Oscar Tenreiro
Nuestro colegio era mixto en los años iniciales, desde Pre-escolar hasta Tercer Grado, y ya de Cuarto Grado en adelante niños y niñas estaban en secciones separadas. Ingresé a Pre-Escolar, Kindergarten se le decía entonces, a los tres años, la misma edad con la que se ingresa ahora, pero en ese tiempo al terminar Kinder se podía pasar al Primer Grado de Primaria y aprobando todos los años podía uno estar listo para la Universidad a los quince años, como, para bien y para mal, ocurrió conmigo y mis hermanos.
De los preparativos para ese comienzo escolar que por lo visto yo deseaba mucho, tengo un recuerdo que está, junto con otro que mencionaré después, entre los más remotos de los que tengo memoria. Mamá hacía, yo observaba, los preparativos del material escolar en la tarde anterior a mi primer día, los cuales consistían en forrar con un papel verde el único cuaderno que debía llevarse, e incluir lápices, goma de borrar, sacapuntas y tal vez alguna tijera y una regla en un estuchito. Cuando todo estuvo listo, mostré con gesto exaltado el lápiz y el cuaderno a las muchachas que ayudaban en la casa, Faustina –¡especial nombre![1]– en la cocina y Teresa Martínez la cargadora a quien le decíamos Cacá. Tomé el lápiz en la derecha y el cuaderno en la izquierda y levanté los brazos para mostrárselos en actitud triunfal mientras ellas celebraban sonreídas mi entusiasmo. Fue en el recibo entre el primero y el segundo patio, y la imagen la conservo perfectamente viva.
Si es verdad que no puedo afirmar hasta qué nivel estábamos juntos en el colegio niños y niñas, sé que estudié junto con niñas en el Tercer Grado porque me enamoré de dos de ellas. O más bien de una y le puse un papelito en su pupitre diciéndoselo, porque la otra simplemente me gustaba. La del papelito creo que era de apellido Ramírez. Era menuda, bonita, de lo más activa. Lo del papelito no resultó, ya explicaré por qué. La otra era morena, panameña como su hermano – buen amigo mío– y tenía como nombre Edélfida. A ella le dediqué unas líneas hace unos años a propósito del poema de Vallejo que mencioné pensando en las viejecillas de pelo blanco de la familia Flores, nuestros vecinos. Porque no cesa de venirme a la mente el comienzo del primer verso de Idilio Muerto[2]–el nombre del poema–cada vez que pienso en algunas de las niñas y mujeres, incluyendo las de más edad, de los tiempos de mi niñez: –¿Qué estará haciendo esta hora…? y unos versos más adelante ¿que será de su falda de franela; de sus afanes; de su andar?…
No estoy exagerando cuando hablo de enamoramiento, porque los niños se enamoran, y no sólo de niñas de su edad sino de mujeres hechas y derechas que para el niño desempeñan el papel de algo así como diosas efímeras. Ocurre a pesar de que en estos tiempos se tiende a pensar que los niños no tienen sentimientos de ese tipo. Los tuve y no fui el único entre mis compañeros de clase o mis amigos de entonces: me enamoré y también me desenamoré sin mucho problema, porque a esas edades por lo visto no se sufre lo que los venezolanos llamamos guayaba, y Ortega[3]califica como algo parecido a una estupidez transitoria en la cual los pensamientos insistentes sobre la que es motivo del enamoramiento nos reducen a una cierta inutilidad.
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La niña Ramírez me hizo pasar un mal rato de los que no se olvidan, como queda aquí demostrado, y me apenó haber escrito el fulano papelito: lo consideró como una afrenta, un insulto y presentó la hojita a la maestra acusándome de no sé que cosas inaceptables ante mi silencio asombrado y avergonzado; y el ceño duro de la maestra que consideró importante tomar medidas para que este abusador que era yo tuviese su merecido. Se imponía algún tipo de castigo que no recuerdo, pero sí que estaba acompañado de una queja ante mi madre para que corrigiera con urgencia mi denigrante manera de proceder.
Tuve allí con el affaire del papelito que por cierto no contenía nada más –me lo imagino–que la consiguiente pregunta de si quería ser mi novia, pregunta que podía haber sido contestada con un sí o un no también de papelito en vez de armar tan humillante alharaca; tuve esa vez digo, mi primera experiencia de lo que sin entrar en honduras pudiéramos llamar conducta femenina, asunto que en materia sentimental es tan difícil de entender y menos aún de pronosticar. Que me perdone alguna feminista que lea estas líneas, pero situémonos ¿qué era lo terrible que había en mi pregunta como para reaccionar de modo tan airado? Tengo ochenta años –lo del papelito fue cuando tenía siete– y setenta y tres años después todavía no encuentro la razón de tanta molestia. ¿Fue necesidad de hacerse notar y el papelito era el pretexto? ¿Podía ser yo una amenaza que era necesario contener? Porque antes de decidirme a enviar el papelito yo me portaba con ella tan correctamente como puede portarse un niño normal con una compañera; y los aspavientos y gesticulaciones de la niña mientras me denunciaba ante la maestra –yo allí parado, paralizado– eran tan exagerados que parecía que estaba denunciando un crimen. El caso es que, como decía, todo el incidente fue para mí en cierto modo una iniciación, especialmente si se deja fuera ver el asunto como cosas de niños sin importancia y se adopta más bien la actitud de examinar raíces y motivaciones psicológicas que son útiles para entender el mundo adulto. Y entender también lo mal que se manejaban las cosas infantiles en esos tiempos, porque en lugar de que interviniera algún adulto capaz de poner las cosas en su sitio, calmar a la niña y tal vez reflexionar ante sus padres acerca de lo hermoso de las relaciones humanas, tuve que aguantar varios chaparrones. Así es la vida, me pudiera haber dicho algún adulto en vez de dejarme allí entregado a mis pensamientos.
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Pero sigamos adelante con esos enamoramientos porque son interesantes. Vayamos por ejemplo al que suscitaban las maestras, que afectaban a veces a todo un curso como me lo recordaba mi hermano Edgardo a partir de una maestra que causó sensación, no en el Colegio San Pedro Alejandrino sino en el Colegio Valles de Aragua a donde nos cambiaron a los dos cuando yo estudiaba Sexto Grado y él Cuarto. Hermosa mujer que tenía el mágico nombre, porque por lo visto todas las que llevo en la memoria tienen nombres mágicos, de Ofir. Se llamaba Ofir Molina, y me recuerda Edgardo que todo el salón estaba enamorado de ella, a lo cual le dije que yo también, pero me acordé sólo cuando él mencionó el nombre[4]. Ofir en efecto era bella. Usaba esas faldas largas que estaban de moda, que parecían una pantalla de lámpara y se ven ahora en las series de televisión de los años cuarenta. Y era de modales suaves… ¿Un defecto? Sí, muy menor: me parece que tenía bigotes.
Y tendría que cerrar el capítulo de los enamoramientos infantiles para que, más adelante, si me atrevo y el tono de lo que escribo lo permite, abordar los adolescentes que como es natural también los tuve, pero cierro los de esta etapa recordándome de uno en Sexto Grado y en el Colegio Valles de Aragua, del cual fue objeto Violeta Ochoa a quien le mandé también un papelito…que fue aceptado y cuyas consecuencias he olvidado por completo, así que no serían muy definitivas.
Y concluyo por ahora diciendo que también me enamoré de mi prima Clara, algo más de diez años mayor que yo, quien se veía hermosísima el día de su boda. No estoy totalmente seguro, pero creo que mi hermana Carlota y yo éramos parte del cortejo.Y recuerdo a Clara reinando esa noche, agasajada y sonriente. Al día siguiente retornaría la normalidad en mi espíritu infantil.
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Supongo que el episodio con mi compañera comenzó a alimentar en mi colegio la idea de que yo era demasiado inquieto o diríamos más bien incómodo porque tendía a actuar por mi cuenta o no era suficientemente dócil ante las exigencias formales. Yo no me veía en absoluto como rebelde o problemático, y siempre he pensado, cuando ya adulto examinaba mi desempeño en esos años, que me apartaba de los patrones típicos y era difícil para las maestras llevarse conmigo, pero no merecía ser tratado de manera selectiva para corregirme. Porque era más bien celoso cumplidor de mis tareas de estudiante y en general mi rendimiento era más que aceptable. Pero lo cierto es que para la directora del colegio que había sucedido a Mercedes Hernández, María de Lourdes Poveda, quien se encargó de la Dirección cuando yo estudiaba Tercer Grado, era demasiado independiente y un poco revoltoso en clase–hablaba mucho– lo cual fue llevándola progresivamente a verme con poca simpatía, como uno de esos alumnos que deben ser controlados en pro de la disciplina general. Y si bien no se repitieron incidentes como los del papelito, sí había quejas de que eso que llamaban Conducta en los boletines semanales, es decir el comportamiento en clase, no era el mejor: alborotaba demasiado y se me calificaba como indisciplinado. Y así fue como un día cualquiera, no recuerdo bien por qué razón, tuve un desencuentro con la maestra que requirió que me dejaran[5]después de la salida general, sentado haciendo planas en la oficina anexa a la Dirección. Y como yo consideraba el castigo injusto, no respeté el tiempo de retención y, tal vez sin terminar la plana,aproveché un descuido de la persona encargada de vigilar y me escapé, corriendo sin parar desde el Colegio hasta la casa, que como he dicho era un trayecto de sólo cuadra y media. Esa infracción fue considerada de gravedad y requirió que mamá tuviese que ir junto conmigo a entrevistarse con la Sra. Poveda, persona severa, poco simpática con los niños y además inflexible, quien para colmo de males, como ya dije, no me tenía muy buena voluntad.
A ese incidente iba a sumarse otro más definitivo en Quinto Grado, que vino a ser la rotura definitiva de Cecilia con la Sra Poveda a propósito de mi conducta y constituyó para mí una demostración de confianza y de respaldo que creó con mi madre un vínculo afectivo particularmente fuerte que marcó toda mi infancia. Ella vino a ser quien le daba el valor real a mi deseo de relativa independencia y sobre todo a mi rechazo de las imposiciones de autoridad manejadas por adultos sujetos a impulsos neuróticos que tanto daño pueden hacer a la sensibilidad infantil. Una situación que en mi caso se hacía más incómoda porque se le sumaba la evidente antipatía y animosidad con la que me trataba Cacá, la cargadora, quien tal vez por las mismas razones por las cuales mi comportamiento autónomo incomodaba en el ámbito escolar, me tomó inquina y parecía complacerse en demostrarme antipatía y rechazo, siempre en forma encubierta y puntual –es decir, no siempre sino en ciertas situaciones– al mejor estilo de esos personajes de la literatura que son como una sombra en la vida del protagonista. Y entiendo mejor ahora, a tono con estas reflexiones, el por qué de mi identificación con el personaje de Dickens a quien mi madre introdujo en mi vida.
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[1]Faustina es el nombre de la mujer que Goethe conoció en su viaje a Roma de 1786 y se hizo su amante. Jesús Antonio el mayor hacía notar muchos años después la coincidencia de nombres en tono de broma.
[2]Reproduzco íntegramente el poema de Vallejo para calmar la curiosidad que supongo en el lector; y porque me da gusto hacerlo, a la vez que aclaro que la única de mis musas que tal vez fuese andina fue la que rechazó mi papelito:
[3]Estudios sobre el Amor es una recopilación de artículos sobre el tema que fue publicado como libro en Buenos Aires en 1939. Consulté en Internet la edición en pdf, pero lo leí hace años en edición de La Revista de Occidente que perdí.
[4]Ofir fue un puerto o región mencionada en la Biblia que fue famosa por su riqueza. Se cree que el Rey Salomón recibía cada tres años un cargamento de oro, plata, sándalo, piedras preciosas, marfil, monos y pavos reales de Ofir…podía haber estado en el suroeste de Arabia en la región del actual Yemen… (Wikipedia)
[5]Que al alumno lo dejaran quería decir que cuando salían todos uno debía quedarse sentado en algún lugar designado por la maestra durante, digamos, media hora más. A veces haciendo planas, es decir escribiendo cien veces por ejemplo no debo hablar en clase y cosas por el estilo.