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He explicado en fechas anteriores que me empeño en ordenar mis archivos. Como producto de esa tarea van saliendo de un relativo olvido textos que me importan. Y los iré publicando aquí de modo un tanto intempestivo. Uno de ellos es el que sigue a estas líneas. Y seguirán otros. Lo haré semanalmente en el orden en el cual se me presentan.
MURiÓ
Hace tres días murió mi madre. En realidad, creo que llevaba mucho tiempo casi ausente. No sólo ya su risa revelaba que estaba muy lejos, sino que distinguía sólo el cariño o la presencia cercana pero no acertaba a dar con el nombre o parentesco.
Observando o pensando simplemente mientras la visitaba con poca frecuencia (o con menos frecuencia de la de un buen hijo) me decía a mí mismo que la longevidad era un misterio. Un misterio más, porque en la vida casi todo es misterioso. O incomprensible.
¿Para qué sirven esos viejos que duran tanto? ¿Cual es el sentido de sus vidas en ese momento crepuscular en el que ya no son, pero sí están? Son preguntas necias, pero todo el mundo se las hace en un momento o en otro. Claro, cuando uno se hace esas preguntas no es demasiado viejo. Y tiene salud. Y tiene la suficiente insolencia para ver la vida como que si fuese un asunto de conveniencias. Pero se las hace.
Yo me las he hecho observando a mi madre antes de su muerte. He salido de la visita semanal o quincenal a su apartamento pensando para qué. Me han pasado por la mente todas esas cosas que condena la autoridad moral. He rozado todos los tópicos sobre la vida y la muerte. Lo confieso y me da alguna vergüenza porque revela ese lado mío mundano y despreocupado.
Pero mi madre, en algunos momentos, me recordó que las cosas no son tan simples. Cuando la besaba y acariciaba (porque a mí me gustó siempre hacerlo), allí estaba ella retribuyéndome con sus gestos, su sonrisa, sus propias caricias o las palabras, tiernas, de madre orgullosa de sus hijos. Y me decía yo, en ese momento, tal vez sólo por eso ha valido la pena llegar hasta este punto. Lo decía por mí, pero también por ella.
No hace mucho estaba yo un Domingo en la mañana tratando de permanecer a su lado, aunque fuese media hora. No era fácil porque ya desde tiempo atrás la conversación no era posible. Ni tampoco el silencio, que es lo peor. Así que se trataba para mí de lograr quedarme un rato.
Mi estado de ánimo no era bueno, me molestaba una sombra depresiva que a veces me asalta en las mañanas. Y allí, al lado de ella, solos, pensaba que la Fe por estos años se me viene escapando. Y atrapado por la nostalgia de otros tiempos míos, un impulso sentimental me hizo llorar infantilmente. Dame una señal, dije para mí (hoy al contarlo me ruborizo un poco).
Mi madre, ausente, se quedó mirando hacia un punto de la pared del comedor como si algo allí reclamara su atención y comenzó a decir: Dios te salve María llena eres de gracia…y siguió hasta el final.
Me señaló otro misterio a sus noventa y cuatro años.
Oscar Tenreiro / 27 de octubre de 2004
La muerte definitiva de Cecilia fue el 17 de noviembre de ese mismo año. Cuando escribí lo anterior, hacía tres días que había salido de una operación que la había dejado sin respuesta cerebral.