ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

oscar-tenreiro-Mano-abierta

Va a continuación uno de mis primeros escritos como columnista regular de un diario. Fue en el ya desaparecido Diario de Caracas, en ese tiempo dirigido por Luis García Mora. Me llevó a comprometerme entonces en esa nueva responsabilidad el deseo de hacer conocer a un público más amplio el sesgo del arquitecto en el debate público, teniendo siempre como escenario de fondo, y en muchos casos como génesis de cada texto, los puntos de vista sobre la arquitectura y la ciudad más comunes –también los menos trajinados– entre nosotros, arquitectos.

Y lo que me interesa específicamente de este escrito es que fue el primero en el cual expresé –en unas pocas líneas– mi particular interés por el tema de la atmósfera del edificio, atributo de la arquitectura cuya dificultad para definirlo exige la búsqueda de símiles que sugieren y rozan la dimensión que se puede llamar poética de las frases. Y piden como apoyo las imágenes que hace treinta años no pude publicar. El simil se apoya en la memoria, la mía que es la que mejor conozco, sabiendo que lo memorioso ocupa un lugar especial en toda persona y generalmente se hace frondoso cuando hurga en la infancia. Y las fotografías enseñan lo que intento decir, «muestran», recurso esencial en todo arte y muy especialmente en el nuestro. Ahora –treinta años después– sé que al hacer esto último practico la enseñanza «ostensiva», de la cual somos todos sujetos, y particularmente quienes aspiramos a entender la arquitectura.

Son dos recursos, «sugerir describiendo» y «apoyar mostrando» que utilizaré en el Seminario 6X que comienza el próximo domingo 19 de este mes. Será en cierto modo un repaso de la historia personal, acompañado por selectos co-relatores, de lo que otras veces he llamado la búsqueda de la arquitectura. Búsqueda que no parece cesar nunca.

PATIOS, CASAS Y GEOGRAFÍAS / Oscar Tenreiro / Diario de Caracas, 24 de Septiembre de 1989

Patio de Café, Hacienda La Victoria, Mérida, Venezuela

Porque aquí nacimos evocamos con nostalgia un lejano patio de café, escribí una vez aludiendo a la misteriosa presencia en la memoria, de arquitecturas que con el paso del tiempo se hacen parte de nuestro mito personal y colectivo. Y las tardes, o los instantes que hemos vivido bajo un alero en comunión inconsciente, como toda comunión verdadera, con un paisaje, un clima, un sol y una brisa que nos entrega una paz momentánea, se graba en lo más profundo de lo que somos.

Imagino mejor ahora, porque cuando niño lo viví sin precisarlo, lo agradecido que podía estar mi padre cuando con mi madre se sentaba alcomienzo de la arena, junto a la escueta puerta del corral de almendrones que flanqueaba la casa frente al mar de Ocumare de la Costa, por respirar esa brisa constante que se alzaba a media mañana y arreciaba después del mediodía, para irse extinguiendo en la lucha con el frescor que bajaba de las montañas con la noche, desde ese Rancho Grande paradisíaco de las costas de Aragua, lugares que modelaron la niñez mía y de mis hermanos. Es la huella de la naturaleza, de una particular naturaleza que nos marca para siempre. De la naturaleza y de una cierta arquitectura que se integra a ella como nacida de la tierra, como la de las vaqueras de La Corina, allá mismo en Ocumare, que el general andino construyó para hacer una realidad modelo de sus sueños de hacendado:

Es el origen de mi desasosiego cuando debí vivir un año, a saltos, en el centro de Norteamérica, pensando en que no hay remedio ya, cuando hemos crecido y madurado en un lugar del mundo, ante la constante presencia en nuestra mente, de un tipo, de una calidad especial, de un particular equilibrio con el mundo físico que nos rodea. Me marcó el trópico, pensaba, a mí que soy una especie de alemán reciclado, y ya no podemos hacer otra cosa que aceptarlo. Ya no puedo, a mi edad, hacer del todo mío el placer que encontrará cualquier nativo de Kentucky en enfrentar ese clima como de estepas que se debate entre las oleadas que bajan desde el Ártico sin obstáculos y las amenazas del vaho pegajoso que quiere avanzar desde el Golfo de Méjico.

Esa idea de la arquitectura como prolongación de un medio natural se empeñó en divulgarla el discurso insistente, quizás mesiánico, de los arquitectos que nacieron con este siglo. Pero no siempre resultó posible demostrar que tal insistencia era suficiente para producir resultados que pudieran emular al patio de café o a sus análogos de cada región del mundo.        Hemos visto como la retórica no logró absolver a tantos edificios que parecen tan desvinculados del lugar que dejan al desnudo su condición de caricaturas de un lenguaje no bien asimilado. Y, por eso mismo, la batalla que el siglo temprano libró contra el uso de recursos imitativos tan fáciles como ridículos, el kitsch o más venezolanamente lo cursi, pareciera estar perdiéndose tardíamente.

Si todos los arquitectos hace algunos años se plantaban rotundos frente a la amenaza del recurso fácil para evocar atmósferas, de la ventana con poyo y barrotes, por ejemplo, acompañada del inevitable tinajero de imitación, ahora algunos han llegado a pensar que usar estas cosas puede recibir el pomposo y culto nombre de postmodernismo. Pero el uso de tal término para justificar abandonos sin talento, si ha sido denunciado por sus creadores filosóficos, como Lyotard lo ha hecho recientemente para salvarse de mixtificaciones a la Jencks, también va mereciendo poco a poco el desprecio de los menos ansiosos por estar al día. Y renacen entonces con mayor vigor esos patios de café que son los Taliesin de Wright, la casa Sarabhai de Corbusier, la casa de Niemeyer, o la Quinta Caoma de Villanueva .

Taliesin East, Wisconsin-Foto nuestra, 1985

Le Corbusier-Casa Manorama Sarabhai- 1951-55

Casa das Canoas- Oscar Niemeyer, 1951

Quinta Caoma-Carlos Raúl Villanueva – La sala con los sillones de Carlos y su esposa Margot Arismendi

2018. Con nuestros hijos Juan y Karla en el corredor de la casa de Ocumare, con los actuales dueños. A la izquierda la puerta que se abría hacia la arena, en las tardes, caído ya el sol…