Oscar Tenreiro
Desde hace un tiempo suelo sentarme muy temprano a leer buscando una concentración en la quietud de la hora, desde que la edad me facilitó las madrugadas. Y conjuntamente con eso se me va haciendo costumbre revisar las estanterías en busca de relecturas o de libros que nunca leí completos debido a las urgencias verdaderas o falsas, problema ahora superado gracias a esta especie de vigilia que son los años viejos.
Y ocurre que me tropecé con un libro escrito por ese enorme hombre de cine, poeta e intelectual en el sentido más amplio de la palabra, que fue Pier Paolo Pasolini, hoy poco conocido por los más jóvenes, personalidad sin embargo muy presente en nuestro mundo de los veinte años y en el de la cultura en general cuando esta encontraba en el cine un espacio importante y significativo. Porque era imposible ignorar a Pasolini, entre otras cosas obligaba su actitud, que permeaba su obra, la de un provocateur, provocador inspirado que ponía nerviosos y crispaba a los conservadores y a los que no lo eran tanto, con su postura muy moldeada por la ideología –marxista de talante individual y singular– y por su afán de militancia, moderado sin embargo, o más bien podría decirse que enriquecido en contenido y revelador de un trasfondo mucho más complejo y sobre todo profundo, por su condición de católico inquieto y cuestionador, condición que probablemente él habría rechazado como definición de sí mismo, pero que se hace evidente en la temática de su cine, en el tono de las historias y anécdotas que recreaba, en su militancia y en los alegatos sostenidos en su escritura de poeta o comentarista notorio entre la intelligentsia italiana de su tiempo.
El libro se llama San Pablo, y es la descripción (como Apuntes para un director de producción lo define Pasolini en uno de los primeros capítulos) de una película que se centraría en la vida del Santo y que nunca fue realizada, la cual se ubicaría en tiempos muy cercanos a nuestro presente histórico. Hace una traslación poética suponiendo que el París de la ocupación nazi es Jerusalén, Alemania es Macedonia, la Barcelona de Franco es Damasco, Nueva York con su poder y sus rascacielos –el centro imperial– sería Roma (hace un salto aquí y ubica la acción en los tiempos posteriores al asesinato de Martin Luther King) y la culta Roma se convierte en Atenas. Todo descrito de una manera algo confusa, que si bien mantiene un hilo conductor dirigido al eventual guionista, denota las sucesivas correcciones y ampliaciones del texto original, por lo cual se hace difícil hacerse una idea de la película y deja claro que se trata de apuntes llamados a convertirse en una obra cinematográfica que habría de corregir los cabos sueltos que se revelan por todo el texto.
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Cuando vi la cubierta verde del libro y su título (Ediciones Ultramar, Madrid 1982), no miento al decir que fue como una explosión en mi conciencia. San Pablo y Pasolini, pensé, dos personas que se identifican entre sí, para mí en ese momento como si fueran un símbolo, evidente o aparente, del encuentro de contrarios (¿complementarios?), dejándose ver desde el tiempo y la vida. El instante se prolongó en la dedicatoria que escribí en la Navidad de 1985 en una de las páginas iniciales para regalárselo a mi hijo mayor: …que puedas conocer a un hombre que hizo de su vida una lucha…quizás incomprensible… y a través de ese empeño sobrehumano de transformar una sociedad…se acercó a las mayores alturas…frases escritas en un momento en el cual mi Fe era fuerte, al contrario de lo que es ahora, tambaleante e impregnada de dudas sin respuesta. Al abrirse un poco en el recuerdo las razones para el regalo me encontré con la primordial: la lucha. La vida es lucha le oí decir una vez –lo he mencionado aquí– al ilustre psiquiatra venezolano José Luis Vethencourt. ¿No era esa lucha, despiadada, dura, casi ciega –denostada por quienes ven error en el dinamismo paulino– el modelo remoto de nuestras desordenadas luchas a favor de una intención que pensamos superior? Si bien es verdad que lo vivido se nos presenta a veces como caricatura, ¿no fue ella el horizonte ante el cual se recortaron sus anécdotas, sus episodios, sus fracasos y logros, sus espejismos, sus errores y aciertos? Entendí que el instante me estaba hablando de la validez de la confrontación con lo que se impone en el consenso, lo que se piensa inamovible en su generalización, del sentido del deseo siempre utópico de contribuir a la búsqueda, a movernos, a distanciarnos de la aceptación pasiva, a revelar y propagar la inquietud. Me suspendía momentáneamente la incomodidad ante el todo vale que nos acosa hoy negándonos el deseo de abrir ventanas hacia el alma. Me reconciliaba con mi persistente resistencia a justificar la coexistencia de lo elevado y lo perverso, lo enaltecedor y lo humillante, lo que aspira a la pureza y lo que se solaza en la impureza, en nombre de la aceptación de la variedad del mundo, si bien tal variedad es reducida a estabilidad, a la comodidad de lo que nada exige, a afirmar la paz personal que ninguna obligación plantea.
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Y era Pasolini quien me hablaba –así es la lectura– de San Pablo y de la lucha. Recordé en ese instante a mi difunto hermano Jesús –siempre exigente en sus preferencias– a quien tantas cosas le agradezco. Él era un seguidor casi apasionado de Pasolini y se había entusiasmado por El Evangelio según Mateo (1964), que vimos aquí en Caracas cuando en nuestra ciudad se proyectaba buen cine. A mí me decepcionó un poco esa película, sin que dejara de reconocerle virtudes, tal vez porque en ese tiempo mi Fe en su protagonista era demasiado literal. Y me disgustaba la rigidez, la teatralidad un poco desganada del actor que interpretaba a Cristo, quien al expresarse con palabras se atenía exactamente al texto evangélico, ni una palabra más ni una menos. Así demostraba Pasolini –y de primera mano era difícil entenderlo– la conciencia que tenía del terreno tan delicado que pisaba al representar lo más alto, lo que nos supera, lo que encierra misterio, con la imagen filmada. Una actitud diametralmente opuesta, en cuanto al respeto y la contención que revelaba, el rigor y la distancia frente al facilismo del entretenimiento, a la de la típica celebración del gran espectáculo hollywoodense.
Y es obvio que esas mismas razones lo llevaron a prescribir en San Pablo –lo dice en la Introducción–que los parlamentos del actor debían atenerse literal y rigurosamente a los textos de los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas, lo cual constituye sin duda un reto excepcional para cualquier actor. El Evangelio… era además en blanco y negro, tal como supongo que hubiera sido San Pablo –sobre eso nada dice en los Apuntes– un esfuerzo de autolimitación que denota distancia respetuosa o, si se quiere, búsqueda de austeridad, deliberada modestia que rehúye, como un exceso, la extrema fidelidad de la representación. Muestras por otra parte, estos gestos simbólicos, de una independencia de criterio, un coraje podría decirse, que según parece era uno de los atributos de carácter de Pasolini. Porque estos apuntes, si pudieran ser vistos como la típica asimilación que el marxista establece entre la rebeldía evangélica y la revolución, muy poco tienen que ver con eso, porque los énfasis, las indicaciones, la atmósfera que se percibe en ellos, recalcan la validez intemporal de las enseñanzas paulinas, y hacen alusión permanente, a lo sobrenatural y a la divinidad cristiana como asunto fundamental.
En resumen, en ambos casos Pasolini revela no sólo un respeto, sino que me atrevo a decir una nostalgia de la Palabra que lo mueven desde la función de cronista a la de divulgador y en cierto modo la de predicador, aunque al decir esto escandalicemos a los ortodoxos. Uno sui-generis, es verdad, porque estamos hablando de un personaje abiertamente polémico con la iglesia oficial, muy cercano al partido comunista, acusado de hacer cine obsceno. Y acosado por conflictos personales que las convenciones de su tiempo hacían más problemáticos y difíciles de resolver.
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Volviendo al instante, me pareció que ese libro verde en mis manos después de tantos años, despertando recuerdos, abriéndome hacia una memoria más amplia y muy especialmente llevándome a la figura que en mí adquirió ese sorprendente dúo de personalidades, la del intelectual del más alto nivel, comprometido militante de su visión del mundo, junto a San Pablo, persona central en el misterio cristiano, también comprometido con su mensaje hasta límites sobrenaturales para el creyente, se me presentaba como una asociación de opuestos que me llevó a pensar y repensar.
Sí, la lucha sigue teniendo sentido como lo tuvo y lo ha tenido. Necesidad crucial aún ante las complacencias y comodidades que diariamente se nos ofrecen como indispensable consenso, presionándonos a integrarnos a la gran corriente general. Tiene sentido resistir y persistir en las exigencias de una rebeldía que no cede ante la multiplicidad de disfraces a nuestra disposición, sino que sigue persiguiendo las raíces, el universo ético que es modelo y por ello se resiste a ceder territorio. Lucha que pueden asumirla portadores tan disímiles –y contradictorios– como San Pablo y Pasolini. Dirigida en su último sentido por una particular noción de la trascendencia con raíces en las Escrituras. Fue pues ese instante, usando la palabra puesta de moda por los anglosajones, una epifanía personal. Y luego, el recorrer del texto que revela una indiscutible sinceridad terminó por llevarme hacia el Apóstol mucho más intensamente de lo que nunca ocurrió en el pasado piadoso y observante de mi menor edad. Las defensas que había levantado a lo largo de los últimos meses para distanciarme del horizonte que también podría llamarse Fe disminuyeron ante el ímpetu de este redescubrimiento. Encontraba, aún de manera fugaz, un inesperado apoyo para superar la incomodidad de sentirme sólo en mi inestabilidad, en mi permanente insatisfacción ante la dirección de las corrientes prevalecientes, ese constante no coincidir, no descansar en lo que todos descansan, que en algunos momentos me ha impulsado a la soledad si no fuese porque el ámbito familiar me devuelve la vitalidad.
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Y no puedo dejar de mencionar la terrible muerte que le esperaba a Pasolini. Fue un cruel e insensato asesinato a manos de un granuja de apenas 17 años de edad, en un sitio no demasiado distante de la Basílica de San Pablo Extramuros en las afueras de Roma, construida precisamente en el sitio donde la leyenda ubica la decapitación de San Pablo. Cuando uno conoce algunos de los detalles del terrible evento, entre otras cosas que Pasolini fue golpeado hasta la muerte con infinita crueldad, de alguna manera –me permito esa licencia– evoca la crueldad de la muerte del santo. Y no puede dejarse de pensar, siguiendo la línea de acción que el hombre de cine propuso para su proyectada película, haciendo la traslación de tiempos históricos y de lugares, que ambos personajes, incómodos para lo establecido, tuvieron una suerte final análoga.
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No puedo decir que haya vuelto yo sin resistencias hacia la Fe. Lo que sí puedo indicar es que me sentí más cómodo, mas proclive a decir junto con el filósofo, como he dicho otras veces aquí, que creo que creo. No hay en mí seguridad, hay duda y persisten las preguntas sin respuesta. Pero desde el día en que redescubrí a San Pablo en manos de Pier Paolo Pasolini ando más ligero de equipaje. Experiencia que me invita a cerrar esta especie de confesión intempestiva con unos versos del poema Al Príncipe de este italiano universal:
Yo ahora tengo poco tiempo: por culpa de la muerte
que se aproxima en el ocaso de la juventud.