Oscar Tenreiro
He hecho una rápida semblanza biográfica de Arévalo González para situar al personaje en su contexto. Al hacerlo he estado obligado a entrar fugazmente en ese batiburrillo político-militar que fue el siglo XIX venezolano desde la Independencia hasta entrado el siglo XX, mezcla con frecuencia incomprensible de vanidades, codicias, deslealtades, rencores, inmadurez ciudadana y republicana. A lo cual se suma la violencia armada de montoneras y caudillos locales, el enfrentamiento violento entre facciones. Un conjunto de fenómenos que interferían o determinaban el intercambio social y económico y hace irremediable establecer conexiones entre los sucesos y accidentes de la esfera pública y el trayecto vital de quien interesa estudiar o rememorar. Esto resulta aún más cierto en el caso de Rafael Arévalo González, cuya vida y realización personal giró en torno a su papel como periodista crítico activo de las incidencias políticas de su tiempo.
En realidad, para la mayoría de los venezolanos de entonces, los ires y venires del Poder Público se situaban como asunto central de la existencia. Lo privado, la iniciativa individual, el esfuerzo personal por hacer algo, por aportar industria al espacio social, económico y cultural, se ubicaban en segundo término. El concepto de libre iniciativa y mínima interferencia del Estado que tanta importancia tuvo por ejemplo en la evolución del sistema jurídico y el intercambio económico republicano de Los Estados Unidos de América, que era en ese tiempo el modelo a seguir, tropezaba con modos de proceder heredados de un régimen colonial monárquico, conservador y radicalmente tradicionalista, ajeno y hasta antagónico a un tipo de ordenamiento social abierto a nuevas prácticas como el que se iba asomando con el liberalismo económico asociado a la Revolución Industrial. En esa Venezuela –y hasta cierto punto la actitud persiste hoy– el Gobierno era visto como una especie de deidad que en el cumplimiento de la función reguladora interfería en toda actividad haciendo indispensable estar en sintonía con él. Era como un obstaculizador fardo cuyo peso podía orientarse en cualquier dirección, árbitro tutelar que definía y encauzaba los atributos de la vida social. Había que observarlo de cerca, vigilarlo. Mucho dependía de lo que en la esfera pública estuviera aconteciendo.
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Agreguemos a lo anterior dos cosas. En una república en temprana etapa de formación, surgida de una guerra, resulta esencial configurar el nuevo Estado. Es un empeño que exige atención y participación activa de los sectores sociales más educados que por ello mismo están dentro del campo de atracción de las más importantes instituciones republicanas que tratan de consolidarse. Y hay otro aspecto en el caso venezolano: el papel que le tocó jugar a nuestros antepasados en la Guerra de Independencia. Que fue tan intenso y arrollador que trastocó jerarquías, aniquiló familias, destruyó, saqueó, desangró y dejó un país maltrecho y casi destruido, además de promover auto-exilios –hoy suena familiar la situación– hacia los territorios que se extendían más allá de las fronteras originales de la antigua Capitanía General. Y lo que más influiría en la inestabilidad de los tiempos de paz: dejó innumerables jefes y subjefes que se sabían parte de los ejércitos vencedores y esperaban ser favorecidos o recompensados. Gentes que sufrieron por décadas –desde que los españoles se retiraron– la inercia de seguir conquistando lugares, de imponer la fuerza por sobre la razón, de armar contingentes, de errar por los caminos haciendo botines, en fin, participar de alguna brizna de poder. De esa especie de caldo problemático surge otra guerra, esta vez interna, civil, que fue terrible y apenas había pasado al nacer Arévalo González. El camino bélico trazado por dos guerras como ilusorio modo de resolver diferencias, se hizo demasiado fuerte en la sociedad venezolana. Tan fue así, que desde tiempos de la Independencia ha sonado esta frase atribuida a Simón Bolívar: Ecuador es un convento, Colombia una universidad y Venezuela un cuartel. Esa presencia militar permanente la revela casi con estridencia la lectura de las Memorias de Arévalo González, en las cuales en casi todos los episodios y las distintas incidencias públicas y privadas que narra tiene figuración central o marginal algún General. Es sorprendente la cantidad de jerarcas militares que ocupaban cargos públicos, que figuraban en empresas, o ejercían algún tipo de liderazgo económico-social en su localidad. Mueve a la risa si no fuese una de las principales razones de nuestras tragedias, entre las cuales la vida de Arévalo. Y si no estuviéramos hoy, siglo y medio después, en una situación análoga.
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Rafael Arévalo González fue pues un venezolano más de los que observaban atentos el desarrollo político de un país que andaba a tientas siempre albergando algún conflicto armado en ciernes. Entendió, no sabemos por cuales vías precisas o experiencias personales, que había que participar en el debate público señalando opciones para un discurrir cruzado por demasiadas ambiciones y expectativas encontradas que desconocían las ventajas de la paz y el encuentro entre iguales. Y lo hizo de un modo comprometido convirtiéndose en activísimo defensor de los derechos y deberes democráticos. Eso lo define como ser humano. Pero para hacerle justicia debe agregarse que lo hizo en permanente riesgo de que su acción lo llevara a entregarle su libertad y tal vez su vida a las ganas primitivas y vengadoras de dos de los tiranos –Castro y Gómez– que iniciaron nuestro siglo veinte. El instrumento que utilizó para hacerlo fue la prensa, desde los diversos diarios que le abrieron las puertas en tiempos de Andueza Palacio (1890-1892) como fue el diario La Razón, durante la segunda presidencia de Joaquín Crespo (1892-1898), incluyendo la breve sucesión de Ignacio Andrade (1898-1899) para hacerse primero Redactor y luego Director de El Pregonero durante Cipriano Castro (1889-1908), labor que continuó en tiempos de Juan Vicente Gómez, hasta que, a consecuencia de las prisiones de Arévalo, el diario no se publicó más, y trascendió que los esbirros del tirano se encargaron de destruir todos los ejemplares que se guardaban en los talleres de la imprenta.[1]
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El esquematismo de los enfrentamientos políticos de su tiempo le granjeó a Arévalo González el calificativo de godo, en la jerga política de entonces sinónimo de oligarca, asociado a los privilegios sociales y económicos, alineado con la causa de los ricos y poderosos; en definitiva, conservador ajeno a las necesidades populares, todo lo que él no era. Sin embargo, llamarlo de ese modo sembraba sospechas sobre sus pronunciamientos y ayudaba a apuntalar la polarización entre buenos y malos –Arévalo era de los malos– que tan útil ha sido para mantener impunes las agresiones a la democracia y los delitos de todo orden que se les permiten a los buenos. Un juego de sospechas que ha caracterizado la lucha política venezolana[2]y terminó favoreciendo en nuestro tiempo la ruptura de la continuidad democrática. Era un calificativo que se le lanzó durante esas décadas del XIX, a guisa de dardo ponzoñoso, a algunas de nuestras más importantes figuras políticas, como fue el caso de José Antonio Páez. La palabra godo se refería a lo que los marxistas llamaban hasta hace poco y algunos dinosaurios aún usan para insultar o devaluar, un reaccionario. Alguien que reacciona por motivaciones ideológicas contra el cambio, la renovación, la modificación del statu quo. En un país cargado de deseos de reivindicación, esa etiqueta era un arma efectiva que daba pie a prejuicios que podían favorecer a quienes etiquetaban, en este caso al Partido Liberal –amarillo– cuyos representantes usufructuaron el poder durante más de la mitad de nuestro siglo diecinueve favoreciendo autoritarismos preñados de corruptelas grandes y pequeñas, o de represión focalizada y generalizada, hasta que el partido desapareció con las dictaduras de principios del siglo veinte.
Y la verdad de la vida de Arévalo González es que nunca buscó ni apoyó privilegios especiales surgidos de una posición social o política. Centró sus esfuerzos en la necesidad de preservar el civismo y la democracia, de combatir la corrupción y de respetar la Constitución. Fundaba sus alegatos en razonamientos que permitirían llamarlo ideólogo del republicanismo. Y los exponía públicamente gracias a su actividad como periodista que le permitía llevarlos hasta el público en general. Su lucha es análoga a la de muchos que como él en distintos puntos del continente americano quisieron ejercer una especie de pedagogía cívica que permitiera superar los atavismos del atraso cultural y la fragmentación que acechaba. Si nos atenemos a los hechos, tratar a Arévalo de godo era una manifestación del deseo de etiquetar que ya he nombrado para devaluar al adversario incómodo. Además, una persona con los atributos de un godo no asume el papel de conciencia pública, de vigilante si nos aproximamos al sentido que se le da a esa palabra en inglés.[3]En este caso vigilante de la moral pública, consciente como estaba de que las instituciones, débiles y confiscadas –como lo están hoy– por el poder autoritario, no iban a respaldar por sí mismas ningún intento de corrección o castigo. Conducta que no concuerda en absoluto con el calificativo de godo, el cual se revela tan vacío como son vacíos los calificativos a los cuales nos tiene acostumbrados el populismo de izquierdas y derechas o el revolucionarismo oportunista de raíz marxista que tanto daño ha hecho a Venezuela.
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Pese a la importancia que puede concedérsele en una sociedad en formación al carácter pedagógico y testimonial de la vida de Arévalo González, su nombre y su legado –ya lo he dicho– es poco conocido. Su esfuerzo intelectual –ético en el sentido más amplio–ha sido oscurecido un poco, pese a que a partir de sus experiencias es posible encontrar ciertas claves que ayudan a complementar el conocimiento de una etapa de nuestra historia dominada por el sinsentido. Sorprende que gentes muy acuciosas e intelectualmente insospechables lo hayan pasado por alto. Un caso especial sería el de Mariano Picón-Salas, nuestro extraordinario ensayista, quien con su siempre atractivo estilo literario ha auscultado con profundidad los temas que trata. En uno de sus más importantes libros –Los días de Cipriano Castro, publicado en 1953– obra fundamental para la comprensión de lo que ocurrió entre nosotros en los años iniciales del siglo veinte, ignora a Arévalo González hasta el punto de ni siquiera mencionarlo.
Tomás Polanco Alcántara en su libro Juan Vicente Gómez – Aproximación a una biografía, publicado en 1990, lo cita de pasada dedicándole cuatro o cinco cortos párrafos [4]y equivoca el nombre del diario que dirigía Arévalo al decir El Progreso en lugar de El Pregonero. Pone además en duda la pertinencia –por poco realista– del gesto de Arévalo de lanzar en 1913, enfrentándola a la falsa candidatura presidencial de Juan Vicente Gómez, la de Félix Montes[5], hombre probo que a consecuencias de ese hecho se fue al exilio mientras que Arévalo era reducido a una nueva prisión, la más larga de su vida: ocho años y cinco meses. Y finalmente Manuel Caballero, en su libro Gómez el Tirano Liberal publicado en 1993, si bien nombra a Arévalo e incluso cita frases de algunos de sus editoriales, lo hace en ciertos puntos en tono desdeñoso, desde lejos y sin referirse a las represalias que sufrió; y en relación a lo de la candidatura, califica a Félix Montes como una especie de compendio de todas las grisuras [6] frase que luce frívola e injusta.
Caballero habla también de ingenuidades en el texto del editorial, calificativo que merece examen porque nos ayuda a situar el sentido de los pronunciamientos periodísticos de Arévalo González. Porque fue respetar y exigir el respeto de principios que en el ambiente de entonces los sabidos de la política y los de hoy podían llamar ingenuidades, lo que más castigó el ego de Juan Vicente Gómez. Lo desnudaron y revelaron su insinceridad, al mismo tiempo que convirtieron el gesto en episodio crucial para Arévalo, uno de los más significativos de su vida, el acto más radical a favor de sus convicciones sobre los derechos ciudadanos. No sólo porque estuvo en el origen de su cruel, larga e injusta prisión y todo lo que ella desencadenó en cuanto al sufrimiento personal y familiar –la cual estaba dispuesto a sufrir como lo revela en sus Memorias– sino por su terminante y provocador valor ético, que vino a ser como un espejo en el cual el tirano vio reflejada su verdadera índole. Si por una parte despertó con su quieta y sin embargo certera ingenuidad –sin duda bien meditada por Arévalo– la ira represiva del tirano, también abrió para sus compatriotas un necesario espacio de reflexión. Poco aprovechado en su tiempo y hasta hoy, como he dicho, un poco ensombrecido, pero que espera ser colmado cuando los venezolanos recuperemos la capacidad de vernos mejor a nosotros mismos, la cual ha estado siempre alterada por los acontecimientos inmediatos y hoy pareciera derrotada o profundamente golpeada por la actual tiranía. Vernos y examinarnos para comprometernos a fondo con nuevas formas de compromiso con el perfeccionamiento de nuestra democracia. La historia de la candidatura de Félix Montes en resumen, fue una radical demostración de ciudadanía destinada a sentar un precedente. Y por encima de todo eso la consumación en el espíritu de quien la impulsó –Arévalo González–del concepto de resistencia pasiva, que asociado al de no violencia lo convierte, en su modesto país y en su pequeña y modesta comunidad en pionero de un estadio avanzado de la evolución de la civilidad.
[1]Tal vez sea esta la razón por la cual ha sido tan difícil documentar a Arévalo González. Ignoro si en la Biblioteca Nacional existen ejemplares de El Pregonero.
[2]Fue este tipo de oposición falsa lo que caracterizó la interacción de adecos y copeyanos en la etapa democrática iniciada en 1958 e interrumpida por la crisis actual. Es una polarización interesada y falaz que se volvió contra las instituciones y sentó las bases de lo que ha venido ocurriendo en el momento actual (2021). En ese sentido el Partido Liberal Amarillo fue una anticipación de lo que ocurrió con las izquierdas light de fines del siglo veinte, representadas en Venezuela por la deriva populista del partido Acción Democrática.
[3]Según el diccionario inglés y español (Internet): Una persona que trata de un modo no oficial, de prevenir el crimen o capturar y castigar a quien ha cometido un crimen, especialmente porque piensa que organizaciones oficiales … no controlan el crimen efectivamente.
[4]Juan Vicente Gómez-Aproximación a una biografía– Tomás Polanco Alcántara – Academia Nacional de la Historia-Grijalbo- Caracas 1990-Pág 182.
[5]Félix Montes (1878-1942) era abogado y profesor de la Universidad Central de Venezuela. Fue colaborador de la revista literaria El Cojo Ilustrado y en 1936, mientras estaba en el exilio, dos días antes de la muerte de Gómez, fue nombrado Miembro de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales con el sillón 14. Nunca se incorporó. http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=montes-felix
[6]Manuel Caballero; Gómez el Tirano Liberal ; Monte Avila Editores, 1993. Pág. 153