Oscar Tenreiro
Los viajes a Valencia fueron parte importante de nuestra vida familiar en los años infantiles y pre-adolescentes. En general los motivaba el Año Nuevo porque Navidades la pasábamos siempre en Maracay, pero de muy niños nos llevaban a los cumpleaños de la abuela el primero de Diciembre. Más grandecitos eran ocasiones festivas en las que esperábamos encontrarnos –y jugar– con nuestros numerosos primos. Y en general disfrutar de cosas que Maracay no nos ofrecía, como por ejemplo la exploración de ese lado de la familia y el baño en piscina donde dos de los tíos. A causa de las desavenencias parentales vivimos allá estudiando yo Cuarto Grado en 1946-47 tiempo en el que agotamos la búsqueda curiosa puertas adentro, y también experimentamos los efectos de un prolongado cambio de ambiente.
Se me escapan las fechas, pero me parece que debido al estricto duelo que guardó mamá, estuvimos en Valencia la Semana Santa del año de la muerte de la abuela Elizabeth el 16 de febrero de 1949 y también, dejando a Ocumare relegado, las vacaciones de ese año, durante las cuales recuerdo como una experiencia interesante que estuvimos no sólo curioseando sino incluso trabajando en la fábrica de Sombreros Degwitz, la cual cerraría sus puertas pocos años después. En 1951 pasamos allá los carnavales, con octavita y todo.
La experiencia de Sombreros Degwitz la permitió y estimuló el tío Guillermo, el segundo en edad de los tíos, quien era el Gerente de la fábrica, la cual quedaba al lado de la casa de los abuelos, donde pasamos buena parte de esas vacaciones escolares. Ocupaba la fábrica todo el lado sur de la manzana[1]y lo más interesante era que se trataba de una industria autónoma: se bastaba a sí misma. Y por supuesto, toda la maquinaria era alemana. Sin duda el gran orgullo del abuelo, que no alcanzó a disfrutar debido a su temprana muerte.
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Estábamos autorizados a husmear por todos los rincones a condición de no entorpecer. El impacto visual de las maquinarias y lo ingenioso de su mecánica excitaba la curiosidad y la imaginación, comenzando por ejemplo con la caldera de gasoil, un gran cilindro acostado sobre el lado largo, en uno de cuyos extremos por una abertura podía verse el quemador con sus llamas, visión que me impresionaba y me hacía pensar en el infierno. Esa caldera producía vapor esencial para los procesos empezando por una máquina que movía una enorme rueda –de por lo menos tres metros de diámetro– conectada con un generador de electricidad que abastecía todos los sistemas. Ver el comienzo de su movimiento todas las mañanas temprano era un espectáculo. Más allá una máquina también voluminosa escardaba la lana, importada en grandes pacas que se apilaban en un patio anexo, material básico de los sombreros. No recuerdo cómo se iba transformando la lana, pero en un momento dado de una de las máquinas salían unos conos que anticipaban ya la forma del sombrero. A lo largo de los distintos puestos de trabajo, por una red de tuberías circulaba el vapor que se usaba en el moldeado y demás preparativos, en algunas de las cuales, sobre todo en las que tenían surtidores de vapor que se aplicaba para hacer manejable el material, nos deteníamos a observar absortos la habilidad de los obreros para moldear el futuro sombrero sin quemarse las manos. En la etapa final había una especie de gran plancha que le daba la forma final a la copa, después de lo cual empezaban las tareas de acabados que culminaban con la impresión de un sello con una prensa manual en la cinta del lado interno del sombrero y la colocación en cajas para su transporte. Allí en esos pasos finales, nos pusieron a trabajar durante toda una semana, dirigidos por los obreros –había muchas mujeres– que rápidamente nos adoptaron y nos daban las instrucciones necesarias. Yo me ocupé de la prensa que imprimía la marca en letras doradas gracias a un papel dorado que se prensaba contra un molde con letras y números poniendo en el medio la cinta del sombrero. Después de un tiempo equivocándome bastante logré un resultado aceptable. Y lo mejor vendría el sábado en la mañana, día de pago, cuando junto con los sobrecitos del dinero de los obreros nos entregaron uno a cada uno de nosotros con algunos bolívares, no recuerdo cuantos, inesperada recompensa…
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Para fin de año viajábamos desde Maracay para llegar en la tarde a tiempo de cambiarnos y esperar la llegada de los numerosos primos, especialmente los Degwitz Figueredo, muy próximos en edad, a quienes se sumaban a veces los que venían de Caracas. Y empezaba esa especie de permanente actitud de juego que es privilegio infantil. Jugar en el sentido que la palabra tiene para un niño, que más que a un juego específico se refiere a una actitud: estar con alguien de la misma o parecida edad, en plan de hacer algo juntos sin interferencias de los mayores, y sobre todo reír y hacer reír al otro. Y de eso se trataba en las tardes-noches que precedían la llegada del Año Nuevo: ir de aquí para allá a todo lo largo de la casa produciendo un bullicio que no alterara demasiado a los mayores, con el patio de atrás como lugar preferido junto a la medianera de la fábrica de sombreros. Y entre los primos había algunos con los que había que contar para aumentar el disfrute. Uno de ellos era Carlitos, la otra Ana Teresita, ambos hijos de Ana Teresa Figueredo y Carlos el hermano de Cecilia; los dos de una simpatía desbordante y sobre todo productores permanentes de ocurrencias. Anita se hizo muy cercana a Carlota y Carlitos mantuvo contacto estrecho con nosotros hasta la adolescencia temprana, y aún después en su amistad con mi hermano Edgardo. Murió demasiado joven, dejando en mí –hablo de como lo vi siempre– la imagen de la simpatía viviente, esa cualidad que algunas personas tienen de llevar cordialidad en todo instante, haciendo presente el placer de estar vivo. Conocí después de Carlitos a un par de personas así y se me antoja cuando estoy en clave de imaginar posteridades, que estarán en el lugar destinado a quienes, al parecer y sin ahondar demasiado, vieron la vida en actitud sonreída.
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El cambio escolar repentino también tuvo consecuencias. No me aventuro a especular en el caso de los hermanos, pero para mí, aún a mi poca edad –ocho años– tuvo repercusiones. Por un lado, no muy positivas si me refiero al rendimiento, porque fue el año de primaria en el que tuve peores notas. Pero en otros aspectos fue bueno. Por una parte era un colegio –Colegio La Salle–mucho más estructurado que el San Pedro Alejandrino. Funcionaba en un edificio construido especialmente, no muy atractivo, de arquitectura rígida y desangelada, triste, normada por criterios españoles propios de la organización La Salle-España que se aplicaron no sólo en Valencia sino en Caracas (Tienda Honda-Sebucán), y Barquisimeto. El resultado no era el mejor, pero en fin de cuentas tenía una compostura de la cual carecía la casona del San Pedro Alejandrino. Así que venía a ser un mejoramiento de nivel, a lo cual habría que agregar que el cuerpo de maestros y profesores –Jesús y Pedro Pablo ya estaban en secundaria– lo integraban Hermanos Cristianos de origen español con buena preparación, que ejercían un tipo de pedagogía que pese a ser tradicional, era bastante eficaz. Y en Cuarto Grado se encargaba de aplicarla el Hermano Elías con quien tuve una buena relación si dejo fuera su poco sentido del humor y esa tiesura española que tan distante resulta para cualquier niño de esta parte del mundo. Se trataba en fin de cuentas de un típico colegio de curas de esos tiempos venezolanos, en el cual el deporte era el fútbol y donde había una constante referencia al escenario religioso que está en el origen de la congregación.
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Escenario que podría pensarse tuvo en mí un efecto particular si se considera el curioso –por inesperado– impulso que tuve y se mantuvo durante un tiempo, ya a la puerta de las vacaciones de fin del próximo curso que haríamos en Maracay, de entrar en el mundo eclesiástico. Dicho en otras palabras, de hacerme sacerdote. Y lo juzgo curioso porque surgió de un modo sorpresivo, como algo íntimo, impulsivo, que podría comparar, por la dificultad de encontrar las razones que lo motivaron, con el deseo que tuve y explicaré más adelante de aprender a tocar violín, comparación que equipara ambos deseos como caprichos que podrían esperarse de un niño de mi edad, comparables tal vez a fantasías vinculadas a un ambiente distinto, menos rutinario, sensación de cambiar, de destacarse sobre lo inmediato que se presenta en uno muchas veces, niño o no, y en este caso deja espacio para preguntarse si no es de ese modo que maduran las vocaciones tempranas que terminan siendo posiciones duraderas ante la vida. Impulso, capricho o fantasía, sobre el cual conversaba con un amigo cuya figura recuerdo con claridad y el nombre menos, que sé que estaba entre Lara y Ojeda, y así lo llamaré. Era también lo suficientemente fantasioso como para sumarse a mi deseo; pero a la vez particularmente ingenuo como lo demuestra lo que me contó después de haber visto el año anterior, por segunda vez, la película Escuela de Sirenas con Esther Williams[2]: salió del cine decidido a irse de Venezuela cuando fuera mayor en búsqueda de un ambiente similar al que se describe en esa película. Pensó que ese era su destino. A él, me decía, ese modo de vida lo había maravillado y quería buscarlo. Me contó que tuvo eso en la cabeza cierto tiempo hasta darse cuenta de que semejante intención era imposible de cumplir.
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Y en realidad Lara-Ojeda no era tan ingenuo si vemos el asunto fuera del peso de la ideología: era simplemente un niño sensible a los estímulos como lo era yo o cualquiera, que antes del despertar de su sexualidad –8 yo como he dicho, él tal vez 10– reaccionaba a uno tan fuerte como el de una película llena de imágenes rosadas, bien maquilladas, que mostraban un mundo en el que todos tenían su puesto fuera de sospecha alguna. Para él, hacerlo posible en su vida era un objetivo razonable. De habitante en ciernes de una ciudad pueblerina en la cual lo primitivo y bárbaro se mezcla con lo sencillo y auténtico, quería pasar a ser protagonista de una vida fácil con dinero disponible, parte de un mundo amabilísimo y cursi, rodeado de sirenas, mujeres hermosas que danzan coreografías acuáticas, tal como si saltara a vivir en la pantalla a la manera de la película que muchos años después produjo y dirigió Woody Allen[3]. Deseo de ser parte de un mundo que, si la ideología no interfiere, quedaría claro que es perfectamente análogo al que se le ofrece, en nombre de la revolución y las múltiples patrañas totalitarias, a los niños que participan en un acto público lanzando loas al padrecito Fidel casi gritando y con dicción tajante y ensayada. Tan inducido artificialmente es uno como el otro.
En todo caso, ahora la fantasía de Lara-Ojeda era radicalmente distinta y coincidía con la mía: también deseaba ser sacerdote, lo cual por cierto resultaba creíble en él por su mayor edad –ya dije que le supongo dos años más que yo– y era además muy religioso. O sea que éramos un par de muchachos fantasiosos que queríamos cambiar nuestro mundo, hacerlo ideal. Lo lograríamos mediante nuestra transformación en sacerdotes.
Y veo ahora al echar el cuento sobre este episodio tan particular, que sin estar consciente de ello, estaba repitiendo en cierta medida la historia de mi padre cuando entró al Seminario de Caracas en 1918 de 13-14 años. Una emulación completamente casual que sin embargo hace pensar.
Lo cierto es que ese par de fantasiosos, mi amigo Lara-Ojeda, flaco, de anteojos, de pelo castaño claro, y yo, decidimos un día, no sé cómo ni cual fue el camino que seguimos para ser recibidos, acercarnos al Seminario de Valencia a hablar con un cura conocido de él acerca de nuestra intención, cosa que hicimos. Y tengo clara la imagen de él y yo identificándonos en la entrada hasta ser conducidos a una oficina donde nos sentamos frente a un cura que estaba detrás de un escritorio. Nos oyó con mucha atención y al final de nuestros alegatos nos dijo que todo estaba muy bien pero que había que esperar que el tiempo actuara. Éramos demasiado jóvenes para tener seguridad acerca de nuestro deseo. Nos invitaba además a tener un corto momento de oración en la capilla antes de irnos.
Y allá fuimos, lo recuerdo muy bien. Era un lugar sombrío en el cual destacaba un Cristo bastante grande que estaba sobre el Altar mayor –reconstruyo e imagino– y ante él, arrodillados y silenciosos Lara y yo pronunciamos algunas oraciones. No era una representación, era un momento auténtico como pocos he tenido y eso lo hace vívido.
No iba a durar mucho mi impulso. Al regresar a Maracay ya no insistí más en la idea y vendría la Primera Comunión con otro estado de ánimo. Además, como he dicho ya, yo nunca hubiera podido ser sacerdote: aparte de que la mujer es demasiado importante para mí, perseverar en un mundo austero y delimitado me hubiera sido imposible.
[1]Quedaba entre la Calle Constitución, hoy llamada Ave. 100 y la actual Ave Urdaneta, a lo largo de la Calle Comercio que era el límite del lado más largo. Los suministros eran por la Calle Comercio y la fachada comercial por la Ave. 100.
[2]Estrenada en EUA en 1944. Los actores: Esther Williams, Red Skelton. Tuvo mucho éxito en el mundo y también aquí, manteniéndose en las carteleras venezolanas en los dos o tres años que siguieron. En ella el tenor colombiano Carlos Julio Ramírez interpretó la canción Muñequita Linda de María Grever que pese a su evidente cursilería fue muy celebrada https://www.youtube.com/watch?v=MLtbbMdICwU. Aún se canta e inspira pensamientos románticos. Ví la película un par de veces.
[3]Hablo de La Rosa Púrpura del Cairo rodada en 1985, con Mia Farrow, Jeff Daniels, Danny Aiello, Edward Herrmann y otros.