Oscar Tenreiro
Si tomar hoy en día la decisión de dejar los estudios para sacerdote católico requiere la fuerza de carácter necesaria para enfrentarse a las expectativas que se crean alrededor del aspirante, quien por lo regular es visto como un luchador a favor de una opción de vida que se aparta de lo común y por lo tanto su renuncia se ve como derrota; si eso es así hoy, digo, hacerlo hace cien años, en una sociedad en la cual la clerecía y sobre todo la moral católica dominaba la dinámica de las relaciones humanas, requería no sólo carácter sino coraje. Coraje tuvo que haber tenido mi padre cuando decidió dejar tras sí el recinto protegido del Seminario Inter-diocesano de Caracas y realizar su adolescencia en la vida civil como cualquier venezolano de su edad. Un coraje por cierto que podía verse bastante ajeno a su aparente carácter tal como yo lo conocí, más bien temeroso del conflicto abierto.
Nunca hablé con él sobre esa decisión, pero ya he mencionado que le oí decir una vez que la mujer era muy importante para él y que el celibato le parecía en su caso un requisito imposible de cumplir. Así que asumió como dije la vida civil al tiempo que su hermano Pedro Pablo continuaba sus estudios hasta ordenarse sacerdote y hacer carrera en las jerarquías de la Iglesia Católica llegando a ser el primer Obispo de Guanare. No hubo en Antonio Jesús –esto es importante– crisis de Fe, su ruptura era una decisión de vida, no de abandono de lo religioso profundo, porque siempre se consideró a sí mismo como un católico de Fe firme.
La imagen que los hermanos nos fuimos formando de él desde niños era sin embargo la de alguien que alejado de lo piadoso era indiferente a lo que nos señalaba la rigurosidad practicante del lado materno. Lo veíamos, era mi caso al menos, en situación dudosa y hasta cierto punto cuestionable, incompatible con lo católicamente correcto, fronteriza o ambigua para ojos clericales o apegados a la práctica, tal como ella se había ido instalando en nuestra mirada infantil o pre-adolescente. Mas al revisarla hoy desde la perspectiva predominante en mi personal aproximación al misterio cristiano, y sobre todo considerándola con el talante hacia lo religioso predominante en la sociedad venezolana (más bien abierto, tolerante y nada apegado a los requisitos formales), me resulta muy coherente con su modo de vivir y sobre todo respetuosa dentro de su silencio y su aparente abandono. En resumen, a esta edad avanzada y siendo fiel al deseo de apegarme a lo esencial, para mí la manera de ser religioso de Antonio Jesús fue complementaria e igualmente profunda –cualidades que se me escaparon en el entonces que evoco– a la que heredamos de la estricta formalidad materna, más fiel a lo establecido, muy auténtica y vivida con una pasión que construyó en todos los hijos un indudable fundamento, un punto de partida.
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Ante este escenario familiar constituido por dos legados, dos modos de entender la trascendencia alejados en su forma, pero en realidad, como he dicho, complementarios y afirmativos tanto en lo aparente como en lo más profundo, se recorta cualquier evocación del pasado mío y de mis hermanos. Aun tratando de ver el pasado con la neutralidad que se me hace posible, evitando prejuicios y poniendo en primer plano la vida, resulta evidente que en nuestro discurrir, nuestras expectativas, en nuestro comportamiento ante las exigencias externas, en nuestra manera de ver la vida se proyecta la dimensión religiosa, sea por certeza o duda, por afirmación o interrogación, por crisis o persistencia. Esa tutela que lo religioso ha ejercido, tutela que puedo sentirme inclinado a rechazar y cuyos términos más formales lucho por superar o entender mejor, ha estado planeando, impregnando podría decirse, mis reflexiones más recientes. Y como en fin de cuentas no la veo como algo negativo sino más bien como apoyo y estímulo para el pensamiento y la consideración de las cosas que más me importan, termino por definirme, por aceptar de muy buen grado, lo he dicho otras veces, que he sido y soy un católico cultural, mi paso por la vida ha estado de un modo o de otro conformado, modelado por herencias católicas, aún aquellas que formalmente parecen poco religiosas o quieren identificarse con la aceptación de sesgos y matices alejados de la Fe formal.
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Pero he dicho que mi padre optó por ser como cualquier adolescente venezolano.
Eso quiere decir que debía empezar a confrontarse con la contradicción. Porque en tiempos de la adolescencia de mi padre y aun durante mi propia adolescencia, era común entre hombres la necesidad de mantener en el ámbito público la formalidad de las relaciones interpersonales y el apego a una moralidad regimentada por la Iglesia Católica, mientras se vivían privadamente conductas plagadas de desencuentros, precisamente de corte moral. El deseo de aparentar lo que no se era en términos de vida y preferencias invitaba a los más acomodaticios, a los menos recios, a la insinceridad. Y se hacía común la creación defensiva de vidas dobles contradictorias, una pública adaptada a lo establecido y a satisfacer apariencias, y otra privada regida por los usos y tradiciones del machismo rural de tierra adentro, que entre otras muchas características era favorecedor de la poligamia encubierta, amigo de los submundos de burdeles y prostitución, proclamador del derecho de sujeción de la mujer, y anticlerical casi siempre, sobre todo si se abrazaba la masonería, que estaba a la mano y tenía muchos adeptos. La mujer por el contrario estaba sometida a una especie de vigilancia social que exigía de ella total sinceridad y excluía cualquier posibilidad de una doble vida a riesgo de convertirse en marginada y de dudosa moralidad, es decir excluida.
Esta escisión de las personalidades podía ser análoga a la presente en otras sociedades latinoamericanas, pero en el medio venezolano se manifestaba de modo mucho más agudo debido al atraso político producto de décadas de inestabilidad y el consiguiente atraso cultural. Porque en la Venezuela de principios del siglo veinte se había impuesto una rigidez política autoritaria ruralista y caudillista muy distante de los cambios de actitud ante los prejuicios sociales y culturales que ya se hacían sentir en los circuitos urbanos de todo el mundo. Una regimentación de la vida pública que parecía tener vocación de permanencia: el Dictador Juan Vicente Gómez tenía doce años en el poder cuando mi padre dejó el Seminario en 1920. Lo dominaría todo hasta el 17 de Diciembre de 1935.
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Salió pues del Seminario Antonio Jesús –he dicho 1920 sin seguridad– a luchar con la vida en soledad, sin el apoyo de una familia. Porque si su abuela Escolástica era, como todo lo indica, bondadosa y dispuesta a ayudar como lo demuestra haberse encargado solícita de sus nietos, es fácil suponer que muy poco sabía de los estímulos y circunstancias de un adolescente. Los hermanos estaban cada quien en lo suyo, la mayor ya casada, Pedro Pablo enfocado en su mundo sacerdotal en ciernes y tres hermanas menores Mercedes Amalia, Rosa y María Cristina –Cristina en familia– jóvenes casaderas previsiblemente protegidas y obligadas a las discreciones femeninas de esos tiempos. Cualquier intercambio personal para compartir puntos de vista y orientaciones debía buscarlo en la amistad, con el agravante de que no eran compañeros de clase con quien compartes diariamente y durante años vas conociendo y transformándolos en amistades que a veces duran toda la vida, sino que tendría que desenvolverse entre relaciones de trabajo –el comercio en su caso– gentes de trato más distante, separados por jerarquías o actividades, muchos de presencia fugaz. Todo lo cual iba a hacerlo madurar de modo menos pausado. Espacio afectivo un tanto movedizo, en el cual con seguridad florecía el machismo y sus distorsiones
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Y el machismo dejaría su huella. Lo demuestra incluso mi relato porque se revela en él la poca comunicación que tuve con Antonio Jesús sobre los temas familiares. Igualmente escasa en mis hermanos, porque como se decía respecto al anecdotario familiar en la Venezuela de entonces, esas son cosas de mujeres. Pero podría demostrarlo por igual su comportamiento respecto a nosotros, situado él en un mundo aparte, grave, siempre serio y distante de las piruetas infantiles, atento a las cosas que de verdad importan para mantener una familia. En cierta forma, para él éramos hijos de Cecilia. Nos hicimos personas sobre todo en permanente relación con el lado materno, él a la distancia. Lo cual hubiera podido convertirnos en continuadores del ciclo machista, porque los hijos guardan en su memoria lo que recibieron y son propensos a reproducirlo con sus propios hijos. A menos que factores relacionados con la educación, con el ambiente, con las adquisiciones de la vida formativa, apunten en sentido distinto y modifiquen –o amplíen– la tradición. Esto último fue nuestro caso como el de muchos venezolanos de nuestro tiempo. Fuimos parte de unas generaciones que impulsaron cambios de actitud. Venezuela, y nosotros con ella, luchaba por dejar de lado los atavismos del pasado, se modernizaba la vida social junto con la vida en general. Ya no había condiciones para perpetuar ciertos ciclos, aunque haya algunos que persisten en el espacio político.
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Tema, este de los ciclos, que nos lleva a recordar las palabras de ese psiquiatra venezolano sabio que fue José Luis Vethencourt (1924-2008). Se refería a los padres abandonantes, un tipo psicológico persistente en la Venezuela de siempre y de hoy, sobre todo a nivel popular: el padre que tiene hijos los abandona y busca otra mujer para también tener hijos y abandonarlos. Decía Vethencourt que las parejas abandonadas, paradójicamente, educan por su parte hijos abandonantes. Si su hijo es quien abandona están tomando una revancha, están compensando la humillación sufrida humillando por persona interpuesta. Las madres, sin tener conciencia de ello educan a sus hijos para que abandonen.
Eso es posible decirlo de manera análoga respecto al machismo tanto para el padre como para la madre, si uno reflexiona sobre la pasividad resignada de muchas mujeres ante los hábitos y conductas vinculados al predominio del hombre. O, por otra parte, observa cómo el padre machista se ausenta, se distancia, se cierra a las preguntas del niño o las dudas del adolescente convirtiéndose así en modelo negativo que busca ser imitado, si no con razones con su autoridad, porque la autoridad seduce. Antonio Jesús, con su evidente soledad para orientar su desarrollo personal, encarnó ese papel, pero tuvo un mérito especial: no interfirió en los esfuerzos formativos de Cecilia. Y a Cecilia por su parte, no le fue fácil deshacerse del impacto que en ella tuvo el machismo heredado, y en alguna forma lo expresó sobre todo en sus relaciones con nuestra hermana Carlota, sola entre cuatro varones. Podría decirse que siguió la pauta de conducta señalada por Vethencourt: la niña estaba casi obligada a repetir los modos de ser de su madre. Y no lo hizo. Pero más allá de esos sesgos inspirados en ella por su propia educación, tuvo a su manera la misma virtud de Chucho, la de dejarnos libertad total en nuestras decisiones y preferencias. Muy probablemente mi hermana –fallecida muy temprano– no diría lo mismo, pero la tutela materna fue laxa, firme sólo –algo sabio– en lo fundamental, que para ella era lo religioso y las relaciones familiares, que cultivó y estimuló en las dos direcciones, paterna y materna. Firme sin embargo en el ejemplo, no en la injerencia.