ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Me es difícil precisar durante cuántos años esperé lo que sucedió el domingo pasado en Venezuela. Llegaba el día en el que finalmente íbamos a expulsar del Poder Público a la camarilla que lo ha confiscado. Me asombra que haya tenido yo –y muchísimos más– la paciencia de esperar lo que ocurrió, porque me resulta si no doloroso sí muy triste, recordar cuántas veces oí expresiones de escepticismo acompañadas de un Dios te oiga, cada vez que hacía notar mi seguridad de que ese día habría de llegar, cuando la camarilla no tendría más remedio que devolverle el país al pueblo y enfrentarse a su rosario de culpas. Ese Dios te oiga sonaba como si plantearse el objetivo de recuperar nuestros derechos políticos fuera asunto de otros, estaban más allá de la incumbencia de quien esperaba una intervención divina. Y dolía especialmente que se tratase de amigos, de gente cercana, reflexiva, insospechable de cualquier simpatía con la dictadura. Que en definitiva eran escépticos hijos del escepticismo que se apoderó del alma de muchos venezolanos en estos últimos años. Cuento por cientos durante seis muy largos años, ese intercambio de posturas ante nuestro agudo desequilibrio político. Yo por supuesto era el iluso, mi interlocutor el conocedor, ergo el escéptico. Tuve tantos diálogos así, fueron tan repetitivos, tan típicos los argumentos del conocedor que me llevaron a lo que he leído y he oído decir desde hace muchísimo tiempo: que a la clase media de cualquier sociedad la mueve sobre todo su propio bienestar y poco se compromete con lo que está más allá de su alcance directo. Que las banderas morales y principistas no atañen sino en forma secundaria a ese sector social.

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No sé si ese desapego moral puede considerarse inescapable, pero en lo que se refiere a mi persona puedo decir que el escepticismo nunca ha anidado en mi conciencia. Desde muy joven tuve la impresión de que pertenecía a una generación que se alimentaría de pequeñas y grandes utopías. Que estaba llamada a comprometerse, a dejarse envolver por pronósticos de mejoramiento y avance colectivo. Ignoro de dónde me llegó ese impulso, (que no necesariamente se ha hecho realidad en estos años de vejez), pero me llevó durante un tiempo a participar en política a comienzos de mi segunda adolescencia, la vida universitaria. Otras veces he escrito que lo heredé de mi madre, quien nunca dudó en expresar su inconformidad, aunque lo hiciese muchas veces a la sordina. Mi madre fue en muchos sentidos una inconforme. Mi padre también. Ella activa en la educación de sus hijos, él pasivo, dado a la autoflagelación. Por mi parte puedo definirme como un inconforme, como alguien que nunca está tranquilo con el sitio que ocupa. Y es esa inconformidad la que siempre estuvo aguijoneándome la voluntad respecto a la gran estafa que ha sido para Venezuela el chavismo con toda su sobrecarga ideológica. Es también la que me hizo sostener la firme esperanza de que el 28 de julio le diríamos a los esbirros en el poder que se les había acabado su tiempo, que debían irse y quitarnos de encima el peso de su maldad y su impúdica corrupción; esta última junto con el cinismo, el verdadero distintivo de un Régimen que ha pasado por encima de todos los límites.

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Y la gente de todos los niveles sociales tuvo insólita claridad para asentar con su voto la disposición a decir ya basta. Porque ¿qué se nos mostró además…si profundizamos un poco en las consecuencias de ese acto masivo de fe en el voto? La inconformidad… de eso no hay duda posible. Se nos hace evidente entonces, una vez más y de modo sorpresivo, que la inconformidad es un componente esencial de la democracia. Si buscamos respuestas en la democracia, estamos inconformes siempre o casi siempre, y el voto nos sirve como herramienta para la confrontación, el intercambio, la exposición de nuestras inquietudes. Es vehículo de acercamiento hacia el otro. La democracia, nos lo mostró irrefutablemente lo que ocurrió el pasado domingo, es entre otras muchas cosas una continua muestra de inconformidades.

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En las incertidumbres que se desencadenaron luego del acto del domingo ha quedado espacio para hacernos este tipo de reflexiones. Hay otra que se deriva de la que acabo de hacer. La dirijo sobre todo a quienes pese a todas las formas de represión política que hemos sufrido los venezolanos, todavía creen que hay legitimidad en la cúpula dictatorial: Estas elecciones son una oportunidad para que a través del reconocimiento de la inconformidad del otro nos acerquemos personalmente a la verdad.

Medusa-El bien y el mal en unidad. Dibujo de Le Corbusier. El color rojo es añadido.