las escalinatas hacia el piano nobile– de ese figurín mayor que es el príncipe Carlos de Inglaterra, campaña reeditada por él mismo en 2009 a raíz de no sé cual proyecto, en la cual insistía en promover a ese prescindible arquitecto que es Quinlan Terry (1937) (https://es.wikipedia.org/wiki/Quinlan_Terry) digno precursor, en arquitectura, del populismo que hoy hace estragos en la política.