ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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El Hombre Nuevo, el Buen Salvaje y el Espíritu de Secta (1)

(Ilustraciones de Internet)

Oscar Tenreiro

Oí hablar del hombre nuevo en tiempos juveniles cuando frecuenté en mis veinte años, en Chile, primeros sesenta del siglo veinte, a un grupo religioso católico que he mencionado muchas veces. Se habla de él frecuentemente en las Escrituras, especialmente en San Pablo, como la necesidad de la transformación personal en Cristo con el fin de superar las limitaciones personales y de contexto en búsqueda de una entrega a los preceptos evangélicos. Para mí y para los miembros del grupo, era, como ha ocurrido desde los primeros tiempos del cristianismo, una llamada a lo más íntimo y especialmente al apego desinteresado a un ideal, cuestión que tanto atractivo tiene –o tenía porque los tiempos han cambiado– para los adolescentes o los muy jóvenes.

Esa idea de renovación personal desde la Fe, esa lucha a favor de un estado de mayor conciencia del sí mismo –que repercutía necesariamente en el nosotros– aparte de la dimensión más íntima que sin duda puede llamarse espiritual, representaba para mí y para algunos de los del grupo, en esos tiempos de aguda controversia política en Latinoamérica, el fundamento de una respuesta fuerte, y profunda –nos llegaba al alma– que señalaba en dirección opuesta al llamado marxista-leninista que proponía militancia a los jóvenes usando todos los recursos del credo revolucionario trasmutado en religión secular.

Hoy recuerdo esa etapa de mi vida –que siento aún cercana– y trato de ubicarla con la perspectiva de la vida transcurrida. Y veo como las intenciones altruistas, sinceras como sincero se puede ser en la juventud primera, han tomado forma de una manera muy distinta a la que nos proponíamos. La vida con sus desvíos y recodos (el río y los meandros de Corbu) nos ha ido llevando por suelos difíciles y geografías agrestes y sabemos ya, casi sesenta años después, que no fuimos nuevos como pretendíamos.

Dibujos de Le Corbusier ilustrando la Ley de los Meandros

Seguimos aquellos sueños tropezando y desviándonos, para bien y para mal. Y si puede decirse que erigimos algunos muros que resistieron, poco es sin embargo lo que queda en pie de las construcciones del tiempo joven.Se amontonan en el camino andado imágenes opacas, engañosas o vitales, también las entrañables, que cambiaron trayectos, impulsaron desvíos, regresos o avances, vueltas y revueltas como dijo el poeta.

No es eso lo que imaginábamos en nuestros veinte, sin duda. La escena se ha fragmentado y el centro que nos guiaba se ha desdibujado, desaparecieron los vínculos que atesorábamos, ya no podemos decir las mismas cosas con la convicción de entonces, se hicieron inservibles muchas de las frases que nos ayudaban. La solidez de la Fe, la confianza religiosa se ha alejado de nosotros sustituida por algo parecido al estupor, a la pregunta sin respuesta, a la confianza casi instintiva –o heredada de mis mayores– en que la puerta que se abrió para nosotros no se ha cerrado. Y que el impulso de búsqueda del nosotros no ha envejecido con nuestro cuerpo.

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No pasó mucho tiempo hasta que me diera cuenta que a la idea del hombre nuevo se le rendían homenajes también en el campo opuesto, el materialista, el científico, el revolucionario. Si no era parte del evangelio según Carlos Marx y discípulos, como creo que nunca lo fue, empezó a jugarse con ella unos años después de mis entusiasmos, gracias al talento histriónico de un argentino inteligente y carismático, buenmozo, poderoso, armado y dispuesto a todo, incluso a la crueldad, de cuyos últimos días en la tierra se ha fabricado una leyenda al gusto del periodismo light y las poses de los contestatarios de todo el mundo. Relato insincero en cuanto lo presenta como lo que fue sólo a medias y contradijo con sus acciones: ejemplo de desprendimiento y sacrificio personal en aras de una idea. Modelo moral producto de esos impulsos emocionales que el cinismo y la arrogancia revolucionaria inspiran: proponer como modelo lo que no se quiere ser o no se espera ser. El argentino habló del hombre nuevo mientras practicaba la violencia selectiva, arma característica del más viejo tipo de hombre, el promotor de guerras, el que practica la insidia, el que se vale de las armas en busca de una verdad que quiere imponer.

Y décadas después, aquí en Venezuela donde tantas caricaturas han sido elevadas a modelos, como muestra de un oportunismo más entre los tantos que acompañaron los primeros años de nuestra catástrofe se echó mano de la idea resembrada por el argentino para hablar del hombre nuevo. Con estos dardos ideológicos se creía enriquecer la subcultura de la parodia bolivariana, y así los más oportunistas, porque de oportunismos está lleno el espacio intelectual de toda revolución, hablaron de la idea poniendo en práctica su habilidad para halagar y acumular méritos para ser parte del círculo de pensadores revolucionarios llegándole así de algún modo –adulación al líder– al Gran Jefe, persona especialmente sensible a estos arranques de inspiración. Se escribieron artículos y se dieron declaraciones que se sumaron a la sucesión de medias verdades usadas para presentar la revolución en los círculos intelectuales radicales, entre quienes la idea sirvió para ampliar y profundizar el proceso de ganar confianza y simpatía. Se adornaban así con palabras atractivas los alegatos a favor de los objetivos políticos, y ello le ganó a los más hábiles mejor acceso al mundo de los altos funcionarios con responsabilidades como administradores y beneficiarios del dinero fácil, su segundo propósito. Destacar el rango espiritual del concepto les permitió ascender en la escala del Poder, muy lejos de las circunstancias difíciles, riesgosas y precarias que caracterizaron las reflexiones del argentino, a quien hay que reconocer un desinterés no exento de nobleza. En resumen, a la revolución se le inventó un cuento, lo creyeron quienes lo inventaron, y quisieron hacérselo creer a los simpatizantes. Se agregó así una distorsión más a la inmensa suma de distorsiones sobre la cual se ha construido la pesadilla que hoy sufrimos los venezolanos.

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La renovación personal como fundamento de la renovación colectiva ha sido tema constante a través de los tiempos. Está en las grandes religiones, expresada de manera distinta pero invocada siempre como condición para vivir plenamente el nosotros. En la tradición católica la figura del Santo, el rito de la canonización, puede verse como la exaltación de quienes se aproximaron a ese ideal, siendo algunos de ellos ejemplos de vida nueva que cambiaron el rumbo de la expansión cristiana.

En realidad, cuando en el cristianismo se habla de la transformación en Cristo, se apela a la capacidad de todo ser humano para ir hacia sí mismo teniendo como uno de los fines últimos del hombre la convivencia y el encuentro con los demás. El hombre nuevo del cristianismo debe actuar convenciendo, buscando el encuentro y la reconciliación en la convivencia y en la paz. Mientras que el invocado por el revolucionario es un combatiente (así gusta de llamarse) que se enfrenta por cualquier medio posible a quienes obstaculizan su búsqueda del dominio del poder temporal, objetivo último de la revolución. El hombre nuevo de la revolución es un guerrero, busca vencer y someter.

Son modelos tan radicalmente diferentes que revelan la insinceridad, o hipocresía, que hay en el uso del término desde la perspectiva de quien persigue la toma del Poder temporal. Un hombre que está dispuesto a mentir (o matar incluso) si lo imponen las estrategias o las tácticas. No hay hombre nuevo para la violencia y la arrogancia revolucionaria que divide a la humanidad entre buenos y malos. El concepto del hombre nuevo es de estricto carácter religioso, en cuanto señala a un más allá. Está íntimamente unido a la fe en la trascendencia del alma humana. Implica una ética, una moral, que como decía más arriba se focaliza en la transformación personal para ir hacia un encuentro con el otro, con el prójimo, como resonancia de un Amor superior. Propone un cambio en las relaciones entre los hombres, sea cual sea su posición social, su procedencia, su origen, para lograr la realización de una hermandad fundamentada en lo más íntimo, en lo no coyuntural. Se aleja de toda exclusión motivada por objetivos transitorios, utilitarios en cuanto a instrumentales. Nada tiene que ver con la tabula rasa exigida por los objetivos revolucionarios. Está lejos de las elaboraciones ideológicas sobre contexto y circunstancias. El hombre nuevo atañe al mundo espiritual.

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Pero necesariamente iba a quedar en evidencia con el paso de los tiempos el carácter quimérico de la búsqueda de la transformación en Cristo como fundamento de la buena organización social ante la permanente recurrencia de los obstáculos surgidos de las luchas por el predominio, o de la proliferación de modos de ejercer la exégesis evangélica. Así como en la experiencia de una cortísima vida personal –como la mía o la de cualquiera– la transformación que buscábamos estuvo lejos de ocurrir y fue obstaculizada por las incidencias de la lucha vital, a lo largo de una historia milenaria se irían sumando los antagonismos, las divisiones, los cismas, las manipulaciones de quienes se pensaban portadores de la verdadera verdad como mandato sobrenatural. Así como estuvo siempre cerca del mundo cristiano que prosperó en el Viejo Mundo la amenaza de los infieles que desde tierras orientales pretendían sojuzgar a la cristiandad, amenaza que devino en guerras religiosas, antecedentes de las que siglos después enfrentaron entre sí a los cristianos que querían ser nuevos pero diferían en su interpretación de la Escritura. Quedaron a la vista de los más reflexivos y los menos temerosos de represalias los inmensos baches de una cristianización gravemente contaminada con luchas de poder que mancharon la estela evangelizadora. Se reveló así la transformación personal, tenía que ser así, como un estado casi inalcanzable, o sólo al alcance de muy pocos, siempre obstaculizado por el lado oscuro de la psique personal que pugna por expresarse. Y se abrieron las puertas entonces para una idea de la convivencia humana más autónoma, diferenciada de la visión religiosa y por ello más abierta, producto de una racionalidad no necesariamente regida por la idea de Dios: lo que se ha llamado secularización de las relaciones sociales.

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Y comienza a tomar forma el mito del buen salvaje exacerbado por las consecuencias del descubrimiento del Nuevo Mundo y su conquista. Lecturas sobre el tema nos acercan a lo que a veces pasa desapercibido: los variados e insistentes alegatos que se hicieron –sobre todo por parte de clérigos que conocieron de cerca la realidad del Nuevo Mundo– pidiendo respeto a las etnias nativas y exaltando virtudes que se atribuían a su distancia del mundo civilizado. No sólo pueden citarse los muy conocidos afanes en defensa del nativo americano de Bartolomé de Las Casas (1484-1566), sino los de Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), Antonio de Montesinos (1475-1540), Francisco de Vitoria (1486-1546) o Toribio de Benavente (1482-1569), y otros de igual importancia cuyos nombres se escapan en nuestra ignorancia. Todos, es importante hacerlo notar, sacerdotes católicos. A ellos hay que sumar en los siglos sucesivos, los que se hicieron no aludiendo al aborigen sino como reflexión filosófica autónoma, observaciones críticas que permitieron depurar los argumentos en juego. En lo más poblado están las fieras verdaderas es cita de Baltasar Gracián (1601-1658) que nuestro Mariano Picón-Salas usa como epígrafe de uno de los ensayos –Los Malos Salvajes– del libro con el mismo título en el cual entre otras cosas reflexiona sobre los crímenes cometidos por los que se autocalificaron como salvadores de la humanidad.

El Buen Salvaje

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En todo caso, la aparición del concepto es explicable porque la violenta expansión del mundo físico con el reconocimiento de la inmensidad americana y la diversidad humana que en ella se asienta, tenía que plantearle a la cristiandad europea multitud de preguntas que interpelan a la noción evangélica de una solidaridad universal basada en el reconocimiento del otro. Las etnias americanas integradas mediante el sojuzgamiento o la violencia al cuadro de una humanidad de nuevo rostro, en cierto modo abrían otras vertientes de reflexión que producen un  desplazamiento de la idea del hombre nuevo hacia una noción antropológica, la que supone en el hombre en estado natural, el hombre sencillo, el hombre no contaminado con las ansiedades y mezquindades del mundo civilizado, las mejores virtudes para la convivencia y la paz social, virtudes en definitiva de clara raíz cristiana. No es aventurado pues pensar que El Buen Salvaje cuya identidad mítica se establece en la obra de Jean Jacques Rousseau (1712-1778) y toma forma dos siglos después del Descubrimiento, esté apoyado en medida importante en los argumentos que se plantearon desde el mundo religioso ante el impacto del conocimiento de nuevas tierras y nuevos hombres. Con el ginebrino entra en el debate intelectual el mito del hombre natural, presentado como poseedor de virtudes personales y sociales que son erosionadas por las tensiones y ataduras propias de la sociedad civilizada.

Un siglo después sin embargo, ya con la experiencia del camino recorrido por los procesos históricos que se iniciaron llenos de expectativas y terminaron regresando parcialmente hacia lo que quisieron superar –Revolución Francesa– o alimentaron infinidad de movimientos subversivos expresados en levantamientos fallidos o simplemente conciliábulos o sectas que ocuparon un lugar importante en la literatura, se reveló de modo mucho más drástico como inexacta esa supuesta bondad propia del hombre natural. A la luz de los estudios del mundo psíquico durante la primera mitad del siglo veinte, se entendió mejor que la visión de un hombre naturalmente bueno era una reducción de la complejidad de la psique humana que podía ser calificada de ingenua. Ingenuidad que no ha impedido que el mito siga formando parte del imaginario colectivo, o se utilice con fines perversos. Podemos decir además, teniendo como referencia los comentarios acerca de la obra del historiador de la religiones Mircea Eliade (1907-1986), que el mito del buen salvaje es sobre todo una prolongación del mito de la Edad de Oro, del paraíso perdido y de la perfección original de los tiempos primordiales, que encontramos tanto en las antiguas civilizaciones europeas y orientales como en las culturas primitivas. Y si bien la mejor comprensión de su remotísimo origen ha ayudado a quitarle brillo, el mito persiste en dejar huella si bien quienes actúan según su influencia no están conscientes de ello. Inconciencia que se entiende mejor pese a  que hablamos de contextos históricos separados por los siglos, si aplicamos el concepto de la analogía que tanto se ha utilizado en el estudio de los procesos sociales.

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Podríamos decir entonces usando el concepto de la analogía, que los buenos salvajes del siglo dieciséis, estarían representados hoy por los sectores de las sociedades democráticas menos integrados a los beneficios sociales y económicos: los estratos de la población llamados marginales, en los cuales se da sin embargo una trabazón social, un tipo de relaciones interpersonales orientadas a la solidaridad y una convivencia con muchos aspectos positivos. El nacimiento en la controversia política reciente de movimientos que dicen ser los más legítimos representantes de los sectores ajenos a lo políticamente correcto, no revolucionarios; lo que se conoce hoy como populismo de derechas, surge del deseo de expresar la bondad de un modo de vivir y de ver el mundo deliberadamente alejado de las complejidades y servidumbres de las sociedades modernas, y particularmente de la diversidad étnico-económico-religiosa. Es colocar en el primer plano, dándole una inesperada relevancia, los puntos de vista de los menos educados, los menos reflexivos, quienes son parte pasiva del debate social y cultural; en resumen podría decirse los más salvajes. El populismo sin embargo puede ser también de izquierdas y específicamente, ser revolucionario y antisistema, el delas ultraizquierdas de siempre, que insisten en identificarse como representantes de los sectores populares, entendiendo por ello los más desprovistos y en cierta manera los menos trajinados en el uso y disfrute de los bienes sociales, incluyendo junto con ellos la milicia de los más puros, de los jóvenes educados que juegan el papel de custodios de los valores esenciales de una nueva moral social. Sus líderes mencionan esa representatividad como una legitimación de sus objetivos políticos gracias a que dicen incorporar a sus programas los puntos de vista de unas grandes mayorías que incluyen a los más menesterosos, a los que requieren  asistencia, a los excluidos. En resumen, a los que más se acercan al modo de vida simple que asociamos a lo agreste, también a lo salvaje.

Son dos modos de hacer política, en síntesis, que surgidos de los polos opuestos del espectro, sin embargo coinciden en un esfuerzo de simplificación y reducción interesado, de racionalidad engañosa, que viene a ser una parodia de su muy remoto origen. Y lo que interesa recalcar aquí, es que ambos puntos de vista olvidan que el ser humano es uno sólo y nada hay en sus circunstancias externas y coyunturales que de por sí lo doten de una sabiduría superior. Ellas contribuirán a su conducta, pero es desde el sí mismo constitutivo de todo hombre de donde se alimentará su conocimiento; lo determinante está dentro de él. Platón nos lo dijo desde antiguo y nunca han dejado de decirlo las grandes religiones.