Oscar Tenreiro
No es fácil escribir sobre la muerte de un amigo. Los lugares comunes se agolpan esperando su turno. Y decir sin recurrir a ellos lo que hemos perdido con la ausencia, resulta complicado. Eso, aparte de que escribir sobre una persona tan poco convencional como Elías Toro Jiménez puede resultar arduo y distante de la realidad.
Empiezo diciendo que, si creo haber sido su amigo, lo cierto es que Elías cultivaba un cierto tipo de distancia con sus conocidos, tal como si no quisiera intrusiones indebidas en su mundo. Debo advertir entonces que las líneas que siguen no son una semblanza, ni un recuerdo nostálgico de tiempos idos, sino más bien un esfuerzo que me ha sido particularmente difícil de dar una idea acerca de cómo vi yo y qué cosas retengo de esa persona tan valiosa, tan original, tan difícil de tratar y tan cercana-lejana como él lo fue, tratando al mismo tiempo de delimitar el espacio dentro del cual ubico a su persona o sea a su máscara en el sentido de Jung. Las fechas que citaré tienen un cierto margen de error y son sólo referencia general. Y digo finalmente antes de comenzar mi evocación, que no me voy a referir sino tangencialmente a los eventos importantes del paso de Elías por el mundo, tampoco a su obra como artista que conozco muy fragmentariamente y sobre la cual no me atrevería a hacer ninguna consideración formal.
Elías Toro Jiménez tuvo una vida larga. Era un poco mayor que yo, cuatro años. Nació en 1936 como mi hermano Jesús Antonio. Yo soy del 39. Tuve noticias visuales de él desde que entré a la Escuela de Arquitectura de la UCV en 1955, dos cursos después del suyo. Y digo visuales porque lo veía de lejos alternando con sus compañeros sin atreverme a otra cosa que observarlos en los pasillos o las aulas del edificio que ocupaba nuestra Escuela, cedido por Ingeniería. Ya me había llegado la onda de la pequeña (pero importante) fama del grupo al cual él pertenecía: la de ser muy talentosos, ocurrentes, festivos, conocedores de lo último que se llevaba, y por todo ello consentidos y protegidos por los mejores profesores. Él y sus compañeros parecían constituir una especie de vanguardia, condición que les abrió mucho espacio para destacarse como estudiantes, pero también les acarreó problemas entre los cuales el de la envidia que despertaban. Bastantes veces oí decir entre mis compañeros de curso, así como entre los del inmediatamente superior al nuestro, que Julián Ferris, el notorio arquitecto y excelente profesor que cumplía el papel de líder del grupo de los profesores más al día, los favorecía y los protegía. Lo cual por supuesto no era verdad, sino producto de las sospechas que el grupo despertaba; y sabemos que la sospecha es siempre un obstáculo a veces insuperable para nuestra justa percepción del otro.
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Durante los años estudiantiles, movido por mi admiración a su talento y por conexiones personales propias de esa segunda adolescencia que es la etapa universitaria, fui conociendo desde un poco más cerca a los vanguardistas. Y entre ellos, Edmundo Díquez, Magalí Ruz, Domingo Alvarez y Elías Toro, los cuatro ya fallecidos, quienes adquirieron para mí una fisonomía más precisa, que en lo fundamental ha perdurado hasta hoy. Díquez era en cierto modo el líder del grupo en virtud de su desbordante talento. Él Iba a ser con quien menos tendría yo contacto en los años que seguirían. Magalí se hizo mi amiga gracias a una serie de circunstancias personales. Domingo Alvarez (el flaco Alvarez) llegó a ser bastante cercano gracias a un viaje que hicimos juntos en los ochenta. Y Elías comenzó a estar en mi mundo con más precisión, si bien todavía en una órbita lejana. A ello debo agregar que tanto Elías como el flaco, aparte de su actividad estudiantil formal, comenzaban ya a darle forma a su personalidad de artistas. Porque ambos pintaban y lo demostraron en una de esas exhibiciones para estudiantes–pintores organizada por Abel Valmitjana, Director de Cultura de la Escuela de Arquitectura por esos años (¿1953 a 1958?). La obra que presentó Domingo en esa muestra, un óleo hecho con una técnica más que aceptable, de formato mediano, del cual sólo recuerdo vagamente su figura, no he olvidado que mostraba el instrumento que tocaba su amigo Pepe Grases, estudiante como él, pero de ingeniería; y de allí su título: El violoncello de Pepe. Y en cuanto al cuadro de Elías lo que recuerdo es que era un ejercicio de color, una atmósfera rojinegra que envolvía una figura abstracta. Vino a quedar –no sé por qué vías– en manos de mi hermano Jesús Tenreiro. Y allí estaba, en una pared cerca de la entrada a la casa donde vivió Jesús antes de su muerte en 2007.
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El término de la dictadura de Pérez Jiménez en enero de 1958 produjo muchos cambios en nuestra Escuela de Arquitectura. El curso de Elías concluyó sus estudios en julio de ese año, el nuestro dos años después. Yo me involucré con mucha intensidad con el sector democrático que se enfrentaba al cubano-marxismo, muy activo a partir del triunfo de la Revolución Cubana en enero del 59. Seguramente por eso, la independencia personal de Elías frente a la fuerte presión ideológica de los revolucionarios nos acercó, Elías ya comenzando a situarse como joven profesional y además se había casado y empezaba a formar familia. Sabía yo por otra parte de su temperamento áspero y difícil. Que para mí era más bien producto de su deseo siempre presente, muy insistente, de darle estabilidad a su territorio intelectual y sobre todo de preservar su punto de vista. Deseo que lo llevó progresivamente a separarse de los compañeros que he llamado vanguardistas quienes cultivaban una postura más bien light comprometida sólo con ellos mismos. Y como por mi parte yo he tenido también un deseo de independencia y territorialidad análogo, fui encontrando afinidades que me llevaron a conocerlo mejor.
A partir de enero de 1958 se abrió en nuestra universidad un programa de becas de posgrado en el exterior. Una buena parte de los graduandos anteriores a mi curso, entre los cuales Henrique Hernández, Magalí Ruz, Nelson Douaihi y Jesús Tenreiro, fueron favorecidos con sendas becas. Elías fue otro de los favorecidos y se radicó en París durante un año para estudiar en el Institut d’Urbanisme. No es para mí posible mientras escribo estas líneas dar ninguna información sobre esos estudios, pero lo esencial es que le permitió a él y a su naciente familia irse estableciendo. Tres años después de su regreso a Venezuela, en el 62, salió de nuevo becado a estudiar Historia de la Arquitectura en Roma y Florencia, donde destacaban las figuras muy reconocidas de Leonardo Benévolo y Giulio Carlo Argan. Fue con Benévolo con quien se vinculó mejor, y ya de regreso a Venezuela, era posible identificar los puntos de vista de Benévolo en su discurso como profesor interino del Departamento de Historia de nuestra Escuela, lo cual nos acercó gracias a mi simpatía con las ideas de Benévolo.
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En ese tiempo tanto él como yo luchábamos por abrirnos paso hacia una posición que nos permitiera explorar nuestras tendencias, confrontarnos con nuestros impulsos. Se fue formando entre Elías y yo una amistad que llamaría poco convencional porque nos veíamos poco, no había asiduidad en nuestros intercambios. Se daban a partir de arranques o de circunstancias repentinas, pero nos llevábamos bien. Sirvió inicialmente como atractivo para mí su papel de disidente tanto respecto a los vanguardistas, como respecto al establishment académico-arquitectónico, un círculo que me era particularmente ajeno, demasiado marcado por la cuestión ideológico-política, muy fuerte en los años posteriores.
Elías combinaba su labor como profesor con el objetivo de fundar una oficina de arquitectura, lo cual parecía lógico para un estudiante brillante como él. Pero se tropezó con su dificultad personal para hacer frente a las distintas exigencias que impone la ejecución de un proyecto de arquitectura, y especialmente a las relaciones con la burocracia, que se pueden convertir en un insoluble dolor de cabeza. Eso fue lo que ocurrió con el proyecto del Instituto Pedagógico Nacional en El Paraíso al oeste de Caracas, que le habían contratado a mediados de la década de los sesenta. Tuvo las típicas dificultades para cumplir con las fechas de entrega, pero se tropezó con la actitud cerrada y ciega a los muchos méritos del proyecto, de los colegas que representaban al Ministerio, lo cual sin embargo no impidió que se construyera una primera etapa luego de aplicarle una fuerte, arbitraria e inmerecida multa que lo afectó mucho económicamente.
Esa especie de inadecuación –que no sólo fue en este caso– hizo mella en su ánimo y junto a muchas otras causas que sólo queda conjeturar disparó su decisión de entregarse de lleno a su muy intensa vocación de artista dejando a un lado su persona como arquitecto. Que sin embargo estuvo siempre al acecho en un segundo plano que alimentaba al primero.
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Nuestra amistad fue consolidándose en distintos episodios. Uno de ellos fue en 1967 cuando gracias a la intervención de Elías como miembro del Jurado me fue concedido el Premio para Vivienda Unifamiliar de la Bienal de Arquitectura. A Elías le correspondió argumentar ante los otros jurados, Eduardo Sanabria y Magalí Ruz, acerca de los fundamentos teóricos de Los Aromos, la casa que construí para mi familia. Como consecuencia, esa casa que cumplió un rol esencial en mi experiencia de arquitecto, recibió el Premio, hecho que tuvo efectos significativos para mí.
Otro motivo de acercamiento se dio cuando le pedí, a fines de 1979, que me ayudara en la preparación del proyecto para la Gobernación del Distrito Federal de un Centro de Acogida de Damnificados por las lluvias (el Centro de Adiestramiento Agrícola). Elías me acompañó en un memorable viaje en helicóptero por los Valles del Tuy y Barlovento con el fin de seleccionar el lugar donde se construiría. Trabajamos juntos hasta que la discontinuidad administrativa detuvo el proyecto.
Y la tercera coincidencia que podría llamar arquitectónica la motivó la Plaza Bicentenario ya más tarde en el tiempo, 1983, sobre la cual Elías hizo una apreciación en conversación conmigo, que coincidía, de modo sorpresivo y grato para mí, con la intención que tuvimos al usar materiales naturales asociados al concreto armado como vehículos de la evocación del pasado, una de las cualidades simbólicas del edificio a la cual concedo el mayor valor.
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Los episodios que acabo de narrar sugieren que mi amistad con Elías se sostuvo sobre todo en las ideas y no sólo en la convivencia y la aceptación mutua. Y respaldan mi impresión de que era esa la única forma posible de superar la barrera que con frecuencia su modo de ser imponía. A lo cual se sumaba que Elías estaba en una especie de perpetuo movimiento, siempre haciendo algo o proponiéndose a hacerlo. Y ese constante moverse siguiendo sus impulsos lo alejaba de cualquier proximidad personal, y menos la de alguien como yo, que también he sido obsesivo con mis metas. Tal como yo lo veía, es decir, a distancia, de esa misma manera se realizaba nuestra amistad, que se iba convirtiendo en un conocimiento mutuo que desembocó en un simple saber del otro.
En los años que siguieron–fines de los ochenta, y los noventa– Elías se sumergió en su vocación de artista, creando progresivamente un mundo de imágenes que la magia del Arte convirtió en personajes que adquirieron cuerpo en pinturas y esculturas, pobladores del escenario donde él oficiaba. Fue depurándose su técnica como escultor, llegando incluso a instalar una fundición para sus bronces en un pabellón junto a la casa construida por él en una parcela de fuerte pendiente en la zona semi-rural llamada Caicaguana no muy lejos de El Hatillo. Con esos personajes, hieráticos o en movimiento, siempre de algún modo provocativos, con sus pinturas y con su personalidad se hizo presente en el mercado del arte, lo cual le permitió afianzar su desempeño como artista y le permitió salir un tiempo a trabajar en el exterior, en Girona cerca de Barcelona-España, durante el 2000 y el 2001.
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A la casa de Elías, Milagro su segunda esposa y sus hijos, en Caicaguana, fuimos Nubia mi mujer y yo de visita varias veces desde finales de los noventa. En una de esas visitas llevé a mis hijos Victoria y Juan y ahora me ha sorprendido saber que quedó en ellos un recuerdo singular que revivió al conocer la muerte de mi amigo. Por mi parte recuerdo ahora que en cada visita les decíamos a Elías y Milagro que los invitaríamos a Los Aromos, sin que esa invitación se realizara nunca. Tal vez me sentía intimidado por la mirada crítica que despertaría en Elías.
En todo caso, digo de la casa de Caicaguana que fue construida con las manos. Elías, dos pares de obreros como ejecutores-ayudantes y de cuando en cuando un electricista o un plomero. Se fue haciendo amiga íntima del lugar donde se encuentra, nada pretenciosa, no sólo llena sino inundada en aquellos días de objetos producidos por la vida de sus dueños. Si acepto lo que me decía mi hermano Jesús con alguna frecuencia sobre la arquitectura que construimos, esa casa era una representación de Elías. Muy sencilla y sin embargo llena de focos de atención, de lugares, espacios. incluso rincones, que atraían la mirada y hacían pensar. Estaba alejada de cualquier pretensión o modismo, muy auténtica en el sentido de que hay originalidad en ella, si entendemos la originalidad tal como lo expresó en una oportunidad Gaudí, como una vuelta al origen. En este caso sobre todo el origen constructivo, porque esa casa es un ejemplo de dominio sobre lo constructivo, algo que llevaba Elías en el alma. Si tomamos la perspectiva adecuada y además reflexionamos sobre el valor que adquieren las motivaciones personales en el propósito de darle espesor al patrimonio cultural de una sociedad, esa casa debería ser considerada como parte del patrimonio cultural venezolano. Entiendo que se encuentra hoy en ruinas, tal como lo están muchas cosas en nuestro país gracias al malabarismo marxista-chavista perverso y delincuente, pero eso no obsta para que afirmemos su valor.
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La cuestión clave, de lo cual la casa de Caicaguana es una muestra, es que Elías sabía construir con sus manos. Y hablo de construir en el sentido más amplio, porque si pintar no es propiamente construir –aunque pueda serlo– sin duda hacer escultura es construir. Con lo cual podemos decir, por ejemplo, que la formación básica de Elías como arquitecto fue el punto de partida de su expansión como artista. Sin que dejemos de preguntarnos algo menos obvio como por qué vías llegó –o creció– en él su singular capacidad de comprender el cuerpo humano para lograr trabajarlo con gran soltura tanto en reposo como en movimiento, dominio técnico y expresivo que estaba en él desde sus primeros pasos como pintor o como escultor. Y si pudiéramos decir que llegó a adquirir esa destreza gracias a su capacidad de observación y a su especial manejo del dibujo como instrumento de estudio del objeto, no estaríamos necesariamente contestando a la pregunta, que en realidad queda en el aíre como tantas de las cosas del arte que dependen misteriosamente de lo que el artista como individuo insustituible aporta. Y es que en Elías se mostraba, se hacía visible, la violencia que ejerce sobre una persona que vive con el arte el impulso de hacer, de dejar huella de su andar, de entregarse a lo que le decimos creación porque obedece a una llamada que sólo perciben quienes pueden responderla y sacan de lo más profundo de sí mismos las destrezas –y los conocimientos– que les permitirán expresarse. A él le fue posible por capacidad, por decisión y por entrega, responder esa llamada y abrirse un nicho que sostuvo a pesar de las adversidades. Que nunca le faltaron, hay que decirlo. Y se saltaba límites si era necesario, de ello saben quienes fueron sus cercanos. Muy difícilmente esa vocación hubiera podido colmarse por las vías normales de la profesión de arquitecto tan desvirtuadas y alteradas a manos del mercantilismo.
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Insisto en sostener, al reflexionar sobre el contexto en el cual he vivido y han vivido algunas de las personas que he admirado desde aquí desde este punto de Caracas –Los Aromos– donde estoy desde hace más de cincuenta años, que una personalidad como la de Elías Toro Jiménez, amigable y rechazante, coherente y contradictoria, dominada por la acción, no es casual que se haya realizado en una sociedad como la venezolana en la cual se han dado históricamente todos los excesos y todas las carencias. Así como nuestra historia como sociedad ha avanzado entre vaivenes, con frecuencia dolorosos, así mismo hemos vivido todos oscilando y respondiendo con dificultad a lo que la vida nos ha propuesto. Estoy convencido que del conocimiento del trayecto vital de quien –de nuevo– fue mi amigo, pueden aprenderse enormidades que están ocultas por la distancia que él mismo tomaba de todos los que como yo lo observaban desde lejos, con simpatía, pero sin acercarse mucho.
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La vida es lucha…lo recalcaba José Luis Vethencourt (1924-2008) ese psiquiatra lúcido y sabio que conocí gracias a la admiración que le tenía mi hermano Jesús. Frase que he recordado y pronunciado muchas veces. Nuestra vida transcurre mientras sumamos a esa lucha a nuestros propios testigos e interlocutores: padres, hermanos, hijos, compañeros, amigos, partidarios… Elías estuvo toda su vida en lucha. Consigo mismo puede decirse, tal como todos luchamos con nosotros mismos, estemos o no conscientes de ello. Y de esa lucha quedan señales, signos, muestras, que son parte de lo que poseemos, de lo que es nuestro en el sentido más amplio, nuestro patrimonio, el tesoro de todos los nacidos en estas tierras. Elías dejó su rica obra como artista… y sus empeños como arquitecto. Su muerte, que estaba anunciada desde hace algún tiempo dadas las noticias que nos llegaban de su deterioro físico, me ha hecho reflexionar de nuevo sobre el sentido de la vida, mi tema permanente en el último par de años. En primer lugar, me recuerda cuanto valor tiene nuestro papel de testigos receptores de las búsquedas, preocupaciones y acciones del que se marcha, valor que no apreciamos sino al experimentar la ausencia. Y en el caso del extremo y múltiple dinamismo de una persona como Elías no sólo se trata de testigos sino de buscar interlocutores que estimulen una locuacidad o inestable inquietud que es preámbulo necesario para el hacer creativo. Pero asumir el papel de testigos o interlocutores se nos hace imposible porque todos buscamos, con frecuencia sin tener conciencia de ello, a nuestros propios testigos o interlocutores. Si no estuvimos allí cuando el que se ha ido requería de una palabra, de un apoyo, de un aliento para superar alguna dificultad (fue mi caso con Elías) es porque nuestras propias búsquedas y dificultades en cierto modo nos lo impedían. Reflexionando como lo hago ahora impelido por una ausencia definitiva, por un mundo que repentinamente desaparece, puede uno darse cuenta de lo poco que en realidad conocemos de los demás. Y también lo poco que podemos hacer para tratar de conocerlos mejor. Contradicción que en el creyente se resuelve haciéndose presente para el otro a través de la oración, el anhelo de un estar juntos mediante la oración y la acción…en Comunión de los Santos como lo llama la cultura católica en la cual (¿sin darnos cuenta?) hemos estado inmersos desde que nacimos. Incluyendo a Elías Toro Jiménez… quien no era creyente.
Correo electrónico enviado por Elías Toro Pino, hijo mayor de Elías y Milagro, a Oscar Tenreiro, el 17 de julio de 2024
ELÍAS EN CAICAGUANA
La primera etapa en Caicaguana es entre los años 1984 y 1989.
La segunda es diez años después, en la nueva casa, a partir de 1999, muy poco tiempo después de que Alejandro, uno de mis hermanos mayores muriera y en la casa que mi papá estaba construyendo para él.
Esa primera etapa es magnífica porque en ella, que en términos generales tiene origen en una crisis económica, mi papá reconstruye su vida con base en la práctica artística, pero con una pulsión subyacente, intuyo, aún más general y trascendente: la de refundar el mundo que lograba percibir.
En ese momento en Caicaguana no había servicios básicos, recolectábamos aguas de lluvia en invierno, teníamos un horario nocturno muy restringido de energía eléctrica con una pequeña planta y, para comunicarnos, mi papá montó una estructura en acero muy alta que era la base de una antena que llegaba a una altura suficiente como para tener registro visual con La Urbina y el edificio donde vivía mi abuela materna, en cuya azotea instaló otra antena conectada a una línea CANTV. Así, cuando el teléfono de mi abuela sonaba, un amplificador de corneta de barco replicaba el sonido dentro de aquella pequeña casa prefabricada en madera.
Tuvimos un pequeño huerto del que cosechábamos hortalizas que mi mamá preparaba con particular esmero. A Milagro le gusta mucho cocinar.
Vivíamos en un intenso vínculo con el entorno natural.
El primer libro que mi papá insistió en que debía leer, siendo yo muy niño, fue Robinson Crusoe. Lo recuerdo diciéndome algo como que en esa novela estaba planteada la idea de la cultura como producto de la relación entre el hombre y su entorno. Hoy en día creo que él no podía entender la Arquitectura sino como un resultado más de esa relación.
En fin, Oscar, me extendí quizás demasiado…
Pareciera que la muerte estimula la memoria y propicia otras instancias de la comprensión de aquellos que ya no están. Un abrazo…