Oscar Tenreiro
No creo poder recurrir al lugar común que asegura que la mayor edad nos hace más sabios. No me lo permiten las dudas, ansiedades e inseguridades que me acompañan como cercanías indeseables desde que tengo conciencia de mi vejez. Pensar que estoy más cerca de lo verdadero, condición básica de la sabiduría, me parece más bien una mentira piadosa que circula en todo el orbe con mayor o menor carga de sinceridad. Y lo que sí es cierto, al menos en mi caso, es que parece acompañarme un constante impulso hacia rememorar y repensar, a meditar, en suma, lo ya rememorado, repensado y meditado. Recreo así encuentros que fueron decisivos, amistades que nacieron y tal vez murieron, amores olvidados que no han desaparecido. Dándole a esa especie de calistenia espiritual un giro evocador que podría calificarse de grato sin que deje de ser más bien, en muchas instancias, doloroso y difícil.
Adquieren así un nuevo perfil, se despojan de las cargas emocionales que entorpecieron su serena comprensión, episodios que parecían perdidos en la maraña de las pequeñeces que con frecuencia le roban luz a lo importante. Y se agrupan en el pensamiento como una especie de remolino que exige esfuerzo para no convertirse en confusión, en el cual destacan con su propio peso las inquietudes más definitivas, las más importantes. Remolino de ideas y temas que me acosan y me desplazan de mi centro emocional, que sin duda echa raíces en la trascendencia, palabra que se usa ahora para abordar el tema difícil de infinitas aristas, que nos lleva a preguntarnos si nuestra alma seguirá viva luego de nuestra muerte.
A lo largo de toda mi vida me ha acompañado la certidumbre de que morir es un comienzo. Certidumbre que hoy dejó de estar conmigo para convertirse en duda, en pregunta sin respuesta, tal como si se la hubiese llevado una brisa irresistible que me asoma hacia todo aquello que me dio forma como ser humano para que lo reconsidere y lo ubique en el sitio de mi alma que le es propio. Entre tantos estímulos reales y aparentes, afiebrados o controlados, de nuevo han tocado mi puerta destellos de la imaginación de los años adolescentes y de la adultez temprana que actuaban como imágenes construidas para acompañar mi Fe.
Uno de ellos aquel pasaje de los Evangelios en los cuales se habla de Satanás como tres veces tentador de Jesucristo, a quien en la última tentación le muestra los reinos de este mundo, sus delicias, sus placeres y sus retribuciones desde lo alto de una montaña.(1) No puedo saber por qué precisamente ese episodio surge desde mi memoria, pero el hecho simple es que aquí me encuentro leyendo sobre él en Lucas 4-1-13 mientras trato de hilar algunas ideas que el relato evangélico sugiere.
Se me aparece entonces una visión absurda, extraña: como su tiempo es eterno, no tiene medida, es posible pensar que Satán pasa por encima de veinte siglos para utilizar los artilugios de la tecnología y crear así las poderosísimas imágenes, la versión última sin duda, de los efectos especiales que servirían para la imposible tarea de tentar a Dios. Y es así como en esta tercera Tentación el Señor de las Tinieblas actúa como un presentador que transporta por los aires al Dios Hijo y le va mostrando, allá abajo, las distintas caras del mundo. Abre, por decirlo así, la cortina de un escenario necesariamente grandioso y espectacular hecho de imágenes de las delicias y placeres mundanos que el Hijo de Dios rechaza. Drástico contraste que siempre me impresionó, entre el Ángel Caído, que pretende convencer con las apariencias, y el Cristo de la Verdad que se deja llevar sabiendo sin embargo donde está la falsedad y el engaño.
Y uno se puede imaginar allí, desplegada ante nuestro Salvador para tentarlo, la inmensa maraña de medias verdades que circulan han circulado y circularán por el mundo, producidas e intercambiadas como sustitutos oportunistas de la realidad y cuyo fin primordial es el comercio y la incesante búsqueda del lucro. Irrealidad que se pretende real y que hoy penetra todos los espacios, captura voluntades, devalúa el esfuerzo de conocer. Son, no hay duda, muestras de los incesantes reinos construidos por el poder y la vanidad que hoy nos ahogan de brillantez y pulimento cuando no de violencia y decadencia.
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(1) (Lucas 4-1-13) Todavía lo subió el diablo a una montaña muy encumbrada y desde ahí le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Y luego le dijo: «Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adoras». Entonces Jesús le respondió: «»Apártate de ahí Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor Dios tuyo, y a él sólo servirás».