Oscar Tenreiro / (Publicado en el diario TalCual de Caracas el 21 de Junio de 2014)
Me produjo risa leer en El Pais de Madrid, que uno de los arquitectos del star system, Dominique Perrault, se quejara del papel de Rem Koolhaas como curador de la actual Bienal de Venecia-Arquitectura, diciendo indignado que Koolhaas «era el nuevo anticristo…superdios a cuyo alrededor hay como una secta, todo gira a su alrededor…». Junto a él, según el periodista, estaba Luis Fernández Galiano, portavoz y promotor de otra superestrella, Peter Eisenman, lo cual no impidió que se sumara a la queja de Perrault para lamentar que Koolhaas no hubiera invitado a ningún colega para mostrar sus trabajos, como es habitual. Fueron declaraciones hechas en el marco de un congreso en Pamplona, España, que a juzgar por su título («Arquitectura necesaria») busca revisar posiciones, señalar en una dirección distinta a la que caracterizó la arquitectura exitosa de los últimos años. Pero hay algo que no cuadra en la escena: ¿Cómo es que aparecen denunciando a los otros, a los niños con demasiados juguetes (así dijo uno de los entrevistados) personajes que formaban parte importante de lo que ahora critican? ¿Qué hacen ambos en un Congreso que dice mirar en otra dirección? Porque aparte del revisionismo sugerido por su título, participaron en él algunos arquitectos que nada tienen que ver con lo espectacular y sí mucho con el esfuerzo de hacer arquitectura en contextos de escasez o de medios limitados. Vemos pues en esta curiosa mezcolanza una muestra clara de la ambigüedad que fue ingrediente principal del vacío crítico que acompañó a la arquitectura del espectáculo. Ambigüedad que también podría llamarse cinismo, como decía la semana última.
II
Tal como hace apenas meses se nos aplastaba con noticias, crónicas, artículos, libros, semblanzas, sobre los arquitectos-estrella, motivo favorito del periodismo cultural planetario, sin que nadie fuese responsable sino un supuesto valor propio que ya se evaporó; también hoy se recogen como primicias las protestas de pureza y los alegatos de quienes fueron sus compañeros de ruta y aspiran sobrevivir a la crisis libres de toda culpa.
Y la jugada sale adelante sin contratiempos. El oportuno celo de los arrepentidos tiene audiencia: «A la carga contra las celebridades» titula El País. Y a otra cosa.
Siente uno entonces, con más fuerza, la vaciedad del éxito arquitectónico en estos tiempos, vacío que nos obliga a decir basta. Sabiendo que hacerlo desde aquí no tendrá repercusión alguna, porque nuestra crisis cultural es grave y estamos agobiados además por el peso de la Dictadura que parece no dejar espacio para nada interesante.
Pero lo hacemos para decir por ejemplo que la repentina toma de conciencia de Koolhaas en la Bienal de Venecia no es sino ajustarse a lo que le pide el momento. Apariencias. No convence su supuesta búsqueda de los fundamentos, así como tampoco convencen los ataques de sus ex-compañeros, siendo también, según leo en un rebote de Internet (que, de nuevo, me envía Manuel López) el turno de Eisenman, quien insiste en que Koolhaas era uno de los suyos. «¡Estaba allí desde el principio…» dice Eisenman en una entrevista «¡..él es la archiestrella! el origen de la archiestrella…» agregando más adelante que la Bienal de Venecia «…era la bienal del fin: del fin de la carrera de Koolhaas. del fin del arquitecto, del fin de la arquitectura…» Será de la de ellos porque para nosotros la arquitectura sigue siendo promesa, vehículo, pasión.
III
Y es lógico que la risa surja al ver pelearse por tener la razón a estos beneficiarios de la superficialidad y la inflazón del ego, mixtificadores con palabra y obra de lo que la arquitectura es, sustituyéndola por la imagen que ellos se han hecho de ella a tono con la búsqueda de grandes encargos, y con la complicidad (son ciudadanos de países importantes) de la crítica trendy y sus conexiones editoriales. Y entiende uno mejor las muy endebles bases del debate sobre arquitectura de las últimas tres décadas. Tan endebles que se callan fracasos como el del interior del Teatro de Ópera de Valencia, de Santiago Calatrava, una apoteosis de mal gusto que avergonzaría a cualquier arquitecto con un mínimo de autocrítica. Que se observe como si fuesen un imperativo indiscutible los artificiales (e ingeniosos) empeños de Frank Gehry de ir contra el ángulo recto y hacer de cualquier obra una especie de lucha a muerte con la sencillez y la uniformidad de las superficies tratando siempre de arrugar las fachadas porque sí y sacar de alineamiento las ventanas o cualquier otro de los elementos de la arquitectura que su amigo Koolhaas presenta en la Bienal de Venecia. La obsesión de Peter Eisenman de envolver con chapilla de piedra cuanta columna tiene la Ciudad de la Cultura en Galicia, escondiendo a la vez con plafones de todo tipo y geometría improvisada la disparatada estructura de los edificios y su mínima relación con el volumen útil. O la zozobra de Zaha Hadid por hacer de las diagonales su trazado regulador, y en sus obras más reciente suavizar esquinas, redondear encuentros para que las ondulaciones oculten las disonancias volumétricas, encerrar las estructuras tridimensionales en un sandwich entre plafón y superficie impermeable poniéndole un nombre que quiere ser poético, nubes, y no es sino fake, falsedad. Todos esos dislates inspirados por un pensamiento filosófico que engrana sinsentidos que nada dicen sobre arquitectura o cualquier otra cosa.
Así han sobrevivido un buen número de arquitectos que sólo trascenderán por el tamaño de sus encargos y poco por el valor de sus aportes. Arquitectos que la crítica oportunista ensalzó sin otro objetivo que sostenerse a sí misma en medio de la lucha por la actualidad.