Oscar Tenreiro
El arte, se dice siempre, es un reflejo de la realidad, si bien se advierte que se trata de una realidad que está respaldada por el hecho artístico y no por los hechos del mundo, porque no sería extraño decir que el arte inventa una realidad. Y el arte, o mejor, la obra de arte, también puede ser una representación simbólica de la realidad, una alegoría; que en el caso de la pintura recurre a las imágenes, sean figuras, formas o colores. Es famosa la Alegoría de la Iglesia Católica de Vermeer; y el Guernica de Picasso es también una alegoría de la destrucción, del terror y de un tipo de muerte.
No hace mucho, hace dos días para ser más exacto, tuve la fortuna de encontrarme con una obra de arte extraordinaria que aparte de impresionarme como muestra del inmenso poder evocador que logra en el observador un gran artista, me pareció, reflexionando luego de la impresión inicial, una poderosísima alegoría de la situación actual de Venezuela.
Estoy hablando de Saturno devorando a sus hijos, (1819-1823) de Goya, pintor de España y el mundo (1747-1828).
Hemos visto todos, lo hemos sufrido, el proceso de destrucción de Venezuela. Es un hecho tan notorio que para negarlo habría que perder –o querer perder en nombre de privilegios– la facultad de observar. Algunos, tal vez muchos, juzgan que ha sido planificado, pero para mí es la consecuencia de la inmensa irresponsabilidad de Hugo Chávez y sus cómplices más cercanos, de la ebriedad del dinero fácil que aumenta hasta los máximos límites la irresponsabilidad, y de un torbellino de medias verdades, de mentiras, de manipulaciones apoyadas en la demagogia junto a impulsos desordenados –irresponsables– que se han combinado hoy para darle forma a una visión sectaria despiadada, auto-protectora, compartida por unos cuantos miles de fanáticos ciegos y sordos cuya razón para vivir, el objetivo central de sus vidas, es el de sostener el poder represivo y excluyente que encubre sus graves faltas éticas, que los unifica como secta, que les proporciona el cemento que los une, el que les concede una revolución que no es sino un espejismo. Espejismo cuya inevitable desaparición los aterroriza porque para unos –los más ideológicos, los puros– desaparecería la justificación de su insensatez y para otros –los verdaderamente criminales, los ladrones, los usurpadores, los que hoy controlan el poder cívico-militar– quedarían en evidencia sus gravísimas culpas. Terror a tener que aceptar que han luchado durante parte importante de sus vidas, en evitar el desvanecimiento de esa falsa imagen. Espejismo sin embargo poderoso porque se soporta con el monopolio del Estado, con ideología y sobre todo con una refinada maquinaria represiva embotadora del entendimiento, que se ensaña con los más débiles y uno de cuyos instrumentos es el hambre del pueblo, Maquinaria montada durante más de medio siglo de castro-comunismo que hoy dicta pautas para las dictaduras del siglo 21, como bien lo hace notar Fernando Mires en su artículo de estos días.
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El Dios de mirada terrible de Goya es el Saturno de la mitología romana. Devora a sus hijos, recién paridos por su esposa Rea por temor a que se rebelen contra él para destronarlo. Como Dios del tiempo humano, son hijos de la vida que transcurre en el tiempo y que bien pueden representar a la humanidad entera y sus obras. Obras nacidas del tiempo que a la vez tratan de superarlo dejando una huella perdurable: y el Dios los devora para cuidarse de esa amenaza: la amenaza de lo trascendente, del espíritu que derrota al tiempo.
Ya una vez escribí en este Blog que el Saturno de Goya podía ser una figura del mito revolucionario. Fue el 20 de Abril de 2013 y lo decía dirigiéndome a los jóvenes y pidiéndoles que no se dejaran devorar por el mito que en ese momento ya había echado bases firmes para la catástrofe actual. Hoy recurro de nuevo a la obra de arte –de ese gran arte que inventa su realidad– después de haber tenido el privilegio de estar frente a la obra misma y ver en ella las pinceladas, el rojo que se derrama desde la muy abierta boca del monstruo y rueda por un cuerpo humano, los ojos desencajados que se dirigen al espectador como advirtiéndole de no acercarse, el pelo blanco de un viejo caduco, decrépito y sin embargo amenazante y activamente peligroso. Y también encontrarme con el pintor, con el hombre que con su capacidad de representar nos increpa, nos dice algo, podemos pensar que nos despierta y dispara asociaciones, hace pensar, nos llama. Es así como se me revela ese Saturno figura del mito revolucionario. De un modo distinto, tal vez más urgente, más preocupante: el mito nos devora a todos ya, ha avanzado inclemente, nos tiene de algún modo entre sus manos. Venezuela hija del tiempo como toda nación, toda sociedad, va siendo poco a poco consumida –destruida– por un monstruo creado a la medida de una secta. Secta que reconocemos en personas concretas que se han afiliado a ella, la dirigen o la cultivan porque les hace sentir inocentes de todo mal, los protege pero sin embargo son culpables. Y le pongo al monstruo el nombre de quienes personifican el yugo desde lo alto de la pirámide del poder, y a la vez de todos aquellos que han observado silentes, desde el interior de la secta, participando de esa gula que tiene mucho –aunque no se quiera ver– de diabólico. Con su conducta, con su insensibilidad, con su fanatismo le han abierto mejor las fauces al monstruo.
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¿Todo parece demasiado patético, demasiado fuerte, demasiado duro? Sí, lo es, pero tengo grabado en el alma el daño que se nos ha hecho. Estoy dejándome llevar hacia la dramatización porque aquí desde fuera de mi tierra se me presenta una de las peores caras de la destrucción. En cada tarde me encuentro con alguien que ha huido de tanto absurdo, de tanta violencia, de tanta mentira. La Venezuela de hoy ha sido convertida en un despojo del cual muchísimos pugnan por escapar y millones ya lo han hecho. Y quienes siguen allí, como es mi caso, necesitamos ayuda de nuestros hijos emigrados para sobrevivir. Y porque además –para mí es una toma de posición– no estamos dispuestos a que se nos robe el país, que se nos confisque el lugar donde hemos vivido, que se nos impida vivir sin violencia en la ciudad en la cual nacimos, que la amenaza del crimen nos aleje de nuestro paisaje.
Escribo esto en vísperas de Año Nuevo, un momento especial donde se supone que miramos hacia atrás y hacia adelante en un esfuerzo de revisión y de proposición. Para todos los venezolanos que no queremos ser devorados y nos resistimos a entregar nuestro país a los criminales se nos presenta el año que comienza como decisivo. Se exigirá de nosotros presencia activa para contribuir a abrirnos hacia un futuro en el que recuperemos los derechos democráticos. Y queremos hacerlo –creo hablar en nombre de muchos, más allá de los dimes y diretes de las llamadas redes sociales– mirando hacia adelante y con la intención de marchar juntos. No es cuestión de buscar culpables entre quienes han sacrificado sus vidas, su comodidad, su patrimonio en una lucha difícil contra un enemigo muy poderoso. Basta de consejas cargadas de mezquindad hacia quienes han luchado a su manera. Puede haber errores, pero no culpables y pretender señalarlos con la sola intención de hacerse notar ha hecho un daño terrible. No me importa, podría decirlo también en nombre de muchos, quien sea nuestro líder, lo que sé es que tenemos que darle nombre y acogernos a su palabra y conducción para galvanizar voluntades capaces de hacerle frente al monstruo. A lo largo de los próximos meses se definirá el futuro de nuestro país. Se verá si nos dejaremos devorar.