ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Hace unos cuatro años compré el libro Elogio de la Vejez de Herman Hesse (1877-1962), autor alemán muy celebrado, Premio Nobel de Literatura de 1946. Cedía a un impulso surgido en parte de recuerdos y en parte de un particular estado de ánimo que desde hace ya un tiempo me venía indicando que yo estaba precisamente viviendo ese tiempo crepuscular, reposado o resignado – sabio, si hay las condiciones– que nos espera a todos y se supone elogiado en el libro. Y hablo de recuerdos porque aún tengo viva la memoria de mi lectura adolescente de El Lobo Estepario, una novela de Hesse publicada en 1927 que terminada la Segunda Guerra tuvo un éxito universal porque parecía expresar las inquietudes del mundo joven, popularidad que llegó hasta mis tiempos de estudiante de arquitectura –1955 a 1960– y continuó, incluyendo hasta los sesenta y setenta la de otras novelas de Hesse,[1]haciendo de su autor una celebridad. El lobo estepario era conocida y manoseada[2]dentro del grupo de amigos estudiantes de arquitectura en el cual me movía directa o indirectamente a través de mi hermano Jesús, grupo muy sifrino[3]que hacía gala de inquietudes intelectuales. Así que me entregué a su lectura, experiencia que fue grata a pesar de que retuve muy poco de la narración –nunca volví a ella–, si bien me dejó una estela que seguramente estaba en el origen de la popularidad de la novela, estela que me atrevo hoy a enunciar como la búsqueda de nuevos límites en la exploración personal de las relaciones humanas en tiempos de juventud.

Tenía motivos pues para esperar buenas cosas de este Elogio de Hesse a pesar de que poco tiempo antes me había interesado muy poco la lectura de su primera novela (1904) Peter Camenzind,la cual me dejó bastante frío y hasta intrigado de que haya llamado tanto la atención en aquellos años iniciales del Siglo XX.  Frialdad que también sentí después de haber pasado las primeras páginas del Elogio…, libro que pensé entonces y sigo pensando ahora, que es una colcha de retazos, un compendio armado por las empresas editoriales basado en distintos textos de un escritor popular aprovechando su nombre para potenciar las ventas. Y es que muy poco encontré en la lectura sobre esa singular perspectiva sobre la vida en general y sobre las vivencias personales en particular, que acompañan a la vejez, a mi vejez. Tiempo que ubico, como casi todo el mundo lo hace, en los ochenta años, precisamente la edad a la cual me acercaba en ese momento. Resumo pues mi encuentro con el Elogio de Hesse como poco estimulante, y escaso lo que retuve de él. Una de las razones para pensar que pudiera valer la pena, en vez de buscar en la literatura a mi limitado alcance, intentar por mi parte escribir algunas cosas sobre esa especie de nube, de bruma, de atmósfera no muy clara, que pende sobre mi estado de ánimo desde hace unos años de un modo que a veces me alarma.

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Comienzo apenas tocando (porque no creo que pueda ir más allá)el aspecto más delicado, el más trabajoso y difícil: la cuestión de la trascendencia, de la prolongación de lo que somos en un más allá que explica –y justifica– lo que hemos sido a lo largo de nuestra existencia. Ese tema, con la enormidad de cosas que sugiere, en cierta manera me ha perseguido y podría decir que aplastado, durante estos últimos años, aquellos en los cuales progresivamente y también sorpresivamente –como si hubiera sido repentino–  me he hecho consciente de que soy viejo, que estoy de retirada, que transito tiempos de despedida de todo lo que me rodea tanto del mundo físico –objetos, lugares, espacios…hechos – como del espiritual, entendiendo este como lo que se revela en mis afectos, en mi pensamiento, en mi conciencia, en lo que se mueve puertas adentro: hablo del alma. Y para ello me remonto a mi infancia, sobre la cual ya he escrito. Voy hacia los tiempos cuando comencé a abrirme a la vida desde mi identidad individual en formación, cuando comencé a pensar, a pensarme. Años en los cuales se empieza a formar nuestra perspectiva de la existencia, nuestro punto de vista.[4]

Y lo primero que debo destacar a partir, precisamente, de mi punto de vista actual de hombre viejo, es que me fui haciendo persona en un espacio emocional en el cual la dimensión religiosa era parte inseparable del mundo, tal como se nos presentaba. Para mí, además, como para todo mi entorno humano, esa dimensión estaba resumida de modo excluyente y radical con el relato cristiano-católico, el cual vivíamos sin saberlo como consustancial a la existencia personal. Mi visión de la dimensión religiosa de la realidad se fue realizando secundum ecclesiam catholicam; la noción de trascendencia comenzó a germinar en mi alma nutrida por el mensaje cristiano, tal como lo muestra y lo practica la iglesia católica. Y dicho esto digo también que ese mensaje era para mí parte indivisible de mi visión de lo que me rodeaba, estaba implícito en el mundo natural que iba conociendo. Y lo mismo ocurrió con todos mis hermanos, familiares o conocidos con muy pocas excepciones.

En una circunstancia como esa es obvio suponer que el desarrollo de la personalidad estará marcado de modo muy fuerte y persistente tanto por los principios como por los aspectos formales de la práctica religiosa…independientemente de su mayor o menor intensidad. Si quisiéramos usar un símil habría que decir que mis hermanos y yo estábamos sumergidos en una atmósfera que nos hacía respirar de cierto modo y que –en virtud de su peso en nuestra conciencia– nos condicionaría durante todos los años por venir, sin que importara demasiado que estuviéramos conscientes de esa sujeción.

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Y aquí vale la pena detenerse un poco. ¿Qué nos ocurre al respirar ese aire, al ver la vida en tal atmósfera cargada de certidumbres sobre lo que, fuera de ella, es constante pregunta? Hacerse persona en un ambiente así, es junto con muchas otras certezas reales o ficticias sobre el mundo en general, pertenecer a una cultura, inevitable palabra que se usa hoy para designar lo que vamos describiendo. Cultura secundum ecclesiam catholicam que se extiende, enorme, en la mitad del planeta, cargada de tantas cosas a menudo contradictorias, con una historia brillante, compleja y difícil, en la cual nacimos y nos formamos, cultura que vive en nosotros cualquiera sea la actitud que asumamos para diferenciarnos, para aceptar o no, para asentir o negar lo que ella nos dice a medida que nos movemos con el tiempo. No hay voluntarismo que borre lo que determina en nosotros. Está allí, aquí, aunque no seamos conscientes de su presencia.

Antes de verme a mí mismo como viejo, nunca me interrogué sobre lo que define mi identidad como lo hago ahora. Y a la vez debo decir que nunca, como lo hago ahora, traté de revisar y re-examinar el poderoso escenario de fondo que ha nutrido gran parte de mi vida. Y hay una primera entre las múltiples razones para que haya sido así: mi cuerpo. Sus apetitos, sus destrezas, mi deseo de probarlo y hacerme dueño del momento; en suma, la dimensión física de la vida, el impulso hacia la acción o el reposo, se va apagando, va perdiendo terreno. El cuerpo va capitulando para dejar más libres a los afectos. Detenemos más la mirada en las personas y en lo que significan, en lo que han significado como parte de ese escenario de fondo. Pareciera que el otro, los otros, se nos muestran de nuevo para en cierta manera revivir semi olvidados encuentros y emociones lejanas y cercanas.  Y de ese modo, lo que en momentos lejanos vivimos con relativa inconciencia de sus repercusiones, del peso que tuvieron en decisiones de entonces, cobra nueva importancia y nos llama a repensarlo.

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Agreguemos a todo lo dicho que desde muy niño fui un receptor abierto y desprejuiciado de las herencias culturales de mi entorno cercano y lejano, incluyendo, es obvio, las relativas a la dimensión religiosa. La trascendencia, su configuración simbólica y su muy católica narrativa nunca la puse en duda ni me interesó discutirla en esas conversaciones que pretenden ser inteligentes, típicas de la infancia tardía y la adolescencia. Apertura que tuvo mucho que ver con mis dificultades con el pensamiento abstracto. A lo largo de mis años de escolarización, desde los niveles básicos hasta la universidad, pensar y ordenar lo pensado para argumentar e interrogar se me hizo poco accesible. Pude superar esa limitación, sólo a medias, cuando ya llegaba a mi tercera década de vida. He dicho muchas veces que he sido de desarrollo lento, nada precoz ni especialmente prometedor. Tal vez por esa razón carecía de los recursos para el cuestionamiento usando conceptos tomados de otros puntos de vista. Nunca me sumé a las objeciones que siempre circulan, ni formulé preguntas sin respuesta clara de esas que atacan lo que se da por sentado e incomodan a los mayores. Así que fui sujeto de una Fe sencilla, libre de tropiezos, bastante convencional, hasta que me acerqué a la veintena. Fe sólo importunada o más bien agitada e inquieta, por el fervor político que me acompañó durante mis estudios superiores: Venezuela se abría a la democracia en circunstancias difíciles en las cuales el testimonio cristiano se me convirtió en deber. Pasé sin embargo la etapa de adecuación entre deseos y realidades, los deslindes entre virtud y pecado tan típicamente católicos y las crisis que se desencadenaron con el desarrollo de la sexualidad personal, sustituyendo certezas, adentrándome en las espesuras a veces difíciles y siempre contradictorias de la vida. No tuve miedo a los errores, me hice intenso y desprejuiciado. Y así fue como transité las décadas más importantes de mis circunstancias sin que se debilitara lo más central en el escenario que alimentaba mi inquietud religiosa. Anclada, unida, a un asunto esencial que planeaba ante mis vivencias: revivía, renovaba constantemente a medida que el tiempo me iba cambiando, siempre con gran fuerza, la idea de estar inscrito en un plan superior. El providencialismo que me sedujo como principio vital, cuando en Chile conocí un grupo católico de juventudes; la idea de pertenecer a designios superiores que en definitiva explican los supuestos azares de la vida personal, lo justo y lo injusto, lo bueno y lo menos bueno, lo que conviene o no, los caprichos a veces destructivos de la naturaleza, la idea de que hay una Providencia Divina en fin, me llevaba de la mano y me ayudaba a dar respuestas.

Y he aquí que ese apego intenso a la noción de sabernos tutelados y en cierto modo dirigidos (¿acaso mi cultura?), empezó a desvanecerse. El cuerpo en efecto fue claudicando, me enviaba advertencias, comenzaban a hacerse presentes las preocupaciones sobre la salud personal, la compostura física, el bienestar mínimo que damos por sentado. Y con ello el talante, la disposición frente a lo que me acontecía. Se movían inquietas o se situaban en sitios del pensamiento nunca transitados ideas fijas sobre cosas y personas. Se acartonaba un poco mi mirada y mi disposición ante lo que iba ocurriendo, se marchitaban y a la vez nacían nuevos retoños de ideas que iban sacudiendo y trasladando mi punto de vista.

Sí, ahora lo sé mejor: me iba haciendo viejo. Lo vivido hasta ese momento cambiaba en mi memoria…

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[1] Demian, Siddhartha, Narciso y Goldmundo, El juego de los abalorios…

[2]Tan conocida era la novela que hasta un chiste en relación a su título circuló en los sesenta y después: Se presenta una obra de teatro en cuyo primer acto aparece un lobo de barriga muy grande; en el segundo acto, junto al lobo hay un cachorro. ¿Cómo se llama la obra?: El lobo este parió…

[3]Término usado en Venezuela «referido a persona de gustos sofisticados o fatuos, y con cierto aire despectivo frente a lo que considera socialmente inferior»

[4]Me he referido muchas veces a esta noción, la de que en cada ser humano se forma y prospera un punto de vista sobre la realidad personal que es único e intransferible, doctrina formulada por José Ortega y Gasset en su libro El Tema de nuestro tiempo (tercer volumen de sus Obras Completas, Capítulo X). Para Ortega la realidad radical, la vida, cada vida, implica una determinada perspectiva sobre el universo; esas perspectivas se complementan, y ninguna puede excluir a las demás; cada punto de vista sobre el universo capta un aspecto verdadero de él, y por tanto es insustituible.