ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Dije antes que el año en el que murió la abuela Elizabeth, en 1949 el 16 de febrero, no fuimos en Semana Santa a Ocumare sino la pasamos en Valencia. Y la Semana Santa estuvo muy lejos de ser aburrida. Fue más bien toda una experiencia vinculada a los ritos católicos de esas fechas, que por el carácter pintoresco y evocador que el ritual establecido tiene, en un niño se estimula la imaginación y hay lugar para esa actitud de jugar que he mencionado.  Así que la disfrutamos bastante, sin que perdiésemos de vista el significado de aquello en lo que participábamos, de lo cual se encargaba de informarnos mamá y la tía Alesia. Las procesiones fueron ocasiones que pese a la solemnidad triste de la imaginería que las caracteriza, nos ofrecieron bastantes oportunidades para buscar una forma de divertirnos buscando salirnos de la vigilancia directa y echándonos alguna escapadita por entre la multitud. A mí particularmente me gustaba mucho andar con la vela y el cucurucho de cartón que protege de la cera derretida, porque las procesiones eran en las tardes y se prolongaban hasta que estuviera casi oscuro. Asunto este de las velas, por cierto, que de vez en cuando ocasionaba alarma porque a alguna mujer se le prendía el velo que llevaba en su cabeza (porque en esa época las mujeres debían usarlo para participar en los ritos católicos), muchos de simple tul muy livianitos, lo cual generalmente evitaba el riesgo de una quemadura porque el velo terminaba quemándose completo en el suelo. Y más de un cuento hubo sobre la presencia en la procesión de zagaletones fuera de control que se entretenían prendiendo velos. Pasó más de una vez.

Para los jóvenes: estos son los velos de antes. (Internet)

También era entretenido ir en el carro de la tía Alesia a visitar los monumentos, palabra un poco rimbombante, sin embargo incorporada a la tradición católica de Semana Santa para designar los arreglos florales y decorativos de la capilla o altar donde se guarda la hostia consagrada durante el Jueves y el Viernes Santo. Había que visitar un determinado número de monumentos en las distintas iglesias de la ciudad para ser merecedor de indulgencias, y eso hacía bastante movida y atractiva para un niño la tarde-noche en cuestión. Y mi recuerdo es que en efecto los monumentos de las distintas parroquias se hacían con esmero y no se escatimaba en arreglos florales que dentro de los límites pueblerinos que podían esperarse no estaban exentos de buen gusto.

Y lo que venía a ser como el cierre de la Semana Santa si bien ocurría el Viernes Santo en la tarde, era el Sermón de las Siete Palabras a cargo de Monseñor Jesús María Pellín, trasmitido desde la Iglesia de Santa Teresa en Caracas y retrasmitido por las emisoras locales. Monseñor Pellín había adquirido fama por su facilidad oratoria y su habilidad para establecer vínculos entre las palabras de Cristo tal como aparecen en el Evangelio y los hechos nacionales de actualidad. Y sin que pueda asegurarlo respecto a esta Semana Santa valenciana, si recuerdo un par de veces haber estado junto al radio con papá y mamá atentos al famoso sermón, el cual papá insistía siempre en escuchar.

Procesión del llamado Nazareno de San Pablo –Miércoles Santo– el presente año, frente a la Iglesia de Santa Teresa en Caracas (las de Valencia en 1949 eran mucho más austeras).(Internet)

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Cuanto de toda esta ritualidad quedó en mí como referencia de algo más sólido, más allá de lo simplemente escenográfico y representativo, es difícil decirlo. Son vivencias que se producen como manifestaciones culturales de una sociedad de la cual uno forma parte, a la cual  es integrado cuando niño por sus padres, si es que ellos mismos lo consideran necesario. Y en toda sociedad la religión es un componente esencial. Y lo era particularmente en la Venezuela de mi niñez: lo religioso se recibe, podría decirse, como un mensaje del ambiente, del medio, como algo que está en todos los hilos de la intrincada red de las costumbres. Y así como puede conectarse con inquietudes más profundas y estimular vínculos emocionales que abren a la Fe, pueden también pasar como letra muerta, como algo que se recibe y resbala sin sustancia o impacto real. Esa Semana Santa de Valencia sin duda fue un hito, y podría tal vez decirse lo mismo de muchos de los ritos católicos a los cuales nos llevaba a participar Cecilia. Y sin saberlo, era ella la que establecía la diferencia. La que agregaba la sustancia que confería espesor a lo simplemente representativo. Junto con la escenografía, la coreografía, la puesta en escena en suma, había una cuestión que superaba lo aparente: la auténtica Fe de Cecilia (y como he dicho bastante, a la distancia la de Chucho), que venía a ser como un velo que protegía de la superficialidad o de lo meramente epidérmico.

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He dicho ya que el hermano de mamá de quien heredé el nombre tenía una pequeña piscina en su casa y la frecuentábamos llevados por mamá y la tía Alesia, que aportaba su carro. Desde que sabíamos que ese sería el programa nos atrapaba un estado de ánimo exultante. He hablado aquí de la sensación de cosquilleo –en la barriga, dice uno– que sentía al aproximarnos a la playa de Ocumare llegando para las vacaciones. Esa sensación peculiar que sólo sentí de niño, se repetía llegando a la casa de mi tío disparada por la inminencia del goce. Comenzaba uno cambiándose apresuradamente para salir corriendo a lanzarse al agua hacia el puro disfrute. Y allí nos pasábamos chapoteando varias horas, mamá sentada con la esposa del siempre cordial Oscar –buen amigo de Chucho– y tía Alesia, ellas atendiendo a nuestras llamadas para que nos vieran haciendo la última pirueta y tragando tanta agua que en el camino de regreso no era cosquilla sino molestia en el estómago.

Los cinco hermanos en la piscina. Podría ser en 1946.

Yo, ese mismo año.

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En ese mismo año de la Semana Santa pasamos los carnavales en La Entrada, un sector de los suburbios, hoy integrado a la ciudad, que quedaba a ambos lados de la carretera a Puerto Cabello ya subiendo por las estribaciones montañosas de la Cordillera que separa del mar, más alto que Valencia y por ello de clima más benigno, donde el abuelo Guillermo tenía una casa para temperar. Más hacia Puerto Cabello están Las Trincheras, lugar de aguas termales que tuvo buenos tiempos en el período gomecista a comienzos del siglo y donde acudimos una vez en esos carnavales a bañarnos quedándome en el recuerdo sólo algunas imágenes, entre las cuales el olor azufroso, las burbujas que salían del fondo de uno de los estanques grandes que nos decían eran sólo para adultos y la dificultad para adaptarse a la temperatura del agua.

De los días en La Entrada hay poco en mi memoria. Recuerdo los paseos por el borde de la carretera en fila india cuando nos bajábamos del autobús para ir hacia la estación del tren de Las Trincheras.  Desde allí había un paseo que hoy podríamos llamar escénico que llegaba a un lugar donde el camino se interrumpía por el corte hecho en el terreno para el paso de la vía férrea. Era una garganta profunda y en su fondo, unos diez o quince metros más abajo pasaban los rieles. Para cruzarla restituyendo la continuidad del camino, había un puente colgante peatonal de madera y cables de acero. Desde los bordes de la garganta se podía ver pasar a la bufante y humeante locomotora de vapor del Ferrocarril Inglés que lentamente, como corresponde a un ferrocarril de cremallera[1] subía con no muchos vagones desde Puerto Cabello, pero lo excitante era para nosotros pararse en el arranque del puente que temblaba de lo lindo con el impacto del chorro de humo negro de la chimenea de la locomotora. Era una gozadera infantil permitida por Cacá, –Teresa Martínez, quien nos llevaba de paseo– el temblequeo del puente rodeados del humo espeso y el característico ruido de un tren de vapor.

Parecidas a esta, que se ha conservado en la Hacienda Santa Teresa, cerca de Caracas, eran las locomotoras del ferrocarril inglés. (Internet)

Rieles de un ferrocarril de cremallera. La locomotora tiene una rueda dentada que engrana en la cremallera. (Internet)

He nombrado ya varias veces a Cacá, Teresa Martínez, quien fue nuestra cargadora hasta que en Maracay ayudó con todos nosotros y especialmente con Edgardo. Aquí está muy joven con Jesús en Valencia, en 1937. Se ve que a Jesús lo acababan de sentar allí para la foto porque luce incómodo.

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A mis once años tuvo lugar en Valencia algo en lo cual participamos todos los hermanos y en lo que a mí concierne fue el reverso de los breves impulsos que tuve por hacerme sacerdote. Me refiero a una de esas manifestaciones sociales de ocasión nacida de un grupo de madres valencianas entre las que estaba incluida Cecilia: la formación de una comparsade carnaval que con su inocente cursilería fue sin embargo un punto alto en mi vida de pre-adolescente. Fue organizada para el carnaval de 1951, a mis once años. Había muerto dos años atrás la abuela Elizabeth (1949) y me encontraba estudiando primer año de secundaria en el Valles de Aragua de Maracay.

Las comparsas, como ha sido tradicional aquí, consisten en un cierto número de parejas con igual disfraz temático, que concurren a las fiestas programadas para esos días con el fin de animarlas. Nuestra comparsa era de tema español, y su nombre según recuerdo Fantasía Andaluza o algo parecido, siendo el disfraz una adaptación libre de un atuendo andaluz, cuya fidelidad no creo que pueda garantizarse.

La primera impresión que tuve, aparte de acostumbrarme al disfraz, que no dejaba de parecerme incómodo porque los disfraces siempre me han incomodado, es que las niñas del grupo eran muy lindas y cuando nos reuníamos en algún lugar a esperar trasladarnos a la fiesta, contribuían a crear un ambiente que nos animaba mucho. La parte menos grata era que a uno le asignaban su pareja sin derecho a apelación, lo cual no dejó de contrariarme cuando me di cuenta que las que más me interesaban estaban de pareja con otro, un competidor que no sabía que era mi competidor y sin embargo para mí un intruso.

Al llegar la comparsa a alguna fiesta había lógicamente que bailar y a eso nos inducían las madres presentes, que actuaban como las conductoras del grupo. ¡A bailar muchachos! se nos decía. Lo cual a unos cuantos del grupo nos ponía en apuros…porque aún no dominábamos ese indispensable aspecto de la convivencia social entre hombres y mujeres. Surgía en ese momento una impresión de contrariedad mientras pensaba, o pensábamos porque yo no era el único con el problema, qué era lo que correspondía hacer. Hasta que algún adulto conocedor de esas posibles dificultades ponía en el tocadiscos un pasodoble lo cual –lo recuerdo muy bien– nos salvó la vida en esa primera fiesta. Porque el pasodoble, ese ritmo español, es facilísimo de bailar: simplemente se va de aquí para allá chás, chás, chás, chás y se regresa chás, chás, chás, chás. Nada más fácil. Ni siquiera hay que tener mucho sentido del ritmo ni hay que mover las caderas, sólo es menester deslizarse en un sentido y luego regresar al punto de partida o cerca de él. Así que me inicié como bailarín –conste aquí que no bailo mal– con el pasodoble. Y gracias sean dadas a España, digo, bastante tiempo después de aquella vez en que la Madre Patria estuvo a la altura. Quedando constancia aquí que me daba cierta envidia ver bailar con total soltura a algunos de los mayores, como por ejemplo mi primo Hermann y … ¡Jesús Antonio y Pedro Pablo!

Aquí la Comparsa. En la fila de atrás, a la izquierda Jesús; el quinto de izq. a der. Pedro Pablo y yo el penúltimo de esa fila. La primera niña de la izq. de pie, es Carlota; la última mi Beatriz de esos días. Edgardo está en el centro, arrodillado, con los brazos cruzados.

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Había en el grupo, aparte de mi prima Herminia que siempre me gustó, pero a quien estaba obligado a ver de lejos para respetar las prevenciones que existían respecto a primos y primas, una niña catirita, delgada y no muy alta, quien me interesó sin que ella nunca lo supiera gracias a que me hice amigo de quien a tan temprana edad –el tendría unos doce años– se autocalificaba de su novio. Porque todos sabemos que la mejor manera para que un amigo se antoje de tu novia es ponerse a contarle cosas de ella, que era precisamente lo que este muchacho– un poco gordito y muy simpático– hacía conmigo, contarme distintos cuentos sobre ella, cómo la había conocido, donde estudiaba, datos sobre su familia y ese tipo de cosas de muchacho bastante sencillas, suficientes para que yo me interesara en ella, interés que fue aumentando con el desarrollo del carnaval hasta convertirse en un verdadero enamoramiento. Sin embargo, completamente unilateral, porque la niña no creo que se haya enterado nunca de que yo soñaba con ella y que me latía el corazón cuando lograba que aceptara bailar conmigo, lo cual debe haber ocurrido dos o tres veces en todo el carnaval. Así que cuando llegó el momento de regresar a Maracay, sin éxito sentimental alguno, fue como si se me viniera el mundo encima. Mientras ya en la carretera, mamá al volante con su particular destreza, íbamos ya en dirección a la habitual rutina de colegio y estudio, por primera vez en mi vida experimenté, pensando y reviviendo lo ya vivido, chagrin d’amour como dicen los franceses, mientras oía hundido en la punta de atrás por el radio del carro sintonizado por Jesús Antonio –Radio Nacional, por supuesto– la opereta Rose-Marie [2] que más nunca volví a oír, cuya canción más conocida Indian Love Call https://www.youtube.com/watch?v=vzvwk1hy7jU ahora reconocida por mí mientras escribo estas líneas gracias a Internet, me pareció en ese momento la melodía de amor más triste del mundo. Sentimiento que por supuesto mi amada de pelo rubio ni siquiera podía imaginárselo.

Y no la volví a ver. Sé que se casó, tuvo hijos y fue feliz sin saber que yo, durante una semana, cuando éramos ambos niños, había soñado con ella.

La opereta con la melodía que me derritió fue llevada al cine.

[1]La cremallera de los ferrocarriles en una cinta continua de varias filas de dientes de acero que están ubicados en el eje central de los rieles normales. La locomotora tiene instalada una rueda movida por el mismo vapor de la caldera que engrana en esos dientes y proporciona tracción adicional. Es un sistema que se usa para vías con una pendiente mayor al 8%.

[2]Rose-Marie es una opereta https://en.wikipedia.org/wiki/Rose-Marie con música de Rudolph Frimi (1879-1972) y Herbert Stothart (1885-1949), este último autor de la música del Mago de Oz. Rose Marie tuvo mucho éxito cuando se estrenó en Broadway en 1924. También se hizo una película en 1936 con Nelson Eddy y Jeanette MacDonald. De ella se hizo muy famosa la canción Indian Love Call. Probablemente la estaban trasmitiendo en el momento de nuestro regreso a Maracay por Radio Nacional de Venezuela la cual Jesús siempre sintonizaba. Siempre me ha sorprendido que el recuerdo que tengo permanezca tan nítido, ahora refrescado por Internet.