Óscar Tenreiro / 15 de Marzo 2014
Eso era lo que le decía Josneidy Nayari Castillo, joven al servicio de la Guardia Nacional Bolivariana o Guardia del Pueblo, a la también joven Marvinia Jiménez, trabajadora, modista, pequeña productora, mientras a horcajadas sobre ella, tirada en la calle, la golpeaba salvajemente con el casco militar. Y lo mismo, según el testimonio de Marvinia, le dijo una y otra vez cuando se la llevaban presa, o recluida en una celda, castigos que le aplicaron por tomarle fotos y videos a la represión ejercida contra los estudiantes en Valencia, su ciudad. A cargo de un cuerpo armado con un largo historial de abusos de autoridad y manejos dudosos en fronteras, aduanas y un largo etcétera, convertido en los últimos días en símbolo de la Dictadura.
Y ese detalle, que una uña cuidada con esmero para poder decorarla como se estila hoy y ser exhibida con orgullo, que esa parte de su anatomía haya resultado dañada en los forcejeos, tirones y golpes que se encargaba de propinar a su detenida, despertó en ella, una irresistible ira que descargó salvajemente ante la indiferencia de sus compañeros de represión.
¿Cómo explicar esa desproporción? ¿Cómo entender que la molestia por ver frustrada su orgullo de dama que se adorna, se exprese de manera tan absurda, de ese modo desalmado? No me cabe duda que es la manifestación de como este Régimen ha envenenado el alma de la gente que se deja arropar por su hechizo, lo que he llamado su maldición. Es la demostración de la manera en que ha destruido la moral de un pueblo. Una prueba más de que su principal objetivo es ofuscar el entendimiento para que las órdenes sean obedecidas, o, simplemente, para que la capacidad represiva de una persona se exprese sin límite alguno, sin temor de represalia.
II
Siempre se ha dicho, yo mismo lo he hecho, que los venezolanos tenemos la ventaja de la cordialidad, de la cercanía con el otro sin las defensas que se cultivan en otras partes; de la llaneza afectuosa, de la hospitalidad y de muchas otras cosas de ese tipo que se hacen notar en la inevitable comparación con los modos de ser de otras tierras. Pero esa explosión sentimental y algo patriotera bien pronto desaparece cuando uno repasa un poco nuestra historia, por ejemplo la de las Guerras de Independencia o a la de la Federación (1859-1863), que fueron de una ferocidad y violencia extraordinarias. Y también ante hechos que todos los días deterioran ese infantil orgullo sobre lo que supuestamente somos. Uno de ellos, el desprecio por la vida que demuestran las decenas de miles de asesinatos anuales que llegan a las cifras más altas del mundo; y además la ferocidad al cometerlos, tantas veces señalada como ensañamiento. Ambos tipos de violencia, la política que lleva hasta la guerra y la criminal que asesina, se asocian a la rabia que arranca en los antagonismos reales o ficticios y a la rabia ideológica, propia de una visión del mundo que agrupa a las personas en buenas y malas según estén o no de este lado. Esta última engendra otra (la del contrario) como respuesta. Es la obra central del Régimen venezolano, la que aquí he calificado como maldición.
La rabia ideológica fue el origen, la uña rota fue el detonante, la gota que derramó el vaso de la violencia y la saña contra una persona a medias impedida, factor adicional para apreciar la gravedad del hecho. Se expresa el odio contra una mujer de trabajo, social y económicamente cercana a su atacante, que podía haber sido su vecina, alguien que en una situación normal trataría con la supuesta bonhomía venezolana, y en uno anormal al menos con condescendencia.
III
Pero no es así porque nuestra mujer-soldado ha sido ideologizada para considerar a todo opositor como un estorbo. “…Escuálida, sin oficio, vete a tu casa a hacer arepas, búscate un marido…” dice Marvinia que le gritaban los de la Guardia del Pueblo desde una tanqueta mientras ella pasaba temprano provista de su celular tomando fotos de lo que iba ocurriendo. No sólo es machismo, sino la muestra del deterioro moral de nuestros cuerpos armados.
Las razones que mueven a la mujer-soldado y sus compañeros son las mismas que motivan a los miembros de los colectivos paramilitares que interpretan el discurso Presidencial hasta convertirse en brazo armado del Régimen. Porque en toda sociedad las conductas promovidas desde el Poder, sea público o privado se extienden de modo parejo entre quienes se sienten identificados con el que emite el mensaje. Una situación crítica en una sociedad como la nuestra, avasallada por una autocracia de vocación definitivamente totalitaria que tiene precisamente en ese tipo de adoctrinamiento uno de sus soportes.
Y también afecta al criminal. Es muy fácil deducir que al delincuente le resulte atractiva esa prédica de exclusión porque él vive de ella. Vive de considerar a la parte de la sociedad que no está con él, que no es la suya, como presa. El criminal no tiene por qué ser partidario político del Régimen, pero le viene muy bien que la violencia política, que puede llegar como hemos visto en estos días al asesinato, se promueva, se justifique desde lo más alto. Y la explosión de ira del que reprime, la de esta mujer-soldado, tiene que ser para él análoga y por ello mismo cercana a la que él practica contra el quien como estorbo se le resiste.
No creo que esto último se pueda refutar con razones convincentes. Tendría que ser más bien motivo de reflexión, de revisión de posiciones para muchos hasta ahora adormecidos o indiferentes.
Mucho se ha elogiado al estudio de Alejandro Moreno sobre la criminalidad, que lleva el título «Salimos a matar gente». Matar al distinto, al otro ¿No es análoga a la que se plantea el paramilitar de camisa roja y motocicleta? ¿O a la del guardia que se defiende de un estorbo?