Desde hace mucho he guardado distancia emocional y estética de la Basílica de San Pedro, ese inmenso monumento de la cristiandad y en particular de la Iglesia Católica. Y lo digo de ese modo para evitar otra forma más exacta: me ha sido antipática. Porque me muestra una de las caras que menos aprecio de la Iglesia Católica, la del amor a la desmesura como forma de expresar la fuerza, o la vigencia, de una Fe.
Y si se me preguntase cómo es que sin embargo admiro tanto otro monumento también grandioso como la Catedral de Chartres, donde creo haber experimentado la mayor emoción arquitectónica de mi vida una tarde de verano en mi primera adolescente visita a Europa y a una catedral gótica, diría que allí me encontré con lo que más me importa de la arquitectura: la huella de la mano del hombre, de la historia, del paso del tiempo, del esfuerzo de construir, la hermosura natural de los materiales, el estallido de la luz del atardecer a través de los vitrales, y, para mi sensibilidad de entonces, la ofrenda a lo más alto nacida en la comunidad, en las gentes, en la sociedad entera.
Porque, tal como lo han dicho quienes se ocupan de la historia, y los poetas han escrito, en los tiempos en los que Chartres comenzó a construirse no eran los príncipes los que decidían hacerlo, aunque se sumaran al esfuerzo y contribuyeran a él, sino la sociedad entera agrupada o no, que buscaba manifestar su Fe con todos los medios a su alcance para señalar los sitios de peregrinación, los lugares donde reposaban reliquias que recordaban un misterio para ellos primordial, los hitos, los lugares de un trayecto, abriendo paso a una tradición que iba lentamente edificándose sobre las ruinas de una era imperial.
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Y sabía (lo había leído, se me había dicho y lo veía mostrarse), que a medida que se consolidaba el Poder temporal en esa misma iglesia que hablaba del espíritu y se preocupaba demasiado por las cosas del mundo; cuando el Reino del Espíritu se fue transformando en Reino del César como diría Berdiaev, Reino que aspiraba a colmarlo todo, la arquitectura había pasado de ser tarea común expresada en el templo o en las comunidades monasteriales que se habían ido sembrando en todos los territorios, a ser argumento de Poder en la ciudad-estado y más allá, en los grandes reinos. Es allí donde están las raíces de la arquitectura del Renacimiento y de todo lo que la sigue. Y fue allí donde para mí se erigía una especie de barrera psicológica que me negaba a superar, barrera que me llevó, en mi primer viaje a Roma, en esa misma aventura adolescente en la que descubrí a Chartres, a darle apenas un muy rápido vistazo a San Pedro y a desinteresarme ex-profeso en todo lo que la acompaña.
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Rechacé, cuando entré por primera vez al monumento, tanta superficie pulida, tanto ornamento superpuesto sobre las nobles bóvedas de las naves, tanto adorno para la cúpula, tanto mensaje escrito en enormes letras a cincuenta metros del suelo. Aborrecí las inmensas estatuas de los grandes santos en sus nichos ensayando poses piadosas, arrebatados por algún impulso celestial, tan alejados de la iconografía sencilla, humana, cercana, que había admirado en los vestigios de los tiempos anteriores. Hasta llegué a pasar casi por alto a La Pietá de Miguel Ángel, rodeada de mármoles de distintos colores en una especie de fiesta del mal gusto celebratorio tan italiano, tan descontrolado. Algo parecido a lo que unos años después me ocurrió al ir especialmente a visitar a la Cartuja de Pavia, cerca de Milán, y casi encolerizarme al ver la fachada del templo exhibiendo un análogo despliegue de suculentos mármoles de distintas procedencias. ¿Por qué -pensaba- en Italia se convirtió en norma ocultar la nobleza del ladrillo o de la piedra bajo sucesivas capas de mármoles como en un desesperado intento por pulirlo todo? No se me había ocurrido que tenía algo que ver con la escasez de piedras de construcción para sillería, por otra parte abundantes y de muchos tipos en Francia e incluso en el norte de España. Pero si lo hubiera tenido en cuenta ¿por qué no entonces dejar mostrar la espléndida austeridad del ladrillo? ¿Es acaso el peso de la tradición romana que insistía en embellecer lo escueto?
Son preguntas que pude haberme formulado pero que más bien las llevaba dentro y las expresaba en mis decisiones. Es lo que me hizo deleitarme por ejemplo en Venecia con la desnuda fachada de la Iglesia de Santa María dei Frari donde se encuentra la Asunción de la Virgen del Tiziano, razón por la cual la visité, iglesia para la que nunca llegaron los mármoles. No lo pensé entonces pero lo supongo ahora: fue la resistencia inducida por la regla franciscana (esa iglesia es de esos “frailes”) y para ellos su Santo Patrono prescribió la modestia, la contención. Razón por la cual, el pueblo de Asis ha resistido a la ansiedad por los afeites de los italianos conservando siempre la cualidad esencial de la modestia, de la desnudez noble. Digno escenario para el inmenso Santo que allí descansa rodeado de los homenajes de Giotto.
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Más allá de recuerdos ocurre que ha sido el libro sobre Miguel Ángel y la necesidad de escribir sobre él lo que me ha llevado a concentrarme en San Pedro, superando todos los prejuicios. Y por supuesto que he cedido a la admiración. Y desearía por ejemplo ver a San Pedro “desde atrás”, desde los jardines del Vaticano, pero acercándome hasta tocarla, lo cual no sé si es viable, para poder apreciar en su justo valor la propuesta de Miguel Ángel y Bramante, imposible de percibir desde la Plaza o de la escalinata de acceso porque la fachada de Maderno, distanciada del eje de la cúpula debido a la nave de la planta en cruz latina, la engulle parcialmente e impide apreciarla en su justa importancia.
Y fantaseo con la idea de que alguien con el suficiente poder para lograrlo, se ocupara de hacer algo así como una clasificación de las obras de arte que se han ido incorporando al edificio a lo largo de los siglos, eliminando tanta grandilocuencia vacía. Despojarlo un poco. por ejemplo, de los afeites introducidos durante ese siglo de mal gusto generalizado, apoteosis de la pompa para impresionar a súbditos, que fue el siglo diecinueve.
Talante que ha ido reapareciendo vestido de otro modo en los tiempos que corren…y en la arquitectura que se celebra. Ya lo hemos dicho aquí.
SORPRENDENTE DESMESURA
Oscar Tenreiro
(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 11 de Abril de 2015)
Uno de los aspectos más interesantes de la irrupción de Miguel Ángel en 1547 como arquitecto jefe de las obras de la Basílica de San Pedro gracias a la decisión del Papa Pablo III (1534-1549), fue su rechazo del proyecto previo de Antonio da Sangallo el Joven (1484-1546), rechazo que acarreó considerables inconvenientes pero se llevó adelante con el apoyo papal. Sangallo había sido asistente del primer jefe de obras, Donato Bramante (1444-1514) quien junto a Rafael Sanzio (quien murió en 1520 de apenas 37 años) estuvo por treinta y dos años, desde la muerte de Bramante, a cargo de las obras hasta morir en 1546.
A Miguel Ángel le pareció errónea la decisión tomada por Rafael y Sangallo de modificar el proyecto de Bramante, de planta central en cruz griega con la gran cúpula como centro geométrico, a la de cruz latina alargando el brazo del acceso para crear una nave. Lo puso como condición de su jefatura y además lo razonó por escrito dejando clara su admiración por Bramante, quien había sido su rival años atrás. No se puede negar… escribió en una carta al canónico de San Pedro…que Bramante no fuese excelente entre los que han profesado la arquitectura desde la Antigüedad hasta aquí…el proyecto de Bramante…no está lleno de confusión…sino que era claro y preciso, luminoso y despejado…quienquiera que se desvíe del dicho orden de Bramante como ha hecho Antonio de Sangallo se desvía de la verdad, y que es así lo puede ver cualquiera que observe su modelo con mirada imparcial…”
Tenía a la vista los dibujos de Sangallo desde luego, su conocimiento personal, y particularmente la enorme maqueta de madera construida bajo la dirección de Sangallo que aún se conserva en el Museo Vaticano, terminada poco antes de Miguel Ángel encargarse de las obras: 7×7 metros y seis toneladas de peso, obra maestra de la ebanistería del Renacimiento.
II
Con estas frases de Miguel Ángel puede decirse que estamos en presencia de la primera crítica arquitectónica de la historia, si hablamos de la posición de un arquitecto respecto al proyecto de otro arquitecto. Es incisiva, se expone sin remilgos y está afiliada a un punto de vista preciso sobre la arquitectura.
Se hace todavía más decisiva y hasta riesgosa por cuanto Sangallo era nueve años más joven que él y además acababa de morir, circunstancias que habrían inducido a ser cauteloso y guardar silencio calculado a cualquiera menos consciente de los valores disciplinares en juego. Miguel Ángel puso pues las razones del edificio por sobre cualquier prudencia calculada u oportunista. Algo que aún hoy se echa de menos en la crítica arquitectónica.
Y tiene aún más fuerza si consideramos que Sangallo no era en modo alguno un segundón. Era un gran arquitecto y de ello dan prueba obras extraordinarias, una de ellas en la propia Roma, la Iglesia de Santa María de Loreto, que tiene la mala fortuna de estar cerca de la espantosa torta de novias del Monumento a Vittorio Emanuele. O la Iglesia de Santa María della Consolazione, en Todi-Perugia, que comenzada por Bramante es una verdadera joya arquitectónica. Ambas, por cierto, de planta central y una gran cúpula. Obras que por sí solas habrían llevado su nombre a la posteridad.
Habla Miguel Ángel de confusión y es eso lo que diríamos usando el lenguaje crítico actual al ver como Sangallo vulnera el protagonismo espacial de la inmensa cúpula. Porque la nave adosada es un espacio igualmente monumental, que, por sus grandes dimensiones se convierte en parte y no antesala del definido por la cúpula (logro técnico excepcional, razón de ser del edificio), erosionando su jerarquía, ambigüedad espacial que se comprueba hoy porque la nave finalmente se construyó.
Y Miguel Ángel debe aludir también a las dos torres propuestas por Sangallo en la fachada principal, que enormes y muy pesadas, compiten con la cúpula. Y la fachada misma, que diseñó y construyó Carlo Maderno, y se completó en 1626, es como una muralla, maciza cual fortaleza (nos hace añorar Amiens) y junto con la nave ocultan por completo la cúpula, que sólo es apreciable en todo su desarrollo desde mucho más allá de la columnata que Bernini construyó cuarenta años después de Maderno.
III
Miguel Ángel, como vimos, habla de una verdad, la de la luz natural, sobre la cual insistieron los grandes maestros de nuestra modernidad. Verdad demasiado olvidada hoy, oculta por la fotogenia. Corbusier se refirió a ella con enorme insistencia, y hay una frase de Luis Kahn que he citado otra vez y lo dice todo: “para mí la luz natural es la única luz”. Así, desde el Renacimiento, se nos insiste en un asunto central en la arquitectura de cualquier época: el manejo de la luz.
Porque uno de las mayores méritos de la cúpula de Miguel Ángel es la captación de la luz. No sólo a través de la linterna (la abertura en el tope, ella misma, con su techo, de más de 20 m. de altura) sino a través del tambor (la sección de cilindro que soporta la cúpula, con ventanas de siete metros de altura). Si bien es cierto que fue terminada por Della Porta y Fontana 20 años después de su muerte, se siguieron sus planos, se llevó adelante el principio de las nervaduras que ayudan a su liviandad visual y estructural y se alteró felizmente su proporción, haciéndola apuntada, ambos rasgos referidos a la cúpula del domo de Florencia de Brunelleschi terminada dos décadas antes del nacimiento de Miguel Ángel.
Y en los más de 2000 m2 cubiertos libremente por la cúpula de San Pedro, nos sorprende que reine la luz. Sin el dramatismo gótico, en cuyas catedrales umbrosas se filtra por los vitrales horadando los espacios. Aquí parece la metáfora de la espiritualidad que redescubre al hombre. Y también su orgullo y sus desmesuras, muchas de ellas reveladas en este sorprendente monumento.
Sobre las Fotos:
En primer término (1) va un montaje de la maqueta de Sangallo y el proyecto de Miguel Ángel, mitad y mitad.
Le sigue (1a) la del Pozo de San Patricio en Orvieto, de Sangallo. Quise publicarla porque fue sólo mientras veía imágenes de la obra de Sangallo que caí en cuenta que fue allí que se filmó una secuencia del film sobre Otelo, la ópera de Verdi, con Franco Zeffirelli de director en 1986 http://en.wikipedia.org/wiki/Otello_(1986_film). La escena corresponde al aria de Yago del acto segundo, cuando va hilando su trama de engaño, que empieza: “…Creo en un Dios cruel que me ha creado a su imagen y semejanza…” y concluye “…después de tanta burla viene la muerte / ¿Y luego? ¿Y luego? / la muerte es la nada / el cielo una estúpida locura…” y cesa Yago su monólogo mientras la cámara se mueve hacia el fondo y en la penumbra sólo se oye el goteo en el fondo el pozo. Una escena de enorme potencia visual con la música más extraordinaria.
Sigue una foto (2), la planta (3) y una perspectiva interna (4) de la iglesia de Santa María della Consolazione, en Todi, región de Perugia, construida según planos de Bramante y continuada por Sangallo y otros.
Es este un muy interesante ejemplo, en menores dimensiones, de lo que se proponía Bramante con San Pedro. Es un referente técnico de cómo se contrarresta el empuje de la cúpula central con las semicúpulas del perímetro, de un modo que sigue el prototipo romano de Hagia Sophia en Estambul.
La (5) es una foto de la iglesia de Santa María de Loreto en Roma, de Sangallo, y las siguientes corresponden a la basílica de Constantino en torno a cuyo altar (la tumba de Pedro) se comenzó a construir la cúpula de San Pedro.
En la primera imagen de las de la vieja Basílica se ve la planta junto a las de las ruinas romanas del Circo de Nerón y la vía de entrada a Roma (o Vía Cornelia) y en línea punteada el contorno de la nueva construcción. Luego siguen otras dos, una (7) que muestra la plaza que antecedía al viejo edificio, evidentemente insuficiente para las multitudes en peregrinación, razón que llevó a construir San Pedro; la otra (8) un corte fugado de las cinco naves de tiempos romanos.
La foto número (9), es un grabado donde aparece en primer plano la plaza frente a la Basílica y atrás, levantándose, el tambor de la enorme cúpula de Bramante-Miguel Ángel, como estaba a su muerte.
En seguida (10) una planta más detallada de la basílica de Constantino y finalmente un grabado (11) con la cúpula de San Pedro en construcción que la representa, semiabandonada, en tiempos del Saqueo de Roma de 1527.
Todas las demás imágenes, hasta la 23 inclusive, son de los proyectos de Bramante, Rafael, Sangallo, Miguel Ángel y Maderno, siendo la número 12, una reproducción de los planos originales de Bramante. Siguen fotos actuales de San Pedro (nótese la “desaparición” de la cúpula) y una final (29) de la Basílica de Santa María dei Frari en Venecia, íntegra exteriormente en ladrillo desnudo, donde se encuentra la Asunción de la Virgen de Tiziano, sobre la cual hago un comentario en el texto introductorio de hoy.